Estaba muy contenta de verlo. Ahora Hodge estaba en casa y a salvo. Me apercibí de lo mucho que su desaparición y su posible muerte me habían preocupado. «Cuida de Hodge. Me echará mucho de menos». Era la única cosa concreta que la prima Geillis me había pedido y yo no había podido cumplir. Por añadidura, pese a que había pensado que no necesitaba compañía, me alegraba de contar con este compañero ideal: Hodge, el gato de la casa.
El gato de la bruja.
Eso había dicho William, ¿no? El gato de la bruja. Y Hodge había desaparecido, para morir de hambre o correr una suerte aún peor, cuando ella se fue. Pero había retornado ahora que yo estaba en casa.
«¿Usted también es bruja?», había preguntado William.
Reí y dejé la taza vacía sobre la mesa.
—¿Lo soy? —pregunté a Hodge—. Digamos que pronto lo averiguaremos. Me voy a la cama. ¿Tú dónde duermes? Ah, comprendo, tendría que haberlo sabido.
Cuando me levanté, el gato saltó de la silla y, con la cola enhiesta, se dirigió a la escalera. Cuando estaba a punto de meterme en la cama, vi que Hodge se me había adelantado, estaba hecho un ovillo junto a la almohada, y ronroneaba.
Además de hambriento debía de estar cansado. Antes de que yo conciliara el sueño, el ronroneo cesó de pronto y el gato de la bruja se quedó profunda y silenciosamente dormido.
Desperté, al parecer inmediatamente. Aunque aún era de noche, supe que había dormido a pierna suelta porque estaba totalmente despierta y descansada. Además, deseaba dejar la cama. La sensación de encierro me llevó a buscar aire.
Bajé de la cama procurando no despertar al gato y caminé sigilosamente hasta la ventana.
Tras las ramas más altas titilaban unas pocas estrellas y la luna rodeada de nubes. Esa pálida luz sólo servía para resaltar la negra tracería de las ramas. Mi propia visión nocturna era extraordinariamente precisa: habría jurado que vi con toda claridad una pareja de buhos sentados en lo alto de un haya, más allá del cobertizo de las herramientas. Estaban agazapados junto al tronco y al observarlos un buho se alargó hasta ser tan alto y tieso como un leño, girando la cabeza con ese movimiento tan propio de su especie. Observaba algo que ocurría más lejos, detrás de los árboles.
Una luz. Una luz amarilla, baja y cimbreante. Acompañada de un sonido mucho más lejano. Aunque parezca increíble, un grupo de personas cantaba. No era como las canciones que conocía, sino un cántico suave, casi una endecha sin melodía, pero con una cadencia marcada y constante que coincidió con el ritmo cardíaco que percibí con claridad al asomarme por la ventana y que gradualmente lo dominó.
Fue como mirar desde lo alto un mar encrespado: el latido rítmico, las suaves bocanadas de viento entre las ramas, la luz movediza y atrayente se confabularon para arrastrar a la soñadora hacia la oscuridad de la noche.
Pero yo no estaba soñando. No estaba dormida. El dormitorio y el jardín me eran conocidos y desde alguna parte, como en respuesta a la música, un perro ladró desesperado. Estaba segura de que era el mismo que había oído la noche pasada. En el antepecho de la ventana, a mi lado, estaba Hodge, con el pelaje erizado, los ojos desmesuradamente abiertos y mostrando la lengua y los dientes mientras escupía y siseaba contra la oscuridad.
El gato de la bruja. Lo que oí y lo que dejó traslucir la luz que llamaba hacia lo más profundo del bosque era una reunión de brujas. El aquelarre de la asamblea local. Lo supe como si el conocimiento hubiera llegado en una sesgada ráfaga de esclarecimiento, fue una certidumbre a la velocidad del hechizo. Por lo tanto, era cierto que aún había brujas. Y quizá también fuese cierto que la prima Geillis había sido una bruja. ¿Y acaso lo que ocurría era una prueba de que yo, la segunda Geillis de Thornyhold, formaba parte de las elegidas? Era una idea embriagadora, un flujo de poder fuerte, frío y enternecedor que recorrió mi cuerpo y mi cerebro.
En ese instante el gato Hodge saltó del antepecho hacia la oscuridad. Al estirarme para cogerlo, ya que había demasiada altura incluso para un gato, perdí el equilibrio y caí.
No llegué al suelo. Tampoco puedo decir que fuera una caída. El viento y el movimiento del aire nocturno me arrancaron de la ventana y me trasladaron por encima de los árboles con la misma facilidad que si hubiera sido un pájaro o una hoja seca. A mi alrededor el aire estaba tan boyante y resistente como el agua. Dominaba mi avance como si nadara. Meneé la cabeza y mis cabellos se desplegaron al influjo del aire. Entreabrí los labios y bebí el néctar de mi vuelo. El éxtasis llegó hasta el último poro, el último cabello. Era el poder y la gloria. Exigiera lo que exigiese, merecía la pena.
Debajo, inmóvil como si no hubiera viento, el bosque se extendía en calma por la negrura. La corriente de aire que me transportaba fluía entre las ramas negras y las estrellas. Fluía entre los mismos astros, por encima de la luna. La luna se hundió en el firmamento, poco después se esfumaron los árboles y delante de mí, en la negrura, apareció una colina que trazó una curva negra que atravesó la cara de la luna. En la colina había piedras, impresionantes menhires, algunos caídos, otros en pie, situados aparentemente al azar sobre la hierba. La luz que desde la ventana me había atraído serpenteaba entre las piedras y finalmente se detuvo.
Me dejé caer hacia la luz, aterricé sin esfuerzos, tan suavemente como una gaviota en el mar, y muy cerca vi la forma caída de una piedra inmensa y encima un cuenco donde la llama amarilla flotaba en un charco de aceite de dulce fragancia. Junto al cuenco había un rimero de algo que no reconocí: ¿plumas?, ¿un ala desplegada? Una paloma negra con el cogote retorcido.
Las sombras se movían entre las piedras. Personas. Aunque apenas eran visibles, a mi alrededor sonaba el mismo cántico rítmico e ininteligible que el viento había transportado hasta Thornyhold.
Vacilante, sin miedo pero llena de respeto y de un entusiasmo profundo y cosquilleante, me acerqué a la piedra iluminada. La hierba estaba helada bajo mis pies descalzos. Me resultó muy agradable. Mi cuerpo ardía, como si se hubiese empapado con agua muy caliente. La vertiginosa euforia del vuelo amainó. Me escocían los ojos. Pese a ser suave, la luz me hacía daño, era como si tuviese arenilla en los párpados. Estiré la mano hacia la piedra caída. Noté que los seres quiméricos se apiñaban más cerca y que el canto crecía y se elevaba entre las piedras erectas. La luna casi había desaparecido. Sólo se perfilaba un borde cobrizo y una nube le marcaba la cara.
Alguien se interpuso entre la piedra y yo, una mujer alta vestida con una larga capa que se arremolinaba a su alrededor. Me resultó conocida, como el recuerdo del estanque en el prado cuando tenía seis años.
—¿Prima Geillis? —grité pero no emití sonido alguno.
Aunque la mujer no se movió, sonó un frufrú a mis pies y bajé la mirada. Era un erizo quejica y resollante que hurgaba con su hocico entre la hierba. Un pájaro levantó el vuelo a la altura de mi talle, una ráfaga de oscuro azul martín pescador que resaltó incluso bajo la luz mortecina de la luna. Y detrás saltó el gato Hodge, una sombra minúscula entre las demás sombras. Se lanzó siseando entre mis pies y tropecé. Caí de bruces. La hierba estaba sorprendentemente mullida y había perdido su frialdad.
Unas manos me sujetaron con delicadeza y me pusieron boca arriba. Vi rostros que nadaban a contracorriente de la oscuridad en medio de la luz amarillenta. La mayoría me resultaron desconocidos, difusos y tornadizos a medida que los observaba, como las caras que se ven en un sueño. En primer plano e inmutables aparecieron dos rostros que conocía.
—¿Está bien? —preguntó Jessamy Trapp con tono de preocupación.
—Claro que sí. —Agnes me sonrió triunfal y presuntuosa—. Siempre lo supe, ¿no? Señora mía, es usted excelente… y la próxima vez será aún mejor. Ahora cierre los ojos y la devolveremos a su sitio.
Se me cerraron los ojos antes de que terminara de pronunciar esas palabras, como si fuesen los ojos de una muñeca que carece de voluntad. Experimenté de nuevo una levísima sensación de flotar o de ser elevada y luego, nada. Como si la orden de Agnes hubiese abolido mi conciencia, me desmayé o caí en un profundo sopor porque al abrir los ojos volvía a estar en Thornyhold, en mi cama, la ventana estaba cerrada, el gato Hodge dormía a mis pies y era de día.
Y desperté y concluí que había sido un sueño.
En medio de las persistentes brumas del sopor profundo, me llevó mucho tiempo librarme de los efectos del sueño. Porque tenía que haber sido un sueño. Bajo la apacible luz del día, las llamadas de la brujería eran imposibles y erróneas.
Sólo pudo ser un sueño. Me recosté en las almohadas y pensé. Debo reconocer que me sentía como si hubiera pasado la noche volando para asistir a un aquelarre más que descansando, incluso como si hubiese tenido sueños violentos en mi propio lecho. Me dolía la cabeza, aún persistía la sensación de tener arenilla en los párpados y en mi piel perduraba un ligero residuo de calor. La ropa de cama olía a sudor y, aunque yo sabía que al tener una pesadilla poderosa se sudaba, este olor era distinto.
Por Dios, ¿acaso significaba que había volado —volado— por encima de las copas de los árboles, que había visto una asamblea de brujas danzando entre las piedras de los druidas y que había intentado llegar hasta la que probablemente era la luz del altar? ¿Un altar en el que Jessamy y Agnes Trapp se movían entre los participantes, en el que había una sombra alta parecida a mi difunta prima Geillis y al que habían llevado como ofrenda la paloma muerta del desván de Thornyhold?
Me convencí de que todo apuntaba a que había tenido una pesadilla espantosa. El sueño se componía de los elementos del día anterior y del pasado lejano: el erizo, el martín pescador, la prima Geillis. Por muy imposible que fuese, suponiendo que fuera verdad, ¿por qué los Trapp me habían devuelto a casa? ¿Cómo habían entrado? Las dos puertas de abajo estaban cerradas con llave y pestillos. Bajo la luz matinal, mientras un reyezuelo cantaba entre los arbustos, me negué a creer que los Trapp hubiesen volado conmigo a través de la ventana del dormitorio. ¿Y si yo misma la hubiera cerrado y le hubiera puesto mágicamente el pestillo en cuanto se fueron?
El gato Hodge abrió los ojos, estiró una pata y se desperezó.
—¿Anoche estuviste volando? —le pregunté.
No me respondió o sólo esbozó una negativa. Sin duda el gato se había movido durante la noche, pues se había dormido pegado a mí y ahora estaba casi al pie de la cama, encima de la bata que había dejado allí.
Pero eso no demostraba nada. La sensatez (tan fácil de asumir a la luz del día) sostenía que Hodge no había sido más que parte de una pesadilla provocada, probablemente, por la falta de ventilación del dormitorio. Como me había olvidado de abrir la ventana…
Yo no me había olvidado de abrir la ventana. Recordé claramente que la había abierto antes de acostarme… y ahora estaba cerrada.
Me quedé mirando la ventana cerrada mientras el sentido común libraba con la imaginación una batalla que estaba perdida de antemano. Tal vez las viejas cuerdas de la ventana habían cedido y ésta se había cerrado por su cuenta y riesgo (¿sin despertarme?) y en el calor del dormitorio yo había dormido demasiado profundamente y tenido un mal sueño. Un sueño lo bastante vivido para dejarme agotada y con resaca. Pero ahora estaba despierta, el día era soleado, normal, Hodge estaba en casa y el trabajo me esperaba. El trabajo es la solución para cualquier tipo de pesadilla. En primer lugar, limpiaría el dormitorio y cambiaría la ropa de cama.
Aparté las mantas, posé los pies en el suelo y me estiré para coger la bata.
—Sal —dije a Hodge—. Tendrás que…
Me quedé muda. El gato se había movido al mismo tiempo que yo y en ese momento saltó al suelo, bostezó y se desperezó. En el sitio donde había estado tendido, entre los pliegues de mi bata, había una brizna de hierba seca, aplastada por su peso. Y entre la cama y la ventana, amarilla contra el verde de la alfombra, yacía una hoja seca.
En una ocasión leí unas palabras de Coleridge que se grabaron para siempre en mi memoria. Aunque entonces no habría podido citarlas literalmente, mientras estaba sentada en el borde de la cama, con el brazo paralizado al intentar coger la bata, su esencia me inundó y ahogó los débiles forcejeos del sentido común: Sí alguien pasara por el Paraíso en un sueño y le ofrecieran una flor como prenda de que su alma estuvo realmente allí, y si al despertar se encontrara la flor en la mano. Ay, ¿qué ocurriría entonces?
Eso… ¿qué ocurriría?
Tampoco tenía respuesta una mujer que había pasado por un sombrío anexo del Otro Mundo y que al despertar, como prueba, halló plantas secas.
Arriba sonó un farfulleo, unos rasguños y unas garras que escarbaban. Hodge alzó bruscamente sus ojos amarillos entrecerrados y concentrados.
—Me olvidé de subir agua —dije y para hablar tuve que carraspear.
Alcancé la bata, devolví a Coleridge a sus nubes de opio y decidí darme un baño.
Una vez bañada y vestida, el sueño se difuminó, como suele ocurrir, y se desdibujaron aún más las ideas que había desencadenado. Antes de preparar el desayuno le abrí a Hodge la puerta trasera (que seguía cerrada a cal y canto), llené de agua la jarra esmaltada y la subí al desván.
Abrí la puerta con delicadeza y entré. En el desván había dos palomas. Una, mi amiga de ayer, picoteaba el suelo, y en el alféizar, observándome con un ojo del color de un ópalo mexicano, estaba la nueva, una paloma gris azulada y con las alas a rayas blancas. Emitió un suave gorgorito y pasó el peso del cuerpo de una pata a la otra, como si estuviera inquieta. Repartí un puñado de semillas y me agaché para llenar de agua el abrevadero. La paloma gris azulada bajó en picado y se acercó a beber.
Entonces vi la anilla que llevaba en la pata.
Sujeté al ave con sumo cuidado y dulzura. No intentó escapar. Logré separar la minúscula anilla. Deposité a la paloma en el suelo y la dejé comer.
Me acerqué a la buhardilla y desplegué el delgado papel. Contenía un mensaje escrito con letras mayúsculas muy pequeñas.
BIENVENIDA, QUERIDA, DE PARTE DE TU PRIMA GEILLIS.
Cuando después de comer partí a Arnside, tomé la buena precaución de cerrar las dos puertas con llave.
Arnside era una pequeña y agradable población con plaza de mercado empedrada, pocas tiendas pero buenas y una iglesia demasiado grande para las almas con que entonces contaba. Como la variedad de tiendas no era amplia, pronto hice una selección y me apunté para comprar comestibles y carne. Adquirí lo que pude, fui al banco y me presenté al director, un hombre simpático apellidado Thorpe, que habló con afecto de mi prima Geillis y se mostró más que dispuesto a ayudarme en lo que pudiese. Le entregué las cartas de Martin & Martin y firmé los papeles para abrir una nueva cuenta. El director me dijo que tenía un saldo muy estimulante. Cuando le pregunté qué tenía que hacer para que me instalaran el teléfono, el señor Thorpe llamó inmediatamente a la compañía. Me dijo que aún no era fácil instalar una nueva línea pero que, dado que Thornyhold estaba muy aislado, creía que podría presionar en mi nombre y seguramente dispondría de teléfono antes de la llegada del invierno. También me dijo que conocía el taller de Hannaker en St. Thorn y que estaría a buen recaudo en manos del taxista cuando decidiera comprar un coche.