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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (55 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—¿No debería ir con ella su weesham? —intervino la Libro, inquieta.

—Sería lo propio —reconoció el Alma—, pero se sabe que los miembros de las familias reales se escabullen en ocasiones de sus weesham, sobre todo cuando tienen por delante una noche de placer prohibido.

«Mientras los centinelas hablen con la dama, tú, Hugh, permanecerás oculto en las sombras. Cuando la reja se levante, será tu momento para deslizarte al interior. Pasar esa puerta será la parte fácil, me temo. Como podéis apreciar, el palacio es enorme. Contiene cientos de estancias en numerosos niveles distintos. El muchacho podría estar retenido en cualquier sitio. Pero una de las weesham, que estuvo en palacio recientemente, me comentó que un chiquillo humano ocupaba una estancia junto al Jardín Imperial. Eso podría ser cualquiera de las habitaciones de esa zona...

—Yo sé dónde está —anunció Iridal en voz baja.

Los guardianes callaron. Hugh enderezó la cabeza del plano y miró a la misteriarca, ceñudo.

—¿Cómo...? —inquinó, en un tono que daba a entender que ya conocía cuál iba a ser su respuesta... y que no le iba a gustar.

—Me lo ha dicho mi hijo —explicó ella, alzando la cabeza para mirar a Hugh a los ojos. Introdujo la mano bajo el corpiño de su vestido elfo, sacó una pluma atada a un cordón de cuero y la mostró en la mano—. Él me mandó esto. Así hemos estado en contacto.

—¡Maldición! —Gruñó Hugh—. Entonces, supongo que sabe de nuestra llegada, ¿no?

—Por supuesto. Si no, ¿cómo iba a estar preparado? —Replicó Iridal, a la defensiva—. Ya sé lo que piensas, que no debemos arriesgarnos a confiar en él...

—¡No sé de dónde puedes haber sacado esa impresión! —apostilló Hugh en tono irónico.

Iridal enrojeció de cólera.

—Pero te equivocas —continuó—. Bane está asustado y quiere marcharse. Fue ese Haplo quien lo entregó a los elfos. Todo ha sido idea de Haplo. Él y ese señor suyo..., un personaje terrible llamado Xar, quieren que la guerra continúe. No desean la paz.

—Xar, Haplo... Nombres extraños. ¿Quiénes son?

—Son dos patryn, Guardián —repuso Iridal, volviéndose hacia el kenkari.

—¡Patryn! —El kenkari miró a Iridal y se volvió a sus compañeros—. ¿Los enemigos ancestrales de los sartán?

—Sí —dijo Iridal, algo más calmada.

—¿Cómo es posible? Según los registros que dejaron, los sartán destruyeron a sus enemigos antes de traernos a Ariano.

—Ignoro cómo es posible; lo único que sé es que los patryn no fueron destruidos. Alfred me habló de ello, pero me temo que no comprendí casi nada de lo que dijo. Los patryn han estado encarcelados, o algo así, pero ahora han vuelto y quieren conquistar el mundo, quedárselo para ellos. —Se volvió a Hugh y continuó—: Debemos rescatar a Bane, pero sin que Haplo se entere. No debería ser muy difícil. Mi hijo dice que Haplo está retenido por la Invisible en una especie de mazmorra. Las he buscado, pero no he conseguido localizarlas en el plano...

—Por supuesto que no las encontrarás —intervino el Guardián—. Ni siquiera el hábil autor de este bosquejo conocía la situación de las mazmorras de la Invisible. ¿Significará esto algún problema?

—Espero que no... por nuestro bien —contestó Hugh fríamente. Se inclinó de nuevo sobre el plano—. Ahora, supongamos que hemos llegado hasta el niño sin problemas. ¿Cuál es la mejor vía de escape?

—Los patryn... —murmuró el Alma con asombro y temor—. ¿Qué más vendrá ahora? ¿El fin del mundo...?

—Guardián —Hugh lo sacó de sus reflexiones con voz paciente.

—Perdóname. ¿Qué has preguntado? ¿La salida? Sería por aquí. Una puerta privada, utilizada por quienes salen al alba y quieren marcharse discretamente, sin molestar. Si el pequeño fuera envuelto en una capa y llevase un sombrero de mujer, podría pasar por la doncella de la dama, en el caso de cruzarse con alguien.

—No me gusta, pero es lo mejor que podemos hacer, dadas las circunstancias —murmuró Hugh, malhumorado—. ¿Habéis oído hablar de un elfo llamado Sang-Drax?

Los kenkari se miraron y movieron la cabeza.

—No lo conocemos, pero eso no tiene nada de extraño —dijo el Alma—. Mucha gente viene y va. ¿Por qué lo preguntas?

—Alguien me dijo que, si tenía problemas, podía confiar en él.

—Roguemos que no sea preciso hacerlo —dijo el Alma en tono solemne.

—Que así sea —asintió Hugh.

Los kenkari y él continuaron haciendo planes, discutiendo, repasando las dificultades y los peligros, tratando de analizarlos, de encontrarles solución y de buscar modos de sortearlos. Iridal dejó de prestar atención. Ya sabía qué iba a hacer y cuál sería su papel. No tenía miedo. Estaba impaciente y sólo deseaba que el tiempo transcurriera más deprisa. Hasta entonces no se había permitido demasiadas ilusiones respecto a recuperar a Bane, por miedo a que algo saliera mal. Por miedo a verse decepcionada de nuevo, como había sucedido en el pasado.

Pero ahora estaba muy cerca y no le cabía en la imaginación que algo saliera mal. Se permitió creer que el sueño se hacía realidad por fin. Suspiró por su hijo, por el chiquillo que no había visto en un año, por el pequeño que había perdido y ahora reencontraba.

Con la pluma apretada entre los dedos, cerró los ojos y evocó en su mente la imagen de Bane con un susurro:

—Hijo mío, voy a tu encuentro. Esta noche estaremos juntos tú y yo. Y nadie te volverá a apartar de mí. No volveremos a separarnos nunca.

CAPÍTULO 33

EL IMPERANON,

ARISTAGÓN,

REINO MEDIO

—Mi madre vendrá a buscarme esta noche —dijo Bane, jugueteando con la pluma que sostenía en la mano—. Todo está dispuesto. Acabo de hablar con ella.

—Excelente noticia, Alteza —respondió Sang-Drax con una inclinación de cabeza—. ¿Puedes darnos más detalles?

—Vendrá por la puerta delantera, disfrazada de elfa. Un hechizo de espejismo. No es un truco complicado. Yo mismo podría hacerlo si quisiera.

—Estoy seguro de que podrías, Alteza —asintió Sang-Drax—. ¿Y el asesino? ¿La acompañará?

—Sí. Hugh
la Mano
. Pensaba que estaba muerto —añadió el pequeño. Frunció el entrecejo y se estremeció—. Desde luego, su aspecto era de estar muerto. Pero mi madre ha dicho que no, que sólo estaba muy malherido.

—Las apariencias engañan a veces, Alteza; sobre todo, cuando están implicados los sartán.

Bane no comprendió el comentario, ni le prestó interés. Tenía la cabeza suficientemente ocupada con sus propias preocupaciones, planes y conspiraciones.

—¿Avisarás al conde Tretar? ¿Le dirás que esté preparado?

—Ahora mismo voy a encargarme de ello, Alteza.

—¿Se lo comunicarás a los que deben saberlo? —insistió Bane.

—A todos, Alteza —repuso Sang-Drax con una reverencia y una sonrisa.

—Estupendo —dijo el príncipe, haciendo girar a toda prisa la pluma entre los dedos.

—¿Todavía aquí? —comentó Sang-Drax mientras se asomaba por la reja de la celda.

—Calma, muchacho —ordenó Haplo al perro, el cual había empezado a ladrar con tal ferocidad que estaba a punto de quedarse afónico—. No malgastes los esfuerzos.

El patryn permaneció tendido en la cama con las manos debajo de la cabeza.

—Estoy verdaderamente asombrado —dijo Sang-Drax, apoyado contra la puerta de la celda—. Tal vez te hayamos juzgado mal. Te creíamos temerario, lleno de fuego y de vigor y dispuesto a defender la causa de tu pueblo. ¿Acaso te hemos asustado hasta el punto de dejarte estupefacto?

Haplo se recomendó paciencia mientras apretaba los dedos, entrelazados bajo la nuca. El elfo sólo trataba de provocarlo.

—Yo habría apostado —continuó Sang-Drax— a que, a estas alturas, ya habrías trazado un plan para conseguir la fuga de la enana.

«¿Para qué? —Pensó Haplo—. ¿Para que Jarre, desgraciadamente, resulte muerta en el intento? ¿Para que el emperador diga que lo lamenta mucho pero que ya no puede hacerle nada? ¿Para que los enanos también digan que lo lamentan mucho, pero que tendrán que destruir la máquina de todos modos?» Sin nacer el menor ademán de incorporarse, el patryn replicó:

—Vete a jugar a tabas rúnicas con Bane, Sang-Drax. Seguro que eres capaz de ganar un par de partidas a un chiquillo.

—La partida de esta noche sí que va a ser interesante —apuntó Sang-Drax sin alzar la voz—. Y creo que tú serás uno de los principales jugadores.

Haplo no se movió, con la vista en el techo. El perro, incorporado junto a su amo, había dejado de ladrar pero mantenía un gruñido grave y constante en la garganta.

—Bane va a tener una visita. Su madre.

Haplo permaneció inmóvil, sin apartar los ojos del techo. Empezaba a conocer muy bien cada detalle de éste.

—Iridal es una mujer muy decidida. No viene a traerle galletitas a su pequeño y a llorar por él. Al contrario, viene con la intención de llevárselo, de hacerlo desaparecer y ocultarlo lejos de ti, su malvado secuestrador. Y será muy capaz de conseguirlo, no lo dudes. ¿Adonde irás entonces a buscar a tu querido pequeño Bane? ¿Al Reino Superior? ¿Al Inferior? ¿O tal vez aquí, en el Reino Medio? ¿Cuánto durará tu búsqueda? ¿Y qué se dedicará a hacer Bane, mientras tanto? Como bien sabrás, el pequeño tiene sus propios planes y en ellos no tenéis lugar ni tú ni ese «abuelo» suyo.

Haplo alargó la mano y acarició al perro.

—Muy bien. —Sang-Drax se encogió de hombros—. Pensaba que quizá te interesaría saberlo. No, no me des las gracias. Me disgusta verte aburrido, eso es todo. ¿Esperamos tu presencia esta noche?

Haplo replicó con el adecuado exabrupto. Sang-Drax soltó una carcajada:

—¡Ah, mi querido amigo! ¡Pero si ese sitio lo hemos inventado nosotras! —Sacó de entre las ropas una hoja de pergamino y la deslizó por debajo de la puerta—. Por si no sabes dónde está la habitación del muchacho, he dibujado un plano para ti. ¡Ah, por cierto! El emperador se niega a ceder a las exigencias de Limbeck. Se propone ejecutar a Jarre y enviar a Drevlin un ejército numeroso para acabar con el pueblo de los enanos. Un hombre encantador, el emperador. Nos cae estupendamente.

La serpiente elfo hizo una airosa reverencia y añadió:

—Hasta esta noche, Haplo. Esperamos tener el placer de contar con tu presencia. La fiesta no sería lo mismo sin ti.

Todavía con la sonrisa en los labios, Sang-Drax se retiró de la puerta de la celda.

Haplo no se movió de la cama, con los puños apretados y la vista siempre fija en el techo.

Los Señores de la Noche cubrieron con su capas el mundo de Ariano. En el Imperanon, los soles artificiales mantenían a raya la oscuridad, los hachones iluminaban los pasillos, las lámparas de velas eran bajadas de los techos de las salas de baile y los candelabros ardían en los salones. Los elfos comían, bebían, bailaban y eran todo lo felices que podían con la presencia permanente de las sombras oscuras de sus atentos weesham, siempre con las ominosas cajitas entre las manos. La incógnita de qué hacían ahora los geir con las almas que capturaban era objeto de cuchicheos y conjeturas, aunque no en la mesa. Aquella noche, la alegría era más radiante de lo habitual. Desde que los kenkari habían proclamado el edicto por el que se negaban a aceptar más almas, la mortalidad entre los jóvenes elfos de estirpe real había descendido significativamente.

Las fiestas se prolongaron hasta avanzada la noche pero, finalmente, incluso los jóvenes se retiraron a dormir... o, al menos, a disfrutar de placeres más privados. Se apagaron las antorchas, se alzaron de nuevo hasta el techo las lámparas, a oscuras, y se distribuyeron los candelabros entre los invitados para ayudarlos a encontrar el camino de vuelta, bien a sus casas o a sus habitaciones en palacio.

Había transcurrido una hora desde que el último puñado de elfos había dejado el palacio camino de sus casas codo con codo, tambaleándose y cantando a gritos una tonada obscena, sin prestar la menor atención a los pacientes y sobrios weesham que trotaban tras ellos con aire soñoliento. La verja principal no se cerraba nunca: era extraordinariamente pesada, funcionaba mecánicamente y producía un terrible sonido chirriante que podía escucharse desde la mismísima Paxaua. El emperador, aburrido, había ordenado cerrarla en cierta ocasión, por curiosidad. La experiencia resultó terrible, y el emperador había tardado más de un ciclo en recuperarse plenamente de la pérdida de audición.

Así pues, la verja no estaba cerrada, pero los centinelas que patrullaban la entrada principal estaban alerta, aunque mucho más interesados en los cielos que en la tierra. Todos sabían que la fuerza de invasión humana, cuando llegara, lo haría por el aire. En las torres, los vigías estaban permanentemente pendientes de la presencia de corsarios cuyos dragones pudieran haberse infiltrado entre la flota elfa.

Ataviada con ricas y coloridas ropas elfas —un vestido de talle alto decorado con joyas y cintas, de mangas abombadas hasta las muñecas y falda larga y vaporosa de fina seda, cubierto con una capa de satén azul cobalto—, Iridal salió de las sombras de la muralla del Imperanon y caminó rápidamente hacia el puesto de guardia situado en las inmediaciones de la puerta principal.

Los centinelas que hacían la ronda en lo alto de la muralla le dirigieron una breve mirada sumaria y la borraron de sus pensamientos al instante. Los guardias apostados junto a la verja la observaron pero no hicieron el menor gesto de detenerla, dejando el trabajo al portero.

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