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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (49 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Haplo estuvo tentado de darle orden de atacar. Una serie de signos mágicos podía transformar al animal en un monstruo gigantesco cuyo tamaño reventaría la celda y cuyos dientes podían arrancarle la cabeza a un hombre... o a una serpiente. La poderosa y temible aberración que Haplo podía crear no habría tenido una batalla fácil. La serpiente elfo poseía su propia magia, más poderosa que la de Haplo, pero el perro podía distraer a Sang-Drax el tiempo suficiente para dar a Haplo ocasión de armarse.

El patryn había abandonado su celda una noche, la primera de su llegada, para conseguir armas. Había escogido dos, una daga y una espada de hoja corta, del armero que la Invisible tenía en su sala de guardia. De vuelta en su celda, había pasado el resto de la noche grabando runas de muerte en la hoja de ambas armas, runas que funcionarían muy bien contra los mensch y no tanto contra las serpientes. Ambas armas estaban ocultas en un agujero bajo una piedra que había extraído y vuelto a colocar mediante la magia. Las armas acudirían a su mano tan pronto como las llamara.

Haplo se humedeció los labios. Los signos mágicos de su piel resplandecían, ardientes. El perro gruñó con más fuerza; captaba que las cosas se estaban poniendo serias.

—¡Qué vergüenza, Haplo! —musitó Sang-Drax—. Quizá me destruyeras, pero, ¿qué ganarías con ello? Nada. ¿Y qué perderías? Todo. Me necesitas, Haplo. Soy tan parte de ti como ese animal. —Dirigió la mirada al perro.

Éste notó que la determinación de Haplo se tambaleaba. Lanzó un gañido, suplicando que le permitiera clavar los dientes en las espinillas de la serpiente elfo, si no le ofrecía nada mejor.

—Deja esas armas donde están. —Sang-Drax fijó la vista en la roca bajo la cual las había ocultado—. Ya les encontrarás utilidad más adelante, como comprobarás. De momento, he venido a traerte información.

Haplo murmuró una maldición y ordenó al perro que se retirara a un rincón. El animal obedeció a regañadientes, pero antes dio rienda suelta a sus sentimientos; se lanzó hacia la puerta e incorporándose sobre las patas traseras, ladró y gruñó amenazadoramente. Con la cabeza a la altura de los barrotes, enseñó los dientes. Por fin, bajó las patas y se escabulló a su rincón.

—Tener a ese animal es una debilidad —comentó la serpiente elfo—. Me sorprende que tu amo lo permita. Una debilidad por su parte, sin duda.

Haplo volvió la espalda a Sang-Drax, se tumbó en el camastro y se quedó contemplando el techo. No veía ninguna razón para hablar con él acerca del perro ni de su señor; en realidad, no tenía interés en hablar de nada con el falso elfo.

Sang-Drax no se apartó de la puerta e inició lo que denominaba «su informe diario».

—He pasado la mañana con el príncipe Bane. El muchacho se encuentra bien y está muy animado. Parece haberme tomado afecto. Se le permite ir y venir a su gusto por el palacio (a excepción de los aposentos imperiales, por supuesto), siempre que yo lo acompañe. Por si te lo estás preguntando, he solicitado y obtenido que me asignaran a esta misión. También me ha tomado afecto un conde elfo llamado Tretar, que goza de la confianza del emperador.

«Respecto a la salud de la enana, me temo que no puedo decir lo mismo. Está fatal.

—¿No le habrán hecho daño, verdad? —preguntó Haplo, olvidando su decisión de no hablar con la serpiente elfo.

—Claro que no —le aseguró Sang-drax—. Es demasiado valiosa como para que los elfos la maltraten. Tiene una habitación contigua a la de Bane, aunque no se le permite abandonarla. En realidad, el valor de la enana se incrementa por momentos, pronto lo descubrirás. Pero está enferma de nostalgia. Añora su tierra desesperadamente: no duerme, no tiene apetito... Temo que muera de tristeza.

Haplo soltó un bufido, colocó las manos debajo de la cabeza y se instaló más cómodamente en el catre. No creía la mitad de lo que estaba escuchando. Jarre era sensata y equilibrada. Probablemente, gran parte de lo que le sucedía era que estaba preocupada por Limbeck. De todos modos, no estaría mal que la sacara de allí, que se la llevara con él, la devolviera a Drevlin y...

—¡Eso es! ¿Por qué no escapas? —Preguntó Sang-Drax, con su irritante costumbre de entrometerse en los pensamientos de Haplo—. Estaría encantado de ayudarte. No comprendo por qué no lo haces.

—Tal vez porque vosotras, las serpientes, parecéis muy impacientes por libraros de mí.

—No es por eso. Es el muchacho. Bane no querría marcharse y tú no te atreves a dejarlo. No te atreves a marcharte sin él.

—Cosa tuya, sin duda.

Sang-Drax soltó una carcajada.

—Me siento halagado, pero me temo que no puedo adjudicarme el mérito. El razonamiento es sólo suyo. Un muchacho admirable, ese Bane.

Haplo bostezó, cerró los ojos y apretó los dientes. Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo la sonrisa de Sang-Drax.

—Los gegs han amenazado con destruir la Tumpa-chumpa —dijo éste.

Haplo se encogió involuntariamente, se maldijo por haberlo hecho y se obligó a permanecer inmóvil, con todos los músculos del cuerpo en tensión.

Sang-Drax continuó hablando en voz baja, de modo que sólo Haplo pudiera oír sus palabras.

—Los elfos, partiendo de la falsa premisa de que los enanos habían puesto fuera de funcionamiento la máquina, han enviado un ultimátum al líder enano... ¿cómo se llama?

Haplo guardó silencio.

—Limbeck, eso es... —Sang-Drax respondió a su propia pregunta—. Extraño nombre, para un enano. No hay manera de que se me quede. Los elfos han comunicado a ese Limbeck que vuelva a poner en marcha la Tumpa-chumpa, o le devolverán a su amiguita suya cortada en pedazos.

»Los enanos, sumidos en el mismo error de creer que eran sus enemigos los causantes del cese de operaciones de la máquina, quedaron comprensiblemente perplejos ante el ultimátum pero en último término, gracias a ciertos indicios que les hemos hecho llegar, han llegado a la conclusión de que la amenaza es un truco, una especie de sutil ardid de los elfos contra ellos.

»La respuesta de Limbeck (la cual, por cierto, he sabido por el conde Tretar) es ésta: si los elfos le tocan un pelo a Jarre, los gegs destruirán la Tumpa-chumpa. ¡Destruir la Tumpa-chumpa! —Repitió la serpiente elfo—. Y supongo que serían capaces de nacerlo. ¿Tú, no?

Sí. Haplo estaba convencido de que lo serían. Los enanos habían trabajado en la máquina durante generaciones, y la habían mantenido en funcionamiento incluso después de que los sartán la abandonaran. Los enanos mantenían vivo el cuerpo. Seguro que podían hacerlo morir.

—Sí, desde luego que podrían —asintió Sang-Drax en tono relajado—. Casi puedo verlo: los gegs dejan que aumente la presión en las calderas, permiten que la electricidad quede fuera de control. Muchos componentes de la máquina estallarían, liberando una enorme fuerza destructiva. Sin proponérselo, los enanos podrían causar la destrucción del continente entero de Drevlin, por no hablar de la propia máquina. Y, si eso sucede, adiós a los planes del Señor del Nexo para conquistar los cuatro mundos.

La serpiente elfo soltó una carcajada antes de continuar:

—Todo esto me resulta muy divertido. Lo más irónico es que ni los elfos ni los enanos podrían poner en marcha la condenada máquina, aunque quisieran. Sí; he hecho algunas investigaciones, basadas en lo que Jarre me contó a bordo de la nave. Hasta entonces había creído, como los elfos, que los enanos la habían puesto fuera de funcionamiento. Pero no es así. Tú descubriste la causa: la apertura de la Puerta de la Muerte. Ésa es la clave, ¿verdad? Todavía no sabemos el modo ni la razón pero, para ser sincero, eso nos importa poco a nosotras, las serpientes.

»Verás, patryn, se me ha ocurrido que la destrucción de la Tumpa-chumpa quizá sumergiría en el caos no sólo este mundo, sino también los otros.

»¿Que por qué no la destruimos nosotras mismas, preguntas?

«Podríamos hacerlo. Tal vez lo hagamos. Pero preferimos dejar la destrucción a los enanos para alimentarnos de su rabia, de su furia, de su terror. De momento, patryn, la intensidad de sus sentimientos de desamparo y de temor, de frustración y de cólera, nos ha dado alimento para un ciclo entero, por lo menos.

Haplo permaneció tendido, inmóvil. Los músculos de la mandíbula empezaban a dolerle de la tensión de tenerlas encajadas.

Sang-Drax continuó informándole:

—Limbeck ha dado a los elfos dos ciclos para decidir. Te haré saber cuál es la decisión. Bien, lamento dejarte pero el deber me reclama. He prometido a Bane enseñarle a jugar a tabas rúnicas.

Haplo escuchó los pasos ligeros de la serpiente elfo alejarse por el pasadizo, detenerse y volver atrás.

—Me cebo con tu miedo, patryn.

CAPÍTULO 29

PAXAUA,

ARISTAGÓN

REINO MEDIO

La nave elfa, el
Dragón de siete ojos
, así llamada en alusión a un monstruo legendario del folklore elfo
{62}
realizó un aterrizaje seguro, si bien algo pesado, en Paxaua. La embarcación iba cargada hasta los topes. El tiempo durante la travesía no había sido bueno, con lluvias, viento y niebla desde que habían zarpado, y llegaban a puerto con un ciclo de retraso. La tripulación estaba irritada y picajosa y los pasajeros —abrigados hasta los ojos contra el frío— tenían un aspecto ligeramente enfermizo. Los esclavos humanos de la bodega, cuyos músculos proporcionaba la energía que propulsaba las alas gigantescas, se derrumbaron sobre sus cadenas, demasiado agotados como para emprender la marcha a los barracones carcelarios donde permanecerían hasta el siguiente viaje.

Un funcionario de aduanas salió de su cálida oficina en tierra y subió la pasarela con aire aburrido. Pisándole los talones en su prisa por subir a bordo, lo acompañaba un excitado mercader paxaria. El elfo había invertido una fortuna considerable en un cargamento de fruta de bua para su venta inmediata y estaba seguro de que el retraso y la humedad habrían podrido la mercancía.

El capitán de la nave salió al encuentro del aduanero.

—¿Algo de contrabando, capitán? —inquirió el funcionario sin gran interés.

—Claro que no, excelencia —respondió el capitán con una sonrisa y una pequeña reverencia—. ¿Quieres examinar el registro de carga? —propuso, indicando su cabina.

—Sí, gracias —aceptó el aduanero, ceremonioso.

Los dos abandonaron la cubierta y se encerraron en el camarote.

—¡Mi fruta! ¡Quiero mi fruta! —parloteó el mercader, apretando el paso por la cubierta con aire agitado. Tropezó con los cabos y faltó poco para que cayera de cabeza por una escotilla abierta.

Uno de los tripulantes se ocupó del individuo y lo condujo hasta el contramaestre, quien estaba acostumbrado a tratar aquellos temas.

—¡Quiero mi fruta! —exclamó el comerciante entre jadeos.

—Lo siento, señor —se disculpó el contramaestre con un cortés saludo—, pero no podemos descargar hasta que tengamos la autorización de la aduana.

—¿Cuánto tardará en llegar? —inquirió el mercader con zozobra.

El contramaestre dirigió una mirada a la cabina del capitán. Unos tres vasos de vino, podría haber respondido.

—Puedo asegurarte, señor... —empezó a decir.

El mercader olfateó el aire.

—¡La fruta! ¡Se ha estropeado, puedo olerlo!

—Ese hedor es el de los galeotes, señor —replicó el contramaestre con expresión grave.

—Permíteme ver la carga, al menos —suplicó el comerciante, al tiempo que sacaba un pañuelo y se secaba el sudor del rostro.

El contramaestre, tras reflexionar, accedió a ello y lo escoltó a través de la cubierta hacia la escalerilla que conducía a la bodega. Pasaron junto a los pasajeros que, apoyados en la barandilla, saludaban a los parientes y amigos que habían acudido a recibirlos. Tampoco ellos podrían abandonar la embarcación hasta haber sido interrogados, y controlados sus equipajes.

—El precio de la fruta de bua en el mercado es el más alto que he visto nunca —explicó el mercader, que avanzaba torpemente tras los pasos del contramaestre, tropezando con los extremos de los cabos y sorteando toneles de vino—. Es a causa de los abordajes corsarios, por supuesto. Éste será el primer cargamento de fruta de bua que llega al puerto en doce ciclos. Voy a hacer un negocio magnífico... si no se ha podrido, ¡la Sagrada Madre no lo quiera!

De pronto, alarmado, el mercader alargó la mano para asir al contramaestre, con tal torpeza que estuvo a punto de mandarlo por la borda. Incrédulo y sobresaltado, exclamó:

—¡Humanos!

El contramaestre, al ver el semblante pálido y los ojos desorbitados del individuo, llevó la mano a la espada y escrutó el cielo en busca de dragones, seguro de que debía de haber un ejército de tales criaturas, por lo menos. Al comprobar que no había más amenaza que la de otra tormenta en el cielo deprimente cubierto de nubes, dirigió una mirada ceñuda al mercader. Éste continuó señalando con mano temblorosa.

Efectivamente, había descubierto unos humanos. Dos de ellos. Eran dos pasajeros y permanecían aparte de todos los demás. Los humanos iban vestidos con largas sotanas negras y llevaban la cabeza cubierta con sendas capuchas; uno de los dos, el más bajo, ocultaba por completo sus facciones bajo la tela pero, a pesar de no poder verles el rostro, el mercader no tenía ninguna duda en reconocerlos como humanos. Ningún elfo poseía unos hombros tan anchos y musculosos como los del más alto, y nadie salvo un humano vestiría ropas de un tejido tan áspero y de un color tan nefasto como el negro. Todos los que iban a bordo de la nave, incluso los esclavos humanos, evitaban la proximidad de la pareja.

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