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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (61 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—¿Qué tal tu madre, está mañana? —inquirió Hugh.

—Bien —contestó Bane, mirándolo con una tierna sonrisa. Llevó los dedos a la pluma que le colgaba del cuello y la sostuvo en alto para que Hugh la viera—. Está durmiendo.

—Eso mismo me dirías, y con idéntica expresión, si Iridal estuviera muerta —murmuró Hugh—. Pero, si le sucede algo, lo sabré. ¡Lo sabré, pequeño bastardo!

A Bane se le heló la sonrisa en los labios. Apartándose los rizos de la frente, musitó en tono socarrón:

—No deberías llamarme eso. Estás insultando a mi madre.

—De eso, nada —replicó Hugh—. Tú no eres hijo suyo. Eres una creación de tu padre.

Dando la espalda a Bane, Hugh tomó la puerta. A una orden del conde, tres guardias elfos armados hasta los dientes rodearon al humano y lo escoltaron pasillo adelante. Bane
y
Tretar avanzaron detrás, conversando entre ellos.

—Debes encargarte, Alteza, de que sea acusado públicamente de los asesinatos y de que se lo ejecute antes de poder hablar —susurró Tretar al chiquillo—. Los humanos no deben sospechar que los elfos hemos tenido nada que ver con esto.

—No te preocupes por eso, conde —respondió Bane, en cuyas pálidas mejillas habían aparecido dos ardientes círculos de rubor—. Cuando el asesino deje de serme útil, lo haré ejecutar. Y esta vez me ocuparé de que siga muerto. No creo que pueda volver a la vida si hago pedazos su cuerpo, ¿no te parece?

Tretar no tenía idea de a qué se refería Bane, pero supuso que no tenía importancia. Mientras contemplaba al príncipe, que lo miraba con ojos transparentes y una ligera curva en sus labios teñidos de rosa, Tretar casi sintió lástima por los desgraciados que, en breve, serían los súbditos de Bane.

La nave dragón privada del propio conde Tretar transportaría a Hugh y a Bane hasta las montañas donde aguardaba, bien atado, el dragón que
la Mano
había exigido.

En el puerto imperial estaban preparando apresuradamente otra nave dragón —una de las grandes, que efectuaban el trayecto hasta Drevlin a través del Torbellino— para zarpar lo antes posible.

Los esclavos humanos eran conducidos a las bodegas, trastabillando con sus cadenas. Los tripulantes elfos recorrían la nave comprobando cabos y alzando y bajando las velas. El capitán subió a bordo mientras terminaba de acomodarse los faldones de la casaca del uniforme, que se había enfundado a la carrera. Un hechicero de la nave siguió los pasos del capitán mientras se restregaba los ojos para sacudirse de encima el sueño.

La pequeña nave dragón de Tretar extendió las alas y se dispuso a remontar el vuelo. Hugh observó la bulliciosa actividad a bordo de la embarcación mayor hasta aburrirse; ya se disponía a volver la vista a otro lado cuando captó su atención una figura familiar.

Dos
figuras familiares, se corrigió Hugh, perplejo. La más alta era la de Sang-Drax, sin duda. La segunda, que avanzaba junto al elfo, pertenecía ni más ni menos que a una enana.

—Jarre —murmuró Hugh, dando con el nombre después de hacer memoria—. La novia de Limbeck. ¿Qué demonios estará haciendo, mezclada en todo esto?

Su curiosidad por Jarre pasó fugazmente, pues Hugh no estaba muy interesado en la enana. En cambio, miró fijamente a Sang-Drax deseando tener alguna vez la oportunidad de arreglar cuentas con aquel elfo traicionero. Pero tal cosa no iba a ser posible.

La nave del conde se elevó y surcó los aires en dirección a los picos de las montañas. Tretar no quiso correr riesgos con Hugh. Durante todo el viaje, un soldado elfo permaneció con su espada en el gaznate de
la Mano
por si éste tenía algún plan desesperado para hacerse con el control de la nave.

Pero los elfos no tenían de qué preocuparse. Cualquier intento de fuga habría resultado inútil y habría puesto en peligro la vida de Iridal. Y todo para nada, comprendió en aquel instante; debería haberse dado cuenta de ello la noche anterior, cuando se había puesto a tramar estúpidos planes desesperados.

Sólo había una única manera de advertir a Stephen del peligro, de entregar a Bane al rey y de mantener al chiquillo con vida para que los elfos no causaran daño a Iridal. Esto último era poco probable, pero Hugh tenía que correr el riesgo. Iridal hubiera querido que lo corriese.

Y algo aún más importante: aquello abriría los ojos de la misteriarca a la verdad.

Hugh había trazado su plan. Lo tenía decidido y confiaba en que daría resultado. Se relajó, pues, sintiéndose en paz consigo mismo por primera vez en mucho tiempo.

Esperó tranquilamente la llegada del crepúsculo.

Para él, iba a ser una noche interminable.

CAPÍTULO 37

LAS MAZMORRAS DE LA INVISIBLE,

REINO MEDIO

Haplo cerró el círculo de su ser, reunió todas las fuerzas que le quedaban y se curó a sí mismo. Sin embargo, aquella vez sería la última. Ya no podía seguir resistiendo, ya no tenía ánimos para ello. Estaba machacado y exhausto. Era inútil luchar; hiciera lo que hiciese, las criaturas aladas terminarían venciéndolo.

Permaneció tendido en el suelo, envuelto en la oscuridad, esperando un nuevo ataque.

Pero éste no llegó.

Y, a continuación, la oscuridad dio paso a la luz.

Haplo abrió los ojos y recordó que no los tenía. Se llevó las manos a las órbitas ensangrentadas, se vio las manos y comprendió que aún tenía los ojos y que conservaba la vista. Se incorporó hasta quedar sentado y se inspeccionó. Estaba entero e ileso; sólo notaba unas punzadas de dolor en la base del cráneo y una sensación de mareo provocada por sus movimientos, demasiado rápidos.

—¿Te encuentras bien? —le llegó una voz.

Haplo se puso en tensión y pestañeó rápidamente para aclararse la vista.

—No temas. No hemos sido nosotros quienes te han estado torturando. Tus captores se han marchado.

Haplo sólo tuvo que echar una breve ojeada a su antebrazo para saber que la voz decía la verdad. Los signos mágicos estaban apagados. No corría ningún peligro inminente.

El patryn dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

Iridal penetró en un mundo terrible, un mundo distorsionado donde cada objeto estaba un poco más allá del alcance de su mano, un mundo donde la gente hablaba un idioma cuyas palabras entendía, pero a las que no encontraba sentido. La mujer vio transcurrir aquel mundo a su alrededor sin poder influir en él, ni controlarlo. Era una sensación aterradora, como la de existir en una fantasía, soñando despierta.

Y, acto seguido, todo fue oscuridad. Oscuridad y el conocimiento de que estaba encarcelada y de que le habían arrebatado a su hijo. Intentó emplear la magia para liberarse pero la oscuridad ocultaba las palabras del hechizo. Iridal no alcanzaba a verlas y no conseguía recordarlas.

Y, entonces, la oscuridad se transformó en luz. Unas manos fuertes tomaron las suyas y la guiaron hacia la estabilidad, hacia la realidad. Captó nuevas voces y comprendió lo que decían. Alargó la mano, titubeante, hasta tocar a la persona que se inclinaba sobre ella; sus dedos se cerraron en torno a unos huesos finos, frágiles al tacto. Iridal soltó una exclamación de alivio y estuvo a punto de echarse a llorar.

—Vamos, vamos, señora, ya ha pasado todo —dijo el kenkari—. Descansa y tranquilízate. Deja que el antídoto surta efecto.

Iridal hizo lo que le decía la voz, demasiado débil y desorientada todavía para hacer otra cosa, aunque su primero y más importante pensamiento fue el rescate de Bane. Estaba segura de que aquella parte había sido real. Los elfos le habían robado a su hijo pero, con la ayuda de los kenkari, lo recuperaría.

Mientras se esforzaba por disipar las brumas ardientes de su mente, escuchó otras voces en las cercanías. Una de ellas le resultó familiar. Estremecedoramente familiar. Iridal se incorporó para escuchar mejor y apartó con irritación la mano del kenkari cuando éste intentó detenerla.

—¿Quiénes sois? —preguntó la voz.

—Soy un kenkari, el Guardián de las Almas. Y éste es mi ayudante, el Guardián de la Puerta. Aunque me temo que estos títulos no tienen ningún significado para ti.

—¿Qué ha sucedido con las ser... quiero decir, con los..., los elfos que me hicieron prisionero?

—Las criaturas se han ido —respondió el kenkari—. ¿Qué te han hecho? Pensábamos que habías muerto. ¿Cómo es que aún estás vivito y coleando?

Iridal contuvo una exclamación. ¡Quien hablaba era Haplo, el patryn! El hombre que le había arrebatado a su hijo.

—¡Ayúdame a salir! —pidió la mujer al kenkari—. Tengo que... Él no debe encontrarme...

Probó a ponerse en pie, pero le fallaron las piernas y volvió a caer al suelo. El kenkari la observó, perplejo y nervioso.

—No lo intentes, señora. Aún no te has recuperado lo suficiente...

—Lo que me hicieron a mí no importa —masculló Haplo mientras tanto, con voz áspera—. ¿Qué les habéis hecho vosotros? ¿Cómo habéis luchado contra esas horribles criaturas?

—Les hemos plantado cara —replicó el Alma con semblante muy serio—. Nos hemos enfrentado a ellas sin temor. Nuestras armas son el valor, el honor, la determinación de defender lo justo. Tal vez hemos tardado en descubrirlas —añadió con un suspiro—, pero no nos han fallado cuando las hemos necesitado.

Iridal apartó a un lado al kenkari. Ya se sentía capaz de sostenerse sola; estaba débil, pero no se caería. Los efectos de la droga que le habían administrado los elfos estaban desapareciendo rápidamente, borrados de su sangre por el temor a que Haplo la encontrara... y encontrara a Bane. Avanzó hasta la puerta de la celda y se asomó al exterior. Casi al momento, retrocedió y se refugió en las sombras.

A menos de cuatro pasos de ella, apoyado en una pared, se encontraba Haplo. Estaba pálido y demacrado, como si hubiera padecido algún tormento espantoso, pero Iridal recordaba su poder mágico y sabía que era mucho más fuerte que el suyo. No podía permitir que la encontrara.

—Gracias por..., por lo que sea —les decía Haplo a los elfos en aquel mismo instante, de mala gana—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Ya es por la mañana —respondió el Puerta.

El patryn masculló un juramento.

—¿No habréis visto, por casualidad, a un elfo con una enana? Un militar elfo, un capitán, acompañado de una enana de Drevlin.

—Sabemos a quién te refieres, pero no hemos visto a ninguno de ambos. El weesham del conde Tretar nos ha informado que los dos han zarpado en una nave dragón con rumbo al Reino Inferior. Se han marchado al alba.

Haplo soltó otra maldición. Murmurando una disculpa, se abrió paso entre los mensch, dispuesto a emprender la persecución de la enana y del capitán elfo. No había dicho una sola palabra sobre Bane; Iridal contuvo el aliento, y le flojearon las piernas de alivio.

En silencio, instó al patryn a marcharse de una vez. «Dejad que se vaya», fue su mudo ruego a los elfos. Pero, para su consternación, uno de éstos posó una mano larga y delgada en el hombro de Haplo. Los demás kenkari cerraron el paso a Haplo.

—¿Cómo piensas ir tras ellos? —dijo el Alma.

—Eso es asunto mío —replicó el patryn, impaciente—. Mirad, quizás a vosotros no os importe, pero van a matar a esa enana a menos que...

—Nos censuras —dijo el Alma, al tiempo que cerraba los ojos y bajaba la cabeza—. Aceptamos tus críticas. Somos conscientes del mal que hemos cometido y sólo pretendemos enmendar nuestros errores, si es posible. Pero tranquilízate. Tienes tiempo para recuperarte de tus heridas, pues creo que posees facultades mágicas para curarte. De momento, descansa. Tenemos que liberar a la misteriarca.

—¿Misteriarca? —Haplo se disponía a abrirse paso por la fuerza, pero se detuvo—. ¿Qué misteriarca?

Iridal inició una invocación mágica para desmoronar la roca en torno a ellos. No quería hacer daño a los kenkari, después de lo mucho que habían hecho por ella, pero se disponían a revelarle su presencia a Haplo y no podía permitirlo...

Una mano se cerró en torno a su muñeca.

—No, hechicera —dijo la Libro con voz suave y cansada—. No podemos permitirlo. Espera.

—La dama Iridal —respondió el Alma a la pregunta de Haplo, y volvió la vista hacia ella.

—¿La..., la madre de Bane? ¿Está aquí? —Haplo siguió la mirada del kenkari.

—Libro —añadió el Guardián de las Almas—, ¿está la dama Iridal en condiciones de viajar?

Iridal dirigió una mirada furibunda a la Libro y desasió la mano que le sujetaba la elfa.

—¿Qué es esto, una trampa? Vosotros, kenkari, dijisteis que me ayudaríais a rescatar a mi hijo, ¡Y ahora os encuentro con este hombre, este patryn! ¡Precisamente quien se llevó a Bane! No voy a...

—Sí, claro que lo harás. —Haplo se acercó hasta quedar frente a ella—. Tienes razón, es una trampa, ¡pero tú misma te has metido en ella! Y ha sido ese hijo tuyo quien la ha preparado.

—¡No te creo! —replicó Iridal, cerrando la mano sobre el amuleto de la pluma.

Los kenkari se mantuvieron aparte, intercambiando miradas elocuentes pero sin abrir la boca ni intervenir de ningún modo.

—¡El amuleto! ¡Claro! —exclamó Haplo tétricamente—. Como el que llevaba cuando se comunicaba con Sinistrad. Ahora entiendo cómo se ha enterado Bane de que venías. Tú se lo dijiste. Y le dijiste que venías con Hugh
la Mano
. Bane tendió la trampa y proyectó la captura. Ahora, él y ese asesino van camino de Siete Campos para dar muerte al rey Stephen y a su reina. Hugh participa en el complot por la fuerza, pues cree que, si se niega a hacerlo, te matarán.

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