La mano de Fátima (48 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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El caballo debía ser un animal de cabeza pequeña, ligeramente acarnerada y frente descarnada; ojos oscuros, despiertos y arrogantes; orejas rápidas y vivaces; ollares anchos; cuellos flexibles y arqueados, gruesos en su unión con el tronco y suavemente engarzados en la nuca, con algo de grasa allí donde nacen las crines, abundantes y espesas, igual que las colas; buenos aplomos; dorsos cortos, manejables; con cruces destacadas, y grupas anchas y redondas.

Pero lo más importante del caballo español debía ser su forma de moverse, sus aires. Elevados, gráciles y elegantes, como si no quisiera apoyar ninguna de sus patas en el ardiente suelo de Andalucía y, después de hacerlo, las mantuviese en el aire, sosteniéndolas, bailando el mayor tiempo posible, revoloteando sus manos en el trote o en el galope, como si la distancia a recorrer careciese de importancia alguna; luciéndose, orgulloso, exhibiendo al mundo su belleza.

Durante seis años, don Diego López de Haro, como gobernador de la raza, buscó todas y cada una de esas cualidades en los potros que nacían en las dehesas cordobesas, para volverlos a cruzar entre ellos y obtener descendientes cada vez más perfectos. Los animales que carecían de las cualidades buscadas se vendían como desechos, por lo que en las caballerizas de Córdoba se hallaban los caballos más puros y perfectos de lo que por disposición real se había dado en llamar la raza española.

José Velasco encomendó a Hernando el cuidado, limpieza y sobre todo la doma de pesebre de los potros. Durante ese mes de marzo, justo cuando llegase la primavera y con ella la época de cubrición de las yeguas, el caballerizo real elegiría los potros de un año que serían trasladados desde las dehesas hasta las caballerizas para ocupar el sitio de aquellos otros caballos, ya domados, que partirían en dirección a Madrid, a las caballerizas reales de El Escorial, para ser entregados al rey Felipe. No se vendía ningún caballo de raza española de los que don Diego consideraba perfectos; todos eran para el rey, para sus cuadras o para regalarlos a otros reyes, nobles o jerarcas de la Iglesia.

Desde las dehesas, los potros llegaban cerriles. Hasta que a los dos años se les doma a la silla, montándolos por primera vez, hay mucho trabajo que hacer, como le comentaron a Hernando durante los días que faltaban para la llegada de los animales: debían conseguir que se acostumbrasen al contacto con el hombre, que se dejasen tocar, limpiar, embridar y curar; también debían aprender a permanecer estabulados, permanentemente atados a las argollas de las paredes de las cuadras, conviviendo con otros caballos a sus lados; a comer de los pesebres, a beber en el pilón; a obedecer al ronzal y andar de la mano y a admitir los frenos o el peso de la silla necesarios para montarlos. Todo ello era desconocido para los jóvenes caballos, que hasta entonces habían vivido en libertad en las dehesas, junto a sus madres.

Si en algún momento Hernando había llegado a soñar con montar uno de aquellos fantásticos caballos, sus sueños se fueron desvaneciendo a medida que le explicaban cuáles iban a ser sus tareas. Sin embargo, sí que se cumplió otro sueño: en el segundo piso de las caballerizas reales, por encima de las cuadras, había una serie de estancias para uso de los empleados, de las que le cedieron una amplia habitación de dos piezas, independiente aunque compartiera cocina con otras dos familias. ¡En sus diecinueve años de vida jamás había dispuesto de aquel espacio para él! Ni en Juviles ni mucho menos en Córdoba. Hernando recorrió aquellas dos piezas una y otra vez. El mobiliario se componía de una mesa con cuatro sillas, una buena cama con sábanas y manta, una pequeña cómoda con una jofaina (¡podría lavarse!) y hasta un arcón. ¿Qué meterían en aquel arcón?, pensó antes de dirigirse al ventanal que daba al patio de las caballerizas. Al mostrarle sus habitaciones, el administrador de las cuadras se volvió justo cuando Hernando abría el arcón.

—¿Y tu esposa? —le preguntó como si hubiera sido a ella a quien debiera habérselo enseñado—. En tus papeles dice que estás casado.

Hernando ya tenía preparada la contestación para aquella pregunta.

—Está cuidando de un familiar enfermo —contestó con firmeza—. De momento no puede dejarlo.

—En cualquier caso —le advirtió el administrador—, deberíais acudir sin falta a censaros en la parroquia de San Bartolomé. Imagino que tu esposa no tendrá problema en dejar a ese enfermo el tiempo necesario para realizar ese trámite.

¿Habría algún problema? La pregunta volvió a asaltarle mientras desde la ventana, ya a solas, miraba cómo Rodrigo trabajaba un caballo tordo, insistiendo en un ejercicio que el animal no terminaba de ejecutar correctamente; las largas espuelas de plata del jinete lanzaban destellos al sol de marzo cuando Rodrigo las clavaba en los ijares del tordo. Fátima todavía no era su esposa. Karim había sido tajante: debían transcurrir los dos meses de
idda
concedidos a Brahim, durante los que Hernando no podía acercarse a ella. ¿Y si Brahim obtenía el dinero suficiente para recuperar a Fátima?

El espolazo con el que Rodrigo castigó al caballo cuando éste volvió a equivocar el ejercicio se hincó en las carnes de Hernando tanto como en los ijares del animal rebelde. ¿Y si Brahim lo conseguía?

Se le había echado la noche encima y ya no podía volver a Córdoba. ¿Qué excusa iba a alegar en la puerta?, pensó Brahim. Agazapado entre los matorrales, en el camino que llevaba de la venta de los Romanos hasta la ciudad por la puerta de Sevilla, observó transitar a varios mercaderes, armados todos, que iban en grupo para protegerse. Había conseguido un puñal; se lo había prestado un morisco que trabajaba junto a él en el campo, después de insistirle una y otra vez.

—Vigila —le había advertido el hombre—, si te pillan con él te detendrán y yo perderé mi puñal.

Brahim era consciente de ello. Entrar escondida un arma en Córdoba, confundido entre la multitud que volvía de trabajar los campos, era relativamente sencillo, pero volver por la noche, solo y armado, no era más que una temeridad. En cualquier caso, de poco le estaba sirviendo el puñal. Brahim lo empuñaba con decisión ante el rumor de pasos y caballerías. «En la siguiente oportunidad saltaré sobre ellos», se prometía después de dejar escapar, oculto en los matorrales, a una partida de mercaderes tras otra. Pero cuando por fin aparecía ese nuevo grupo en el camino, la mano con la que asía el puñal se le anegaba en sudor y las piernas que debían correr hacia ellos se negaban a hacerlo. ¿Cómo iba a enfrentarse a varios hombres armados con espadas? Entonces, maldiciéndose, escuchaba cómo sus risas y sus chanzas se perdían en la distancia. «Al siguiente —trataba de convencerse—. Los próximos no se me escapan.»

Estuvo a punto de decidirse al paso de dos mujeres y varios niños que se apresuraban hacia Córdoba con una cesta de hortalizas, pero ninguna de ellas mostraba una mísera ajorca, ni siquiera de hierro, en sus muñecas o en sus tobillos. ¿Qué iba a hacer con una cesta de hortalizas?

Le asaltó la oscuridad y el camino, pese a estar frente a él, desapareció de su vista. Ningún mercader más se atrevió a recorrerlo ante las sombras que borraron sus márgenes y el silencio cayó sobre Brahim, machacándole su cobardía.

Transcurrió más de la mitad del plazo de dos meses de
idda
que le habían concedido los ancianos para acreditar que podía gobernar a Fátima, y Brahim no consiguió un solo real por encima del salario que le pagaban en el campo. Es más, una parte de los jornales cobrados desde entonces la había tenido que destinar a devolver el préstamo para el bautizo de Shamir. Era imposible conseguir dinero trabajando, pero también lo era tratando de robarlo.

El nazareno se quedaría con Fátima. Ni siquiera esa posibilidad, que torturaba su conciencia sin tregua, le insufló el valor necesario para arriesgar su vida frente a un puñado de cristianos, por poco armados que fueran.

Brahim sabía de Hernando. Aisha se había visto obligada a contarle qué era de su hijo, y al comprobar que su esposo no reaccionaba con violencia, sino que se encerraba en sí mismo, el pánico la asaltó al comprender a su vez la trascendencia de lo que sucedía: Brahim perdería a Fátima; Brahim iba a ser denostado y humillado frente a la comunidad… ¡Él!, ¡el arriero de Juviles, el lugarteniente de Aben Aboo! Por el contrario, aquel hijastro al que había aceptado a cambio de una mula y al que siempre había detestado, prosperaba, obtenía un trabajo bien remunerado y, lo más importante, le arrebataría a su preciada Fátima.

Dos jinetes que corrieron el oscuro camino a galope tendido le sobresaltaron.

—¡Nobles! —escupió Brahim.

—Pídeles el dinero a los monfíes de Sierra Morena —le recomendó el hombre del puñal a la mañana siguiente, después de que Brahim se lo devolviese y confesase su inutilidad—. Siempre necesitan gente en la ciudad o en los campos, hermanos que les proporcionen información acerca de las caravanas que van a partir, de las personas que llegan o se van o de las actividades de la Santa Hermandad. Necesitan espías y colaboradores. Yo conseguí el puñal de ellos.

¿Cómo podía dar con los monfíes?, se interesó Brahim. Sierra Morena era inmensa.

—Ellos serán los que darán contigo si acudes a Sierra Morena —le contestó el hombre—, pero procura que no lo hagan primero los de la Santa Hermandad.

La Santa Hermandad era una milicia municipal compuesta por dos alcaides y unidades de cuadrilleros, generalmente doce, que vigilaban los delitos que se cometían fuera de los cascos urbanos: en los campos, en las montañas y en los pueblos de menos de cincuenta habitantes, allí donde la organización de los grandes municipios no podía llegar. Su justicia acostumbraba a ser sumaria y cruel, y en aquellos momentos buscaban a los monfíes moriscos que tenían atemorizados a los buenos cristianos, como el Sobahet, un cruel monfí valenciano que capitaneaba una de las partidas que se habían hecho fuertes en Sierra Morena, al norte de Córdoba, compuesta en su mayor parte por esclavos desesperados, fugados de tierras de señorío, donde la vigilancia era menor que en la ciudad, y que debido a tener los rostros marcados al hierro no podían esconderse en las ciudades y optaban por hacerlo en las sierras.

Los monfíes eran su única posibilidad, concluyó Brahim.

Al amanecer del día siguiente, tras pasar ante la iglesia y el cementerio de Santa Marina, y dejar a su izquierda la torre de la Malmuerta destinada a cárcel de nobles, Brahim, Aisha y el pequeño Shamir abandonaron Córdoba por la puerta del Colodro, en dirección norte hacia Sierra Morena.

Había ordenado a Aisha que se preparase para partir con él y el niño, y que se proveyese de comida y ropa de abrigo. Su tono fue tan tajante que la mujer ni siquiera se atrevió a preguntar. Cruzaron la puerta del Colodro mezclados entre la gente que salía a trabajar a los campos o al matadero, y se dirigieron hacia Adamuz, por encima de Montoro, en el camino de las Ventas, el que unía Córdoba con Toledo a través de Sierra Morena. Cerca de Montoro acababan de encontrar a cuatro cristianos degollados y con las lenguas cortadas; los monfíes debían de rondar por la zona.

Desde Córdoba hasta Toledo, en el camino de las Ventas, había numerosas posadas para los viajeros que lo transitaban, por lo que Brahim tomó sendas alejadas de la vía principal, o incluso campo a través, pero antes de llegar a Alcolea, en descampado, como estaba ordenado hacerlo, se produjo el primer encuentro con la Santa Hermandad. Atado a un poste hundido en la tierra, el cadáver asaetado de un hombre se descomponía para servir de alimento a los carroñeros y de advertencia a los vecinos: ésa era la forma en que la Hermandad ejecutaba sus sentencias de muerte contra los malhechores que osaban delinquir fuera de las ciudades. Brahim recordó las precauciones que le habían aconsejado tomar y obligó a Aisha a abandonar la ruta que seguían, aunque se trataba de un camino apartado por el que trataban de rodear las estribaciones de Sierra Morena e internarse directamente en la sierra. Entre alcornoques y cañadas, su instinto de arriero le permitió orientarse sin dificultad y encontrar aquellos pequeños y desconocidos senderos que sólo seguían los cabreros y los expertos en la montaña.

Él y Aisha, que caminaba en silencio detrás de su marido con el niño a cuestas, tardaron todo el día en recorrer la distancia que separaba Córdoba de Adamuz, un pequeño pueblo sometido al señorío de la casa del Carpio; acamparon en sus afueras, entre los árboles, escondidos de los viajeros y de la Hermandad.

—¿Por qué escapamos de Córdoba? —se atrevió a preguntar Aisha en el momento en que entregaba a Brahim un pedazo de pan duro—. ¿Adónde nos dirigimos?

—No escapamos —le contestó su esposo con rudeza.

Ahí terminó la conversación y Aisha se volcó en el niño. Pernoctaron a la intemperie, sin encender fuego y luchando contra el sueño, temerosos del aullar de los lobos, los gruñidos de los cerdos salvajes o cualquier otro sonido que pudiera delatar la presencia del oso. Aisha protegió a Shamir con su cuerpo. Brahim, sin embargo, parecía feliz; observaba la luna y dejaba vagar la mirada entre las sombras, deleitándose con la que había sido su forma de vida antes de la deportación.

Al alba, efectivamente, fueron los monfíes quienes acudieron a ellos. Los bandoleros merodeaban por el camino de las Ventas atentos a cualquier viajero procedente de Madrid, Ciudad Real o Toledo que no hubiera sido lo suficientemente precavido como para hacerlo en compañía o protegido. Ya los habían descubierto la jornada anterior, vigilantes como siempre lo estaban a cualquier movimiento que pudiera significar la llegada de los cuadrilleros de la Hermandad, pero no les habían dado importancia: un hombre y una mujer con un niño que viajaban a pie y sin equipaje, evitando los caminos principales, carecían de interés. De todas formas, convenía saber qué hacían aquellos tres en la sierra.

—¿Quiénes sois y qué pretendéis?

Brahim y Aisha, que desayunaban sentados, ni siquiera los habían oído acercarse. De repente, dos esclavos prófugos marcados al hierro en el rostro, armados con espadas y dagas, se plantaron ante ellos. Aisha apretó al niño contra su pecho; Brahim hizo ademán de levantarse, pero uno de los esclavos se lo prohibió con un gesto.

—Me llamo Brahim de Juviles, arriero de las Alpujarras. —El monfí asintió en señal de que conocía el lugar—. Mi hijo y mi esposa —añadió—. Quiero ver al Sobahet.

Aisha volvió la cabeza hacia su esposo. ¿Qué pretendía Brahim? Un tremendo presentimiento la asaltó, encogiéndole el estómago. Shamir reaccionó a la congoja de su madre y rompió a llorar.

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