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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (95 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Yo tampoco fui honesta por completo.

Fran se puso rígido y luchó para no dejarse llevar otra vez por los celos.

—Supe de tu disfraz de hermano bueno mucho antes y no te lo dije, para poner a prueba tus sentimientos. Quería hacerte sufrir un poco, vengarme. Fue un sentimiento mezquino, perdóname.

¿Perdonarla? Se sentía feliz al saber que ella ansiaba ponerlo celoso. Significaba que lo amaba tanto como él a ella. Aun si no lo merecía, ella le brindaba su amor sin retaceos. Y él tendría toda una vida, si la medicina del doctor Ortiz era buena, para resarcirla de tanto sufrimiento. Se alegraba por cada día de esa vida que pasarían juntos.

Con cuidado, la tomó en sus brazos y la llevó hacia el cuarto de lavar, sumido en la penumbra.

—¿Qué haces?

—Shhh, vas a despertar a los peones.

—Francisco, volvamos a la casa.

—No. En la casa hay demasiada gente.

La intención que se filtró tras las palabras aceleró los latidos de Elizabeth, que luchaba entre las ansias y el pudor. Fran la depositó con suavidad sobre el borde de una de las piletas y se colocó entre sus piernas, atrapadas por los pliegues del camisón. La oscuridad benefactora impedía ver el rubor de Elizabeth cuando él enrolló esos pliegues hasta descubrir la piel, que se erizó al contacto con el aire frío. Fran la friccionó hasta que un calor tenue la invadió desde adentro. El camisón era una prenda enorme que la envolvía desde el cuello hasta los tobillos y cubría los brazos con cientos de volados y cintas que ponían a prueba el dominio de Francisco. No podía desatarlas todas, de modo que optó por abrir el cuello hasta la cintura y bajárselo desde arriba. Al quedar así expuesta, Elizabeth ahogó un gritito de protesta. Sus senos, enormes por la gestación, se aplastaban contra el pecho de Fran, produciéndole un cosquilleo de excitación que su esposo compartía, sin duda, a juzgar por su gemido. Elizabeth era una fruta madura y Francisco deseaba sorber hasta la última gota de su néctar.

—Deliciosa —murmuró, con la boca pegada a su cuello.

Ella sintió un escalofrío. Subió sus manos por los brazos de su esposo, firmes y musculosos, hasta enlazarlas atrás de la cabeza, sosteniéndose en precario equilibrio. Él soltó una risa ronca.

—No te caerás, yo estoy aquí —y, para confirmarlo, la rodeó por la cintura, levantándola más y apretándola contra su propia excitación.

La sensación era tan placentera que Elizabeth olvidó el sitio donde estaban, el frío de la noche, la aparición de la figura misteriosa, todo lo que no fuese el calor que su esposo le brindaba. Echó la cabeza hacia atrás al sentir un leve temblor.

—No, aún no —dijo él, implacable.

La afirmó mientras manipulaba su pantalón y con una sola mano se arrancaba la camisa. Al tocar su pecho sudoroso, Elizabeth dejó escapar un quejido suave.

—Así, sí, grita cuanto quieras. Nadie se atreverá a venir hasta acá.

Ella se mantuvo callada, sin embargo. Le resultaba indecoroso expresar sus deseos, a pesar de que los ojos de él le exigían que abandonara todo recato y sus manos tibias la acariciaban en los rincones más débiles, procurando el olvido y el perdón. Sobre todo el perdón, de un modo elemental que no pudiese ocultarse tras las palabras y los equívocos. Un modo primitivo, el que mejor traslucía la fiereza de su carácter. Fran rogaba por su perdón en cada caricia, cada beso; su esposo ansiaba hacerse un lugar en el corazón de Elizabeth. Ella lo comprendió y abarcó su ruego ofreciéndose entera.

Despejó la frente del mechón de cabellos negros que la cubría y besó con suavidad los ojos, la nariz, los labios, los pómulos marcados, hasta llegar al cuello, que palpitaba bajo el deseo. Lo frotó con su nariz pecosa y sopló allí su aliento tibio, provocando la respiración forzada de Fran. Él capturó su boca en un beso descarnado que la dejó sofocada y luego se deslizó por el valle entre sus pechos hasta tomar uno en sus labios. Succionó con suavidad, sabiendo que con él se alimentaría el hijo de ambos, y rodeó con veneración el pezón con su lengua, acariciándolo, preparándolo. Elizabeth se sentía en llamas sólo con esa caricia. Su esposo sometió al otro pecho a la misma dulce tortura, hasta que comprendió que no podría resistir más y, abandonándolos, volvió a la boca suave, mientras sus manos acunaban esos senos voluptuosos en un balanceo lento que llevó a Elizabeth al límite de su resistencia.

—Muéstrame —dijo él en un murmullo, y se alejó unos centímetros para ver el brillo en los ojos de ella, sin dejar de acariciarla.

Al ver que empezaba a agitarse, sonrió con aire seductor y llevó una mano a la entrepierna de Elizabeth, que no llevaba ropa interior. Allí se detuvo, jugando con sus rizos ya húmedos, y dejó que sus dedos permaneciesen adentro de ella mientras rozaba los labios con la lengua, lamiéndolos y mordisqueándolos.

Elizabeth estalló. Aferrada al cuello de su esposo, dejó escapar los quejidos de gatito que él ya le conocía y luego se derrumbó, exhausta, sobre el pecho agitado de él. Había sucumbido tan rápido a sus caricias que se sintió avergonzada. El sabría que estaba anhelándolas desde hacía tiempo. Sin embargo, la mirada de Fran era tan feroz que no tuvo tiempo de padecer ese sentimiento. El la levantó y, sin advertencia ninguna, la introdujo en su cuerpo de un solo golpe, así, de pie, contra la pileta, sosteniéndola y embistiéndola, todo en un solo movimiento. Apretaba los dientes, la horadaba con los ojos y la oprimía con sus manos. Elizabeth se sentía como una pluma a merced del viento, flotando sin cuerpo ni voluntad. Al cabo de varios empujes, Francisco soltó un grito ronco y profundo que se perdió en la noche.

Permanecieron abrazados en esa incómoda posición unos minutos hasta recuperar el aliento y luego Fran la sentó de nuevo sobre el borde de la pileta.

—No podemos seguir así —comentó, suspirando—. Tendremos que civilizarnos, o correrá riesgos nuestro bebé.

Elizabeth sonrió al escuchar la palabra "civilizarnos". Ella se consideraba bastante civilizada aunque, desde que vivía en las pampas, algo indómito se había apoderado de su ser. Lo peor de todo era que no le disgustaba, al contrario, se sentía más viva que nunca.

Fran la sostuvo un rato más, siempre acariciándola y, por fin, como si lo lamentase, le acomodó las ropas y la levantó en sus brazos, para proteger sus pies. La llevó en silencio hasta la casa, sintiendo que el temor enfriaba su alma. Todavía no habían hablado de lo ocurrido. Elizabeth le indicó que la bajase cuando llegaron a la puerta de su cuarto y él se sintió torpe al pensarse despedido después de la pasión compartida. Sin embargo, su esposa no tenía tal intención. Lo tomó de la mano y lo arrastró hacia el interior, cerrando la puerta con cuidado detrás de él.

—Quédate —le dijo.

Hablarían, entonces. Fran se acercó al lecho y permaneció de espaldas, el corazón latiéndole desacompasado. En su fuero íntimo, sabía que ella era demasiado responsable como para privar a su hijo del padre. Podía exigirle, en cambio, que se mantuvieran distantes y formales, en un matrimonio de apariencias, como tantos. Haber caído bajo el influjo de la pasión no significaba que lo aprobara como marido. El conocía bien esas diferencias. Se dio vuelta cuando escuchó el roce de las sábanas y la vio, tendida en la cama, ofreciéndole los brazos.

—Acuéstate —ordenó con dulzura.

Un poco cohibido, se acercó, sintiéndose sucio y desarreglado en ese ambiente femenino. Ella tironeó de su brazo hasta que lo hizo caer sobre el borde de la cama. Con una mano palmeó el lugar que quedaba a su lado y Fran, pese a sus dudas, se recostó junto a ella. Elizabeth se acurrucó contra él.

—¿Sabes? —le dijo en voz queda—, una vez, durante la epidemia de fiebre, tuve un sueño extraño.

Fran la escuchaba sumido en un silencio reverencial.

—Estaba muy cansada y triste, y me quedé dormida en la silla —continuó recordando—. Soñé entonces con los niños de la escuelita, con Zoraida y Eusebio, y en medio del sueño apareció un hombre al que jamás había visto. Era un guerrero indio —Fran tuvo un estremecimiento— que se erguía sobre un peñasco. Tenía tu misma mirada. No alcancé a verlo bien, sin embargo sentí que tenía un hondo significado para mí. Lo supe porque desperté de inmediato, cosa que ocurre cuando el sueño nos asusta. Más tarde, en medio de tantos padecimientos, lo olvidé. Hasta que conocí a Quiñihual.

Fran contenía la respiración durante el relato.

—Ese cacique fue el que te salvó la vida, al decirle a Calfucurá que eras su hijo. El tenía ese plan salvador desde que se produjo el ataque, y se lo hizo saber a Armando, aunque él no estaba de acuerdo porque implicaba exponerme. Por eso huí, acompañada por Faustino, para cumplir el propósito de Quiñihual. Él nos dijo que la guerra ya estaba perdida y no quería seguir sacrificando gente, aunque pasara por traidor ante los suyos. ¿Sabes? Me pareció un hombre muy valiente y muy sabio. Quizá, con el tiempo, alguien reconozca el valor que tiene ese gesto. Creo que Quiñihual sabía también que moriría ese día, al enfrentar a Calfucurá. Era la vida de uno o la de otro, los dos no cabían en esta guerra. He rezado por su alma, por si... se trataba de tu padre.

Al decirlo, Elizabeth levantó la cara hacia Fran, atisbando su reacción. Él permanecía inmutable, la mirada oculta tras sus párpados, la mandíbula apretada y los brazos cruzados sobre el estómago. Lo único que delataba el efecto de las palabras de su esposa era un latido en la sien izquierda. Allí depositó Elizabeth un beso suave.

—¿Te duele conocer tu origen? ¿Reniegas de tu herencia india?

Fran elevó los ojos al techo de vigas y pensó en eso por primera vez. Cuando supo que podría haber sido el fruto de una violación, la idea le repugnó; al conocer las circunstancias de boca de su madre, saberse hijo de un cacique no le agregó desdicha a la revelación, antes bien, le explicó algunas conductas propias que siempre lo habían alejado de la sociedad porteña. Había muchos como él, nacidos de cautivas, que tarde o temprano ocupaban algún lugar entre los mismos indios, como caciques o capitanejos de importancia. La frontera toda estaba sembrada de mestizos. A la larga, podría ocurrir que ya no se diferenciaran unos de otros en esa contienda.

—No me preocupa no ser el hijo de Rogelio Peña. Prefiero que sea así, pese a mi condición de bastardo. Sospecho que, aun tratándose de Calfucurá, ese indio ladino debe tener más virtudes que mi padrastro.

—¿Y si el propio Quiñihual fuese tu padre? —preguntó ella con suavidad.

Fran calló. Él también se lo preguntaba. Las circunstancias en que fue revelado su origen ante todos habían sido confusas: Quiñihual, el indio pacífico, quizá argumentaba que era hijo del caudillo araucano para salvarlo. ¿Por qué? ¿Acaso le importaba su suerte? ¿O sólo colaboraba con la misión de evitar más muertes? Calfucurá, por su parte, había querido vengarse en él, creyéndolo el hijo mestizo del otro. ¿Quién de los dos estaba en lo cierto? Era probable que ambos tuviesen buenas razones para sospecharlo hijo de una cautiva, pues ambos deberían haber tenido varias en sus aduares. ¿Sería posible que no estuviesen seguros? A Fran le costaba decidir cuál de las filiaciones lo satisfacía más, aunque, si era hijo de Quiñihual, acababa de ver morir a su padre natural. Su madre había callado el nombre del progenitor y ahora, sabiendo que uno de los posibles estaba muerto y el otro vencido, tampoco deseaba hablarle de ellos. El pasado podía ser un fardo insoportable, y la verdad no siempre aliviaba el corazón. La única verdad que le interesaba era la que ansiaba escuchar de boca de Elizabeth.

Se volvió hacia ella, desnudo de corazas, como aquel niño que una vez necesitó el cariño y la atención de un padre.

—¿Y si así fuese, qué? ¿Qué cambiaría entre nosotros?

La joven contempló el rostro de líneas toscas y vio en él la vulnerabilidad que todo hombre muestra en algún momento, siempre en presencia de alguna mujer: la madre, la hermana, la amante, o quizá la hija...

Y lo envolvió en una sonrisa.

—Nada —respondió con firmeza—. Amo al hombre que conozco. Y al que todavía me falta conocer —agregó, con cierta picardía.

Estaba claro que ella exigía más sinceridad de su parte. Francisco sintió que un nudo se disolvía muy adentro y, por primera vez, dejó entrever su mayor temor:

—¿Me amas, pese a todo?

—Te amo, justamente por todo —fue la respuesta.

Fran acercó sus labios en una tierna caricia que rozó los de ella. Sin embargo, la señorita O'Connor era dura de pelar y no se contentó con tan poco. Puso su mano sobre la boca del esposo, para contenerlo:

—¿Y usted, señor Balcarce, me ama o no?

Fran desplegó su enorme sonrisa seductora, aunque los ojos se habían enturbiado con un velo sospechoso.

—La amo, señorita maestra, con un corazón maltrecho. ¿Podrá usted remendarlo?

—Hay curaciones que una maestra aprende a hacer, como colocar compresas, vendas o masajes calmantes.

—Me interesan los masajes —repuso él, ya repuesto de la emoción que lo había embargado.

—¿Habrá de portarse bien?

—Seré el alumno más bueno de toda su clase.

—En ese caso...

Se fundieron en un abrazo consolador que los mantuvo unidos durante varios minutos, hasta que el calor de los cuerpos les inspiró caricias más osadas y volvieron a amarse, de un modo lento y dulce, conociéndose como si fuese la primera vez, descubriendo las debilidades que ya no necesitaban ocultar, afirmándose en un amor que renacía de las cenizas del pasado y se vislumbraba fuerte para afrontar el futuro. Un futuro luminoso, siempre que lo recorriesen juntos.

Jim Morris despertó del trance sudoroso y agitado. Había llegado al límite de sus fuerzas al trasladarse tan lejos en espíritu y permanecer tanto tiempo fuera de su cuerpo, para proyectarse ante Pequeña Brasa. Era una práctica de chamán a la que estaba acostumbrado y, sin embargo, esa vez le había costado más esfuerzo. Recuperó la energía con varias respiraciones profundas. Si todo se hubiese reducido a cortar el vínculo con ella, no se encontraría tan alterado. Lo que convulsionaba su interior era que había visto al animal de poder del hombre de la laguna y con él, la causa del mal que lo aquejaba, Antes de regresar de su viaje chamánico se vio obligado a tomar una decisión: invocó al Espíritu Guía de Francisco para que lo ayudase a terminar con el ciclo de dolor y amargura que lo envolvía y pudiese renacer. No lo hacía por él, sino por Pequeña Brasa. Si ella no podía ser su mujer, quería asegurarse de que fuera feliz, aun junto a aquel hombre oscuro que él detestaba. El Murciélago.

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