La Marquesa De Los Ángeles (66 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Los fabricantes de quincallería formaban parte de los artesanos de todas clases que se establecían en el recinto para sustraerse a las exigencias tiránicas de las corporaciones. Como la fabricación de joyas falsas estaba prohibida por la Corporación de Orfebres de París, sólo en el Temple se podía comprar todo aquel oropel de relumbrón que hacía las delicias de las hijas del pueblo. Venían de todos los rincones de la capital, frescas y bonitas, con sus trajes pobres de telas sin brillo, grises la mayor parte de las veces. Por eso se las llamaba «grisetas».

En aquellos paseos evitaba acercarse a los hermosos palacios adonde personas ricas y de rango distinguido habían venido a establecerse, algunas por gusto, otras por economía. Temía un poco que la reconociesen los visitantes, damas y caballeros cuyas carrozas pasaban con gran estruendo, y sobre todo prefería ahorrarse penas inútiles. La ruptura total con su vida pasada era preferible desde todos los puntos de vista, y además, ¿no era la mujer de un pobre prisionero abandonado por todos?

XL
La casa en el Temple.
Venta del esclavo Kuassi-Ba

Sin embargo, un día en que bajaba la escalera con Florimond en brazos, se cruzó con su vecino de habitación y tuvo la impresión de que aquel rostro no le era desconocido. La señora Cordeau le había dicho que tenía también de huéspeda a una viuda joven muy pobre pero bastante reservada, la cual prefería añadir unas cuantas monedas al precio de su pensión con tal de que le sirviesen las comidas en su habitación. Angélica vio al pasar un rostro encantador de mujer morena, con ojos lánguidos que se bajaron en seguida, y sobre el cual no pudo poner un nombre, aunque tenía la certidumbre de haberlo visto antes. Al volver del paseo la mujer parecía estarla esperando.

—¿No sois la señora de Peyrac? —preguntó. Contrariada, un tanto inquieta, Angélica le indicó por señas que entrase en su habitación—. Ibais en la carroza de mi amiga Athenaida de Tonnay-Charente el día de la entrada del rey en París. Soy la señora de Scarron.

Angélica, por fin, reconoció aquella mujer tan hermosa pero reservada que los había acompañado vestida pobremente, y de la cual se habían avergonzado un poco. El hermano de Athenaida hasta se había burlado de ella cruelmente. No había cambiado nada desde entonces. Únicamente su traje estaba un poco más gastado y recosido, pero llevaba un cuello blanco inmaculado y conservaba un aire de decencia enternecedor.

Contenta, a pesar de todo, de poder conversar con una hija del Poitou, Angélica la hizo sentar frente al hogar, y ambas compartieron con Florimond un cucurucho de barquillos y obleas.

Francisca de Aubigné dijo que había venido a alojarse en el Temple porque allí se podía vivir tres meses sin pagar el alojamiento. Y ella estaba completamente sin recursos y a punto de que la echaran a la calle sus acreedores. Esperaba, en el transcurso de los tres meses, poder conseguir del rey o de la reina madre que renovasen para ella la pensión de 2.000 libras que Su Majestad pasaba a su marido cuando vivía.

—Voy casi todas las semanas al Louvre y me pongo al paso de la capilla. Ya sabéis que Su Majestad, al salir de sus habitaciones para ir a misa, atraviesa una galería y allí permite que se le acerquen los solicitantes. Hay siempre muchos frailes, huérfanas de guerra y viejos militares sin pensión. A veces, esperamos largo tiempo. Por fin el rey aparece. Confieso que cada vez que pongo mi memorial en su mano me late el corazón hasta el punto que temo que el rey lo oiga latir.

—Por de pronto, todavía no ha oído vuestra súplica —dijo Angélica.

—Es verdad, pero no pierdo la esperanza de que algún día eche una mirada al papelito.

La joven viuda estaba al corriente de todos los chismes de la Corte. Hablaba con mucha gracia e ingenio, y cuando abandonaba su aire doliente tenía en realidad un encanto extraordinario. No pareció extrañarle volver a ver a la brillante señora de Peyrac en tan triste atuendo y hablaba como si se encontrasen en un salón. Para prevenir toda indiscreción Angélica la puso brevemente al corriente de su situación. Esperaba, bajo un nombre fingido, que juzgaran y rehabilitaran a su marido, para reaparecer luego ante los ojos del mundo. Evitó decir de qué acusaban al conde de Peyrac porque, a pesar de la frivolidad de las anécdotas que contaba, Francisca Scarron parecía muy piadosa. Era una protestante convertida, y buscaba en la devoción fuerza para soportar sus pruebas. Angélica dijo:

—Ya veis que mi situación es aún más precaria que la vuestra, señora. Y no os oculto que no sólo no puedo seros de ninguna utilidad en los trámites que intentáis cerca de las gentes que tienen influencia en la Corte, sino que muchas personas que hace algunos meses eran inferiores a mí ahora tienen derecho a mirarme desde lo alto.

—En efecto, hay que repartir a las gentes en dos categorías —respondió la viuda del genial inválido—. Los que le son a uno útiles, y los que le son inútiles. A los primeros se les frecuenta para obtener protección; a los segundos, por puro placer.

Y ambas rieron bastante alegremente.

—¿Por qué os dejáis ver tan poco? —preguntó Angélica—. Podríais comer con nosotros.

—¡Oh, es más fuerte que yo! —dijo la viuda estremeciéndose—. Pero confieso que el aspecto de esa madre Cordeau y su hijo me da un miedo mortal.

Angélica habría la boca, asombrada de aquella declaración, cuando un ruido extraño, una especie de gruñido animal que venía de la escalera, las interrumpió. La señora Scarron fue a abrir la puerta y retrocedió cerrándola precipitadamente.

—¡Dios mío, hay un demonio en la escalera!

—¿Qué queréis decir?

—En todo caso, es un hombre completamente negro.

Angélica dio un grito y se precipitó al descansillo.

—¡Kuassi-Ba! —llamó.

—¡Sí, soy yo,
médame!

Kuassi-Ba salió como sombrío espectro de la escalera oscura. Vestía informes harapos sujetos por cordeles y tenía la piel gris y flaccida, pero al ver a Florimond lanzó una risotada salvaje y, precipitándose sobre el niño, esbozó una danza endemoniada. Francisca Scarron, con un gesto de horror, se lanzó fuera de la habitación y se encerró en la suya.

Angélica se sujetaba la cabeza con las dos manos para reflexionar. ¿Cuándo… pero cuándo había desaparecido Kuassi-Ba? No lo recordaba. Todo se confundía. Por fin recordó que la había acompañado al Louvre la mañana de aquel terrible día en que había visto al rey y estado a punto de morir a manos del duque de Orleáns. Desde aquel momento debía confesarse que había olvidado a Kuassi-Ba. Echó leña al fuego para que pudiera secarse los andrajos calados por la lluvia y le dio de comer todo lo que pudo encontrar. Él contó su odisea.

En aquel gran castillo en que vive el rey de Francia, Kuassi-Ba había estado largo tiempo esperando a su señora. Las criadas que pasaban se burlaban de él. Después llegó la noche. Después le habían dado muchos palos. Después se había despertado en el agua, sí, en el agua que corre por delante del gran castillo… «Lo dejaron sin sentido y lo arrojaron al Sena», interpretó Angélica. Kuassi-Ba había nadado. Después había encontrado una playa. Cuando volvió a despertar era feliz, porque creyó haber vuelto a su país. Tres moros se inclinaban sobre él. Hombres como él, y no negritos como los que tienen las damas para servirles de pajes.

—¿Estás seguro de no haber soñado? —preguntó Angélica sorprendida—. ¡Moros en París! He podido comprobar que había pocos que fuesen adultos.

A fuerza de interrogarle, acabó por comprender que lo habían recogido unos negros presentados como «fenómenos» en la feria de Saint-Germain o que eran custodios de osos amaestrados. Pero Kuassi-Ba no había querido vivir entre ellos. Le daban miedo los osos. Terminado el relato el negro sacó de entre sus andrajos un cesto y, arrodillándose ante Florimond, le presentó dos panecillos tiernos cuya corteza estaba dorada con yema de huevo y espolvoreada con granos de trigo. Olían deliciosamente.

—¿Cómo has podido comprar eso?

—¡Oh, no lo he comprado! Entré en casa del panadero… Hice así… —y esbozó una mueca aterrorizante—. La dama y la criada se esconden bajo el mostrador… Yo tomo los bollos para traérselos a mi amito.

—¡Dios mío! —suspiró Angélica, aterrada.

—Si tuviese mi gran sable…

—Se lo he vendido al trapero —se apresuró a responder Angélica.

Se preguntaba si los arqueros de la ronda no estarían ya persiguiendo a Kuassi-Ba. Hasta le pareció oír fuera un rumor. Asomóse a la ventana y vio un grupo detenido ante la casa. Un personaje respetable, vestido de oscuro, disputaba con la madre Cordeau. Angélica entreabrió la ventana para saber de qué se trataba. La madre Cordeau gritó:

—Parece que en vuestro cuarto hay un hombre completamente negro.

Angélica bajó precipitadamente.

—Es exacto, señor Cordeau. Se trata de un moro, de un… de un antiguo criado. Es muy buen muchacho.

El personaje respetable se presentó entonces. Era el
bailío
del Temple, encargado de aplicar la justicia alta, media y baja en nombre del gran prior en el interior del recinto. Dijo que era imposible que el negro viviese allí, tanto más cuanto que el que le habían indicado iba vestido como un mendigo. Después de haber discutido un buen rato Angélica garantizó formalmente que Kuassi-Ba saldría del recinto antes de la noche.

Volvió a subir, desolada.

—¿Qué voy a hacer de ti, mi pobre Kuassi-Ba? Tu presencia provoca un verdadero motín. Y yo no tengo ya bastante dinero para mantenerte y vestirte. Estás acostumbrado al lujo, ¡ay!, y a no carecer de nada…

—¡Véndeme,
médame
! —Y como ella lo mirara con sorpresa, añadió—: El conde me compró muy caro, y, sin embargo, era yo, entonces, pequeño. Ahora valgo lo menos mil libras.

Con eso tendrás dinero para sacar al amo de la prisión. Angélica pensó que el negro tenía razón. En el fondo, Kuassi-Ba era todo lo que aún poseía de su antigua fortuna. Le repugnaba venderlo, pero ¿no era el medio mejor de dar protección y abrigo a aquel pobre salvaje, perdido entre las torpezas del mundo civilizado?

—Vuelve mañana —le dijo—. Ya habré encontrado una solución. Y ten cuidado de no dejarte atrapar por los arqueros de la ronda.

—¡Oh! Yo conozco la manera de esconderme. Tengo muchos amigos en esta ciudad. Hago así, y entonces los amigos dicen: «Eres de los nuestros», y me llevan a sus casas.

Le mostró cómo había de cruzar los dedos de cierta manera para hacerse reconocer por los amigos en cuestión. Angélica le dio una manta y miró alejarse bajo la lluvia a aquel largo esqueleto errante. Inmediatamente después de su marcha decidió ir a pedir consejo a su hermano, pero el reverendo padre Sancé estaba ausente.

Angélica volvió a su alojamiento, preocupada, cuando un muchacho con una caja de violín bajo el brazo, se le adelantó saltando de charco en charco.

—¡Giovani!

¡Decididamente, era el día de los encuentros! Arrastró al musiquillo al abrigo del claustro de la vieja iglesia y le preguntó qué había sido de él.

—Aún estoy en la orquesta del señor Lulli —dijo—, pero la señorita de Móntpensier, al marcharse para Saint-Fargeau, me ha cedido a la señora de Soissons, que ha sido nombrada intendenta de la casa de la reina. De modo que tengo excelentes relaciones —añadió, dándose importancia—. Gracias a ellas puedo aumentar mis emolumentos dando lecciones de música y danza a jóvenes de buena familia. Venía precisamente de casa de la señorita de Sevigné, que se aloja en el palacio de Boufflers. —Y añadió tímidamente, después de haber lanzado una mirada sobre la modesta ropa de su antigua señora—: Y vos, señora, ¿puedo preguntaros cómo van vuestros asuntos? ¿Cuándo volveremos a ver al señor conde?

—Pronto. Es cuestión de días —respondió Angélica, que estaba pensando en otra cosa, y añadió, sujetando al muchacho por los hombros—: Giovani, he tomado la decisión de vender a Kuassi-Ba. Recuerdo que la condesa de Soissons deseaba adquirirlo, pero no puedo salir del Temple y mucho menos ir a las Tullerías. ¿Quieres intervenir en este negocio?

—Estoy siempre a vuestro servicio, señora —respondió amablemente el músico.

Debió de darse prisa, porque menos de dos horas después, cuando Angélica estaba preparando la comida para Florimond, llamaron a la puerta. Fue a abrir, y se encontró ante una mujer alta y roja de aspecto arrogante y un lacayo que llevaba la librea de color rojo cereza de la casa del duque de Soissons.

—Venimos de parte de Giovani —dijo la mujer, cuya pelerina dejaba entrever un coquetísimo uniforme de doncella de cámara. Tenía el aire a la vez ladino e insolente de la sirvienta preferida de una gran dama—. Están dispuestos a discutir —continuó después de mirar a Angélica de arriba abajo y tasar la habitación con la mirada—. Pero se trataría de saber cuánto habrá para nosotros.

—¡Baja un poco los humos, hija mía! —dijo Angélica en un tono tajante que restableció inmediatamente las distancias. Se sentó y dejó de pie a sus visitantes—. ¿Cómo te llamas? —preguntó al lacayo.

—La Jacinthe, señora condesa.

—Está bien. Tú siquiera tienes los ojos vivos y la memoria alerta. ¿Por qué hay que pagar a dos personas?

—Porque en los negocios de esta índole trabajamos siempre juntos.

—Es una asociación. ¡Suerte que toda la casa del señor duque no tenga parte de ella! Lo que tenéis que hacer es esto: diréis a la señora duquesa que deseo venderle mi moro Kuassi-Ba. Pero no puedo ir a las Tullerías. Sería, pues, preciso que vuestra ama me diese cita en el Temple, en la casa que mejor le parezca. Pero insisto en que todo esto se haga discretamente y que no se pronuncie mi nombre.

—No parece muy difícil de hacer —dijo la sirvienta después de mirar a su acompañante.

—Para vosotros habrá dos libras de cada diez. Es decir, que cuanto más elevado sea el precio, más ganaréis. También es menester que la señora de Soissons tenga tanto deseo de adquirir ese moro que no vacile ante ninguna cifra.

—De eso me encargo yo —prometió la sirvienta—. Además, la señora duquesa, la otra mañana, mientras estaba yo peinándola, lamentaba no tener en su séquito a ese espantoso demonio. ¡Que le aproveche! —concluyó levantando los ojos al cielo.

Angélica y Kuassi-Ba esperaban en un gabinetito próximo a las habitaciones de servicio del palacio de Boufflers. Voces risueñas y exclamaciones mundanas venían de los salones en que la señora de Sevigné recibía aquel día. Pasaban lacayos cargados con bandejas de pastelería. Aunque sin querer confesárselo, Angélica sufría al verse así relegada, mientras las mujeres de su rango, a algunos pasos de ella, proseguían su vida ligera. ¡Había soñado tanto en conocer París y aquellas
ruelles
en que todos los grandes ingenios de la época se daban cita…!

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