La mano de Fátima (85 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—Pienso —replicó al hidalgo— que ahora no puedo partir hacia Córdoba. El obispado espera mi informe y vuestros amigos de la casa de los Tiros reclaman mi presencia. Lo sabéis.

—Y tú también debes saber —bramó don Sancho— que la ley dice que después de que don Ponce acabe con tu vida, tiene obligación de matarla a ella.

—Quizá no lo haga con ninguno de los dos.

Hidalgo y morisco enfrentaron sus miradas por encima de la mesa.

—Escribiré a mi primo contándole lo que sucede —le amenazó aquél.

—Os cuidaréis mucho de poner en duda la virtud de una dama.

—¿Tanto vale esa mujer como para arriesgar tu vida por ella? —soltó don Sancho antes de abandonar la estancia sin darle oportunidad a contestar.

«¿Qué vale mi vida?», se preguntó Hernando tras el portazo con el que el hidalgo se despidió. No poseía más que un buen caballo con el que no podía ir a ningún lugar, puesto que no tenía adónde ir ni quien le esperase, ¡ni siquiera su propia madre! El duque no le permitía trabajar, pero le mandaba de viaje en interés del mismo rey que humilló y expulsó de Granada a su pueblo. Había aceptado trabajar para el obispado. «Continúa con el martirologio», le había aconsejado Castillo en una de las tertulias. «Debemos parecer más cristianos que los cristianos», afirmó después. ¡La misma recomendación que en su día le hiciera Abbas! ¿Qué valía la vida de alguien que fingía ser siempre lo que no era? ¿Cuál era su objetivo? ¿Dejar que su existencia transcurriera cómodamente gracias a la generosidad del duque, al igual que la de sus aduladores parientes?

Don Pedro de Granada, Castillo y Luna le habían revelado su nuevo plan en cuanto lo conocieron mejor: convencer a los cristianos de la bondad de los musulmanes que vivían en España para que variaran su parecer sobre los moriscos. Luna se hallaba escribiendo un libro titulado
La verdadera historia del rey Rodrigo
, a través del cual, partiendo de los relatos de un imaginario manuscrito árabe de la biblioteca de El Escorial, planteaba la conquista de España por parte de los musulmanes venidos de Berbería como una liberación de los cristianos sometidos a la tiranía de sus reyes godos. Tras la conquista, habían transcurrido ocho siglos de paz y convivencia entre las dos religiones.

—¿Por qué no puede repetirse esa convivencia ahora? —Había sido el propio Luna quien lanzó la pregunta sin esperar respuesta.

—Debemos luchar contra la imagen que los cristianos tienen de los moriscos —intervino don Pedro—. Ellos, sus escritores y sacerdotes, crean la ficción de que los moriscos somos extremadamente fecundos porque las moriscas se casan de niñas y tienen muchos hijos. ¡No es cierto! Tienen los mismos que los cristianos. Dicen que nuestras mujeres son promiscuas y adúlteras. Que los hombres moriscos no somos objeto de leva para el ejército ni entramos al servicio de la Iglesia, por lo que la población de cristianos nuevos aumenta desmesuradamente y atesora oro, plata y todo tipo de bienes, arruinando al reino; ¡falso! Que somos perversos y asesinos. Que en secreto, profanamos el nombre de Dios. ¡Todo mentiras! Pero el pueblo las cree a medida que unos y otros las repiten, las gritan en sus sermones o las publican en sus libros. Debemos luchar con sus mismas armas y convencerlos de lo contrario.

—Escucha —añadió entonces Castillo—: si algún berberisco cruza el estrecho para vivir en España y convertirse al cristianismo es recibido con los brazos abiertos. Nadie sospecha de esos nuevos conversos aunque sus intenciones disten mucho de abrazar la religión de los papaces. Sin embargo, a los moriscos que llevan casi un siglo bautizados no se les conceden iguales privilegios. Debemos variar esos conceptos tan arraigados en esta sociedad. Y para esa lucha necesitamos personas como tú, cultas, que sepan leer y escribir, que nos acompañen en ese empeño.

Era la historia de su vida desde la misma Juviles, cuando de niño los del pueblo le encomendaban las mercaderías y los ganados para librarse del diezmo porque sabía escribir y contar. Lo mismo que le había sucedido en Córdoba. ¿Y de qué le servía todo ello? Convencer a los cristianos le parecía un proyecto tan descabellado como intentar derrotarles en una nueva revuelta armada.

Soltó la pluma que todavía mantenía en su mano sobre el papel en blanco.

—Sí, don Sancho —se encontró murmurando hacia la puerta cerrada del escritorio—, probablemente valga la pena arriesgar una vida absurda aunque lo sea por un solo momento de placer con una mujer como ella.

En cualquier caso, pensó, debería andarse con cuidado a partir de ese momento.

Esa noche, después de cenar, don Ponce de Hervás se retiró a su escritorio para trabajar. Poco después, un criado que esperaba obtener algunos dineros por información tan importante para su señor, llamó titubeante a la puerta. El oidor escuchó los tartamudeos del hombre con el mismo semblante que adoptaba ante los litigantes en la Chancillería: impasible.

—¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó una vez finalizada la delación.

—No, excelencia. Sólo sé lo que se habla en las cocinas, en el huerto, en los dormitorios del servicio o en las cuadras de vuestra excelencia, pero nada puedo aseguraros. Con todo, creía que estaríais interesado en ello.

Don Ponce lo despidió con su premio y el mandato de que continuara informándole. Luego estrujó con violencia el papel en el que trabajaba. Con las manos agarrotadas, tembló convulso sentado en la misma silla en la que pocas horas antes Hernando había decidido arriesgar su vida por alcanzar el éxtasis con Isabel. Sin embargo, acostumbrado como estaba a la toma de decisiones, el oidor reprimió su ira y el impulso que le llamaba a levantarse, apalear a su esposa en el dormitorio y luego matar al morisco.

El carmen cayó en el silencio de la noche mientras don Ponce se martirizaba imaginando a Isabel en los brazos del morisco. «Buscan el placer —le había contado el criado—. No…, no fornican», logró articular después, encorvado ante el juez, con los dedos de las manos blanquecinos, fuertemente entrelazados. ¡Puta!, masculló en la noche don Ponce. ¡Igual que una vulgar prostituta de la mancebía! Sabía de qué hablaba el criado: el prohibido placer que él mismo buscaba al acudir al burdel. Durante horas se imaginó a Isabel como la muchacha rubia con la que disfrutaba en otro lecho: obscena, pintarrajeada y perfumada, mostrando su cuerpo al perro morisco mientras lo besaba y lo acariciaba. En la mancebía había elegido a una muchacha por su parecido con Isabel, y ahora el morisco se estaba aprovechando del placer que él mismo no obtenía con su esposa. Pensó en matarlos.

Durante la madrugada, con el relente de la noche entrando desde el jardín y refrescando el sudoroso cuerpo de don Ponce, éste decidió no adoptar una medida tan drástica como la de ejecutar a los amantes. Si mataba a Isabel, perdería la sustanciosa dote con que la premiaron los Vélez por razón de su matrimonio, pero lo que era más importante, perdería también una influencia en el entorno del monarca y sus diversos consejos de la que no quería prescindir: contar con la protección de unos grandes de España como los Vélez le convenía. Luchar, con el honor como bandera, sólo podían permitírselo los muy ricos, los muy pobres o los insensatos, y él no pertenecía a ninguna de esas categorías: acusar de adulterio a la protegida de los marqueses se le antojó entonces una apuesta demasiado arriesgada amén de deshonrosa, pero tampoco podía consentir que su casa acogiese el adulterio… ¡Maldito morisco hijo de puta! Lo había tratado como a un hidalgo, había organizado una fiesta en su honor… Y ni siquiera podía vengarse de él sin que ese acto legítimo diera pábulo a comentarios mordaces. ¡Ante todos el morisco era un héroe! ¡El salvador de los cristianos! El protegido del duque de Monterreal… Aquella noche don Ponce no pudo conciliar el sueño, pero, al amanecer, su decisión estaba tomada: Isabel no abandonaría sus aposentos; según el oidor yacía aquejada de fiebres. La mujer permaneció, pues, recluida, hasta que esa misma mañana, llamada con urgencia, llegó al carmen una prima de don Ponce, doña Ángela, viuda, seria, seca y malcarada, quien tan sólo cruzar la puerta de la casa se hizo cargo de la vigilancia de Isabel.

Tras una breve conversación con el oidor, doña Ángela se puso manos a la obra: la joven camarera de Isabel desapareció aquel mismo día. Alguien contó después que la vieron en las mazmorras de la Chancillería, acusada de ladrona. Por la tarde, bajo la excusa de que le había faltado al respeto, la viuda dispuso que la criada que pretendiera placeres del esclavo morisco fuera azotada. También ordenó que otro criado perdiera parte de su salario por no trabajar a su satisfacción.

En un solo día toda la servidumbre se dio por enterada del claro mensaje del oidor y su prima. Poco podían hacer: la ley establecía que, salvo que fueran expresamente despedidos, ninguno de ellos, bajo pena de cárcel de veinte días y destierro por un año, podía dejar el carmen sin licencia de don Ponce para servir en otra casa de la ciudad de Granada o sus arrabales. Quien lo hiciera, si alguien marchase sin su consentimiento, sólo podía emigrar o colocarse como jornalero, y lo cierto era que en casa del oidor nunca faltaba de comer.

Pero no sólo fue la servidumbre la que comprobó el duro carácter de la prima del oidor; ni don Sancho ni Hernando pudieron permanecer ajenos al revuelo. Doña Ángela se ocupó de que todas sus decisiones fueran lo suficientemente públicas como para que no pasasen inadvertidas al morisco, y a última hora de la tarde, antes de que se pusiese el sol, ordenó a Isabel que abandonase su dormitorio, vestida de negro, igual que ella, y la paseó por los jardines del carmen a la vista de todos, pero principalmente de la de Hernando, anunciando así a su amante que ya nunca podría acercarse a ella en privado.

Pero no sólo fue Hernando quien pudo contemplar a Isabel bajo la estricta vigilancia de doña Ángela; don Sancho también lo hizo y comprendió que el asunto había llegado a conocimiento del oidor. Un par de veces se cruzó con don Ponce por el carmen, y el juez ni siquiera tuvo la cortesía de contestar a sus saludos, girándole el rostro; don Sancho no esperó ni un instante en enfrentarse a Hernando.

—Nos iremos mañana por la mañana, sin excusas —llegó a ordenarle. Hernando quedó pensativo—. ¿No lo entiendes? —gritó don Sancho—. ¿Qué piensas? Por poco respeto o… ¡lo que sea que sientas por esa mujer!, debes apartarte de ella. ¡Es imposible que vuelvas a verla a solas! ¿No te das cuenta? El oidor ha debido de enterarse y ha tomado medidas. —El hidalgo dejó transcurrir unos instantes—. Ya que tu vida —dijo después— parece que poco te importa, piensa en que si persistes en este comportamiento arruinarás la vida de Isabel.

Hernando se sorprendió asintiendo al discurso de su acompañante. ¡Qué poco había durado su determinación! Pero era cierto, tenía razón el hidalgo. ¿Cómo iba a acercarse a Isabel? Su imagen, vestida de negro y paseando cabizbaja por los jardines esa misma tarde, en contraste con el porte altivo y desafiante de doña Ángela, le habían convencido de ello. Además, si los rumores habían llegado a conocimiento del oidor… ¡Sería una locura!

—De acuerdo —cedió—. Partiremos mañana por la mañana.

Esa noche Hernando empezó a preparar sus pertenencias para el viaje. Entre sus ropas, encontró aquellas que el oidor le había comprado para la fiesta; la noche que las había vestido, Isabel… Había sido una necedad, trató de convencerse. ¿Qué derecho tenía, como decía don Sancho, a arruinar la vida de una mujer digna? Sí, sentía que ella lo deseaba, cada vez más, pero quizá fuera cierto que se había aprovechado de una mujer que le debía gratitud. Miró a su alrededor; ¿olvidaba algo? ¿Y aquellas ropas? Las agarró y las lanzó al suelo, lejos de él, a una esquina de la alcoba. ¡Tampoco era cierto que se hubiera aprovechado de la ingenuidad de Isabel como le había recriminado don Sancho! Había sido ella la que se pegó a su espalda el día del castillo de fuegos y había sido ella quien alargó la mano hasta la suya. En cualquier caso, ¿qué más daba ya? Regresaba a Córdoba.

Hernando se dejó caer en una silla con adornos en plata batida tallada, y perdió la mirada en la Alhambra y en el juego de luces doradas y sombras que arrancaban de sus piedras los hachones y la luna. Pasaba la medianoche. El carmen estaba en silencio; el Albaicín estaba en silencio; ¡toda Granada parecía estarlo! Una brisa caprichosa refrescaba el ambiente y lograba hacer olvidar el sofocante calor del día. Hernando se dejó llevar, cerró los ojos y respiró hondo.

—Será la primera vez que nos acompañará la luna.

Las palabras le sobresaltaron. Isabel, vestida con la camisa de dormir, se hallaba en la terraza, bella, sensual, con la Alhambra recortada a su espalda.

—¿Qué haces aquí…? —Hernando se levantó de la silla—. ¿Y tu esposo?

—Le he oído roncar desde mi habitación. Y doña Ángela se retiró hace horas.

Al tiempo que le contestaba, en la misma terraza, Isabel deslizó de sus hombros la camisa, que resbaló por su cuerpo hasta llegar al suelo, y se le mostró desnuda; le miró a los ojos, atrevida, orgullosa, invitándole a deleitarse en ella.

Hernando se quedó paralizado, ¡hasta la luna, con sus reflejos, parecía acariciar aquel cuerpo esplendoroso!

—Isabel… —susurró Hernando sin poder apartar la mirada de sus pechos, de sus caderas y de su vientre, de su pubis…

—Mañana te vas —musitó ella—. Eso me ha dicho Ponce. Sólo nos queda esta noche.

Hernando se acercó a Isabel y le tendió una mano para que entrase en la alcoba. Recogió su camisa y cerró las puertas de la terraza. Luego se volvió y fue a decirle algo, pero ella llevó uno de sus dedos hasta los labios de Hernando, pidiéndole así que no lo hiciera. Y le besó, dulcemente. Él trató de acariciarla, pero Isabel cogió sus manos y las separó de su cuerpo.

—Déjame a mí —le rogó.

¡Sólo le quedaba esa noche! Empezó a desabrocharle la camisa. ¡Quería hacerlo ella! ¡Anhelaba ese placer que tanto le había prometido Hernando! Se sorprendió al notar la firmeza de sus propias manos cuando acariciaron los hombros de Hernando para deslizar la camisa por su espalda. Luego besó su pecho y bajó las manos hasta sus calzas. Dudó un instante, tras el que se arrodilló frente a él.

Hernando suspiró.

Cuando Isabel llegó a conocer el cuerpo de Hernando, después de besarlo y lamerlo, se dirigieron al lecho. Durante un largo rato, la tenue luz de una única lámpara alumbró las siluetas de un hombre y una mujer, sudorosos y brillantes, que se hablaban en susurros, entrecortadamente, mientras se besaban, se acariciaban y se mordían sin urgencias. Fue Isabel quien le llamó a penetrarla, como si ya estuviera dispuesta, como si hubiera llegado a comprender, por fin, el sentido de todas aquellas palabras que tanto le había dicho Hernando. Y se fundieron en un solo cuerpo; los apagados jadeos de Isabel fueron aumentando hasta que Hernando trató de acallarlos con un largo beso, sin dejar de empujar, hasta que él mismo notó en su interior, apagado, reprimido por su beso, un aullido gutural que la mujer, extasiada, nunca hubiera llegado a imaginar que pudiera surgir de sus entrañas y que vino a confundirse con su propio éxtasis. Luego, durante un largo rato, se quedaron quietos, saciados, uno encima del otro, sin separarse, sin hablarse siquiera.

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