La mansión embrujada (22 page)

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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

BOOK: La mansión embrujada
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Cuando el coche se abrió paso entre las mitades iguales de la casa del guarda, vi que las cortinas de la derecha —donde vivía Agnes— se agitaban ligeramente y volvían a quedar inmóviles. Del otro lado divisé la sombra que se mecía de aquí para allá, de aquí para allá, en la soledad de la casa diminuta.

Una vez en la carretera nos inundó la luz del sol. Finalmente el señor Dryden habló:

—Estaban en casa.

—Lo sé, lo he visto.

—Ya puede soltar al perro. ¿Cree que se instalará en el asiento trasero?

Cuando intenté pasar a Rags por encima de la caja de cambios, se negó, así que lo mantuve en mi regazo y me senté lo más cómodamente que pude.

El señor Dryden nos echó un vistazo.

—¿Puede viajar así?

—Estoy bien. El pobrecillo no pesa mucho. Enseguida se echará. Señor Dryden, le confieso que hace literalmente años que no salgo sólo por diversión. ¡Es maravilloso!

—Me alegro. ¿No podría llamarme Chrístopher, o aunque sea Christopher John? De pequeño siempre me llamaron así para diferenciarme de mi padre. Elija el que más le guste. ¿Lo hará?

—Bue… sí, gracias. Y usted también conoce mi nombre.

El coche avanzó deprisa y los setos pasaron a toda velocidad.

—William la llama Gilly. Me ha dicho que usted se lo pidió, ¿Le gusta ese nombre o prefiere Geillis?

Sonreí y repetí sus palabras:

—Elija el que más le guste.

—Geillis. —Lo pronunció lentamente, como para sí, y un estremecimiento me recorrió de la cabeza a los pies. Abracé a Rags y apoyé mi cabeza en la suya. Christopher John inquirió—: ¿Sabe que es un auténtico nombre de bruja?

Levanté bruscamente la cabeza.

—¡Santo cielo, no puede ser! ¿Lo es? Siempre pregunté a mi madre de dónde procedía ese nombre, pero no me lo dijo. Me refiero al nombre de la prima Geillis. Me bautizaron con su nombre.

—¿Era su madrina?

—Prefería considerarse mi patrocinadora. No tenía… mejor dicho, dejó claro que no tenía relaciones con Dios.

(El segundo mensaje: Bienvenida a Thornyhold y que Dios bendiga tus sueños. ¿Quién lo había enviado? ¿Quién?)

Chistopher John hablaba de Edimburgo y de los juicios por brujería que se celebraron en esa ciudad:

—Había una tal Geillis Duncane. Se la menciona en la Demonología. Dicho sea de paso, también hay una Agnes Sampson. Creo que también he visto ese nombre de cordera en otras crónicas de brujería… lo mismo que el de nuestra Agnes, que trabaja en ese campo con lo mejor de lo mejor.

—Y apuesto a que es la bruja más bonita de la asamblea —dije al pasar, más que nada por comentar algo.

—¿Bonita? ¿Es bonita? Puede que sí.

No sé si se debió a su tono indiferente o al modo distraído en que habló al maniobrar con sumo cuidado para adelantar a un par de ciclistas por el estrecho camino, pero en ese instante la venda cayó de mis ojos con un golpe seco que realmente oí, aunque de hecho sólo fue el sobresalto de mi corazón.

Lo vi todo… no, no fue todo, sino muchas cosas que tendría que haber visto mucho antes.

Agnes Trapp no había puesto droga en las moras. Lisa y llanamente, las había recogido porque no quería que yo regresara a la cantera y, si acaso, a Boscobel. Y me había mentido deliberadamente —o me había confundido— con respecto a la esposa de Christopher John.

¿Por qué? Me había sentido tan perpleja y deslumbrada que no tuve en cuenta el hecho de que otras mujeres podían ser tan sensibles como yo a mi homme fatal. La simple verdad me golpeó el cerebro como una flecha que da en el blanco. Agnes también estaba enamorada de él.

William esperaba sentado en la verja.

Cuando nos acercamos la abrió y entramos en el patio. Abrí la portezuela y Rags se apeó de un salto. Durante unos segundos el perro miró dudoso a su alrededor, supongo que dispuesto a asustarse ante otro sitio desconocido, poblado de vistas y olores nuevos. William gritó:

—¡Rags! ¡Rags!

El chico y el perro se encontraron.

Christopher John y yo los dejamos y entramos en la casa.

Capítulo 21

Visitamos Stonehenge. En aquellos días estaba sin cercar, abandonado, pequeño en medio del gran llano, pero al dejar la carretera y acercarse andando por la hierba, las piedras alcanzaban su impresionante altura y el círculo te rodeaba con su magia secular.

Sin lugar a dudas, no se trataba del círculo de piedra de mis sueños. Las campánulas se mezclaban con la hierba y en las elevadas piedras los líquenes aparecían hermosos bajo la luz del sol, verdes, ámbar y de un gris peludo como las chinchillas. La brisa que mecía los altos pastos otoñales evocaba las ondas de un río parsimonioso. Aunque el año estaba muy entrado, en el llano sonaba ocasionalmente el reclamo de las aves. El cielo se arqueaba sobre nuestras cabezas y las enormes bocanadas de nubes se partían, volvían a formarse y fluían como la espuma en la mar serena.

No había nadie más. Caminamos lentamente entre los espectaculares menhires mientras Christopher John me hablaba del lugar. Explicó que nada se sabía de su origen ni de los grandes hombres prehistóricos que lo construyeron, si bien algunas pruebas demostraban la procedencia de las piedras, lo cual resultaba casi increíble teniendo en cuenta sus dimensiones y las distancias que debieron recorrer. Desde luego, habían surgido leyendas acerca del presunto milagro de esa construcción. Merlín la erigió en una noche y el rey Uther Pendragon estaba enterrado exactamente en el centro. Los druidas habían sacrificado allí a sus pobres víctimas. Los constructores habían orientado Stonehenge hacia el alba del solsticio de verano y la gente aún acudía a orar con la esperanza de que ocurriera un milagro. Era un calendario, un gigantesco cronómetro de los años. Era una piedra de mil quinientos kilómetros en la senda de un dragón obsesionado por el cielo…

Ni la verdad ni la leyenda eran necesarias para agudizar la magia de Stonehenge. Para mí estuvo presente en el aire límpido, en la brisa que agitaba los pastos y en el canto de felicidad.

Tomamos el té en Avebury, en una posada situada en el centro mismo de otro círculo tan inmenso que la totalidad no se divisaba desde ninguna de las piedras. Algunos fragmentos se perdían en los campos de los alrededores y una aldea, con sus calles y sus caminos apartados, cortaba diversos sectores del círculo. En lugar de rodearlo a pie, volvimos a casa en coche por verdosos caminos laterales y en una o dos ocasiones Christopher John paró el coche para permitir que recogiera flores y frutos silvestres que, como le expliqué, quería «dibujar».

—Solía dibujar a menudo, pero lo dejé estar y me gustaría volver a poner manos a la obra ahora que la casa está ordenada.

No hicimos más que charlar. El ataque de timidez desapareció como si nunca hubiera existido y recobré la naturalidad. Ya no recuerdo de qué hablamos pero al final, mientras volvíamos a casa, empecé a conocerlo. Hicimos un alto junto al puente del río Arn, mientras las ruinas de la vieja abadía asimilaban los rayos rojizos del sol más allá de la arboleda, y Christopher John se sentó en el pretil y habló mientras yo recogía brionia en el seto vivo, las relucientes bayas de la madreselva y un puñado de exquisitas campánulas tardías que parecen muy frágiles y son tan resistentes como el alambre.

Durante la guerra Christopher John había estado en el desierto líbico; apenas habló del tema, aunque comentó que había conocido a Sidney Keyes, el joven poeta muerto en 1943, a los veinte años, y que, de haber vivido, en opinión de Christopher John se habría convertido en uno de los mejores bardos de nuestra época.

—Y lo es aún muerto —dijo—. ¿Conoce su obra?

—Creo que no. Últimamente no he leído mucha poesía. Siempre me gustó Walter de la Mare.

—«El más dulce cantor y uno de los pensadores más profundos de nuestra época». —Parecía una cita y, evidentemente, lo era—. Era el poeta predilecto de mi esposa, que era editora de poesía de la editorial Aladdin. Durante la guerra, William y ella se quedaron en casa de su hermana en Essex, pero tuvo que trasladarse a Londres para asistir a una reunión y esa noche hubo un ataque aéreo. Murió mientras yo estaba sano y salvo en las proximidades de Tobruk. William apenas la recuerda.

Se explayó sobre Cecily, la madre de William, muerta hacía seis años. Habló de ella con amor y sin dolor. En seis años, sea cual sea la pérdida, la dicha retorna lentamente.

—O aparece de pronto, como la alborada en Stonehenge —añadió y miró a través de la arboleda de un gris espectral—. Mire, junto a la entrada de la abadía hay un manchón de aros silvestres. Es lo mejor que podría encontrar para el color.

Regresamos a Thornyhold al anochecer. Christopher John me acompañó hasta la puerta, la abrió, rechazó mi invitación para que pasara y tropezó con Hodge mientras bajaba por el sendero. Oí que la portezuela del coche se abría y se cerraba.

Alcé a Hodge, lo besé y le dije:

—¡Ay, Hodge!

Eché a correr escaleras arriba. Sonó el motor del coche, ronroneó unos instantes en punto muerto y se apagó. Hodge me pateó disgustado y saltó de mis brazos mientras Christopher John corría sendero arriba con las flores que yo había cortado y un paquetito envuelto en papel marrón.

—Se dejó las flores. Sospecho que están un poco pachuchas, pero tal vez sobrevivan.

—¡Por Dios! Las llevaba en el regazo y me olvidé de ellas. Seguramente se me cayeron y las pisé. ¡Cuánto lo siento!

—No se aflija. En realidad, podemos decir que es bueno lo malo. Así recordé algo que debí traer hace semanas. La señorita Saxon me pidió que lo guardara para usted. Aquí lo tiene, con mis más sinceras disculpas. Y le reitero una vez más mi gratitud por este día maravilloso.

Antes de que pudiera responder, Christopher John me saludó, se dio la vuelta y se alejó. Esta vez el coche arrancó estrepitosamente y desapareció.

Hodge maulló con apremio desde la puerta forrada de bayeta, de modo que la aparté y llevé las flores y el paquete a la cocina. En primer lugar puse las flores en un florero. Luego di la cena a Hodge, ya que, de lo contrario, no me habría dejado en paz. Finalmente abrí el paquete.

Fuese o no por brujería, ya sabía lo que contenía. Y no me equivocaba. Sobre la mesa, junto a la botella de jerez y el florero lleno de flores silvestres estaba Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow.

Por descontado que me llevé el libro a la cama y por descontado que pasé despierta la mitad de la noche leyéndolo. Mejor dicho, leyendo lo que pude. Agnes estaba en lo cierto: la letra enrevesada y garabatosa, si bien una letra moderna —la de mi prima— había traducido las palabras más indescifrables y anotado a lápiz comentarios o correcciones de las antiguas recetas.

Porque de eso se trataba. Si hubiese esperado una obra de hechizos mágicos, me habría llevado un buen chasco. El libro era exactamente lo que sugería el título: una obra de recetas y de remedios caseros. Era evidente que la prima Geillis había probado y utilizado algunos. En diversos puntos había añadido notas: Da resultado, pero hay que usarlo con moderación, reduciendo la dosis a la mitad para un niño. O: Demasiado fuerte. ¿Por qué no probar con (indescifrable)? Y la siguiente nota: Sí. También estaba la pomada de consuelda: Para el ungüento, mezclar la raíz o las hojas con parafina caliente, colar y dejar enfriar. Cuando lo leí se me pusieron los pelos de punta por haberlo sabido de antemano y sonreí al leer la nota de la prima Geillis: Preparado de consuelda. Dentro o fuera es soberano. En otra receta había escrito: Aquí no se cultiva. Es italiana. Consultar a C. J.

El libro no estaba organizado. Las recetas parecían apuntadas a medida que se conocían o se probaban, de modo que sopas, pasteles, postres y otras exquisiteces culinarias se mezclaban con encurtidos, aguardientes, medicinas y preparados para la limpieza de la casa. Las medicinas, así como las conservas y los aguardientes, incluían plantas, hierbas, hongos, musgos, la corteza y la savia de los árboles… todos los productos imaginables, no sólo de la huerta y el jardín, sino de los setos, los ríos y los bosques.

A medida que avanzaba en la lectura, en mi cerebro cuajó una idea que gradualmente me dominó. En principio, había supuesto con mucha aprensión que debía seguir los pasos de lady Sibyl y de la prima Geillis y convertirme, no sólo en broma sino en realidad, en la tercera «bruja» de Thornyhold. Sin embargo, por lo que había visto en la biblioteca de mi prima y por el contenido de su cuarto del sosiego —había ordenado su vida profesional a fin de hacer sitio a algo nuevo— me había convencido de lo contrario. Todo había cambiado. Aunque ni siquiera lo reconocí para mis adentros, supe que la vida de estudio a la que se había dedicado mi prima soltera exigía más tiempo y dedicación del que probablemente tendría yo con el matrimonio y niños pequeños.

De esta forma nuestras mentes se anticipan a los acontecimientos e incluso a las probabilidades. Pero mi mente había dado ese salto y finalmente supe qué tenía que hacer.

El talento con el que naces.

Utilizaría mi único talento para dibujar todas las plantas y los hongos, así como sus descripciones y comentarios de sus hábitats. Tal vez algún día haría un libro ilustrado con las recetas y los remedios soberanos de Thornyhold. Christopher John me asesoraría. Sirviera o no como libro publicable, lo haría por mí y tal vez al hacerlo aprendería a usar a mi manera los poderes positivos del jardín y el bosque. Mañana pondría en limpio el libro de lady Sibyl y hasta era posible que probara algunas recetas.

Entonces recordé que le había prometido a Agnes que le permitiría ver el libro. Lo primero es lo primero. Fuera cuando fuese, mañana me armaría de mi nuevo valor, llevaría el libro a la casa del guarda y obtendría las respuestas de las preguntas que quería plantear. Pero no haría la menor mención, ni una alusión a las moras, la cantera y Boscobel.

Moras. Una idea me asaltó y cogí el libro. Lo hojeé curiosa. No contenía la receta de la jalea de moras.

El buho ululó al otro lado de la ventana abierta. Sobre mi cabeza un animal pequeño y con garras se movió entre los restos de los granos de las palomas. A mi lado, repantigado en el edredón, Hodge ronroneó súbitamente y se apagó como el motor del coche de Christopher John. Entró una enorme mariposa nocturna que aleteó enloquecida alrededor de la lámpara. Apagué la luz a fin de que la mariposa tuviese la posibilidad de retornar al frescor de la noche.

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