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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (93 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Elizabeth se unió a ellos, llevando una bandeja de bollitos azucarados, justo cuando el doctor preguntaba:

—¿Cómo actúa el señor Peña y Balcarce cuando el dolor lo ataca?

Elizabeth contestó con presteza:

—Se enrosca sobre sí mismo, después de quedarse paralizado.

—¿Se queda duro como estatua, fijado al suelo?

—Sí, así es —respondió Elizabeth, recordando que, en la casita de la playa, ella no podía moverlo.

El doctor echó la cabeza hacia atrás y meditó unos segundos. Aquella información era reveladora.
Byronia.


Sé que es difícil —prosiguió el doctor—. Trate de recordar algún gesto que haya repetido su esposo durante los ataques, como morderse los labios, cerrar los ojos, apretar los puños, mordérselos incluso... no descarte nada, por nimio que parezca.

El doctor se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas, en actitud expectante, mientras Elizabeth intentaba rememorar la imagen de Fran sufriendo. Una oleada de ternura la invadió al recordar su expresión desolada cuando supo que tendría un ataque delante de ella, algo que había logrado evitar en las ocasiones anteriores. Su esposo era un hombre difícil, y su sangre india, sangre de guerreros, había aflorado a medida que se alejaba de la sociedad que lo había conocido como el heredero de los Peña y Balcarce.

—Pude ver que aprieta mucho los dientes... —comenzó a decir— y los puños también, hasta hacerse daño. Su tez se vuelve pálida pese a que está curtido por el sol.

—Ajá.

La mente del doctor trabajaba con rapidez, calculando posibilidades.

—¿Náuseas?

—No me pareció.

—¿Y cuándo cree usted que empiezan los ataques?

Elizabeth respondió por intuición más que por conocimiento:

—Después de un disgusto o un peligro, algo que lo conmocione, como una pelea.

—¿Y se repone de inmediato, o permanece mucho tiempo exánime?

Elizabeth se sonrojó al recordar que él la había poseído por primera vez justo después de un ataque.

—Yo diría que se repone bastante rápido —conjeturó.

—Bien.

Ortiz apoyó la tacita sobre el platillo con un tintineo que sonó triunfal a los oídos de Elizabeth, pues el hombre se veía satisfecho con lo escuchado.

—Tenemos algo por donde comenzar el tratamiento. Por lo pronto, la solución que preparé hace tiempo dio resultado, ¿no es así? —y ante el asentimiento de la joven, prosiguió—: falta completar algunas esencias para que este proceso se encamine hacia la curación, que no será definitiva.

El semblante de ambas mujeres se ensombreció al escuchar eso.

—La ciencia médica que yo practico no se encamina a esconder los síntomas, por preocupantes que sean, sino a encontrar la causa que los provoca, de modo que mi labor consiste en hurgar en la raíz del mal, las emociones del paciente. Conste que hablo de un paciente y no de todos, pues no se puede medicar a toda la humanidad con el mismo remedio, ya que no existen dos hombres iguales. Recordará usted que aquella sirvienta de la casa de sus tíos no pudo salvarse, pese a que le suministré lo adecuado al caso. Cada organismo es único en su especie y debemos conocerlo a fondo para saber qué le conviene, qué lo perjudica y cómo reaccionará. No hay enfermedades, señoras, sino enfermos. Quiero que quede claro que, en este proceso, la curación depende en mucho del paciente, de su reacción y sus posibilidades. Yo no hago sino reforzar esas posibilidades. La salud es lo propio de los organismos vivos y a eso tienden naturalmente, sólo hay que ayudarlos en caso de que se altere el equilibrio.

Las palabras del doctor, y en especial la convicción con que las pronunciaba, obraron milagros en los corazones de Dolores y de Elizabeth. La joven recordó con turbación las ocasiones en que había escuchado las supuestas teorías de Santos Balcarce, el "doble" de Fran. ¿Debería contarle esa farsa al doctor? ¿Tendría importancia para la curación saber que su esposo era capaz de fraguarse una personalidad secreta para actuar en cumplimiento de sus objetivos? Se encontraba entre la lealtad y la verdad, y no sabía con cuál de las dos ayudaría al terco de Francisco.

El doctor se incorporó, manifestando su deseo de ver al enfermo para evaluar sus reacciones, y Elizabeth se ofreció presurosa a acompañarlo. Subieron al cuarto en penumbras y hallaron a Francisco bien despierto, con expresión recelosa, contemplando a su alrededor como si evaluase la gravedad de su situación.

—Abra los postigos de a poco, por favor —ordenó Ortiz.

Fran reconoció la voz bien articulada de su delirio y clavó sus ojos en aquella figura apuesta y acicalada. Lo primero que vio fue que entraba en compañía de Elizabeth y que ella se aprestaba a cumplir sus órdenes, como si se hubiesen puesto de acuerdo sobre algo. Los celos lo carcomieron.

—Veamos, distinguido señor. ¿Cómo se siente hoy?

La falta de respuesta no amilanó al doctor Ortiz, que arrimó una silla al lecho y se repantigó en ella con comodidad. No sería la primera vez que esgrimiera sus armas en un duelo verbal. Le encantaban los desafíos.

—Presumo, por su silencio, que aún se halla dolorido. ¿O atontado, quizá?

El término utilizado espoleó la furia de Fran, al punto que temió sufrir otro ataque, aunque no sabía si su cuerpo debilitado lo resistiría. Echó un vistazo a Elizabeth, que se mantenía a prudente distancia, y contestó con sorna:

—No más atontado de lo habitual, señor...

—Disculpe, no me presenté como es debido. Soy el doctor Pedro Ortiz, a quien su encantadora esposa acudió para solicitar ayuda en una ocasión.

El atildado médico no podría haber escogido peor manera de presentarse ante el enfurecido Francisco. Saber que Elizabeth había estado en tratos con aquel caballero seductor le roía las entrañas. A su mente acudió el recuerdo de la vez en que la joven le había comentado que visitó a un doctor en la ciudad y le habló de su enfermedad. ¡Claro, era éste! El doctor Ortiz, de quien las habladurías decían que había sido engañado por su esposa, Aurelia Vélez, a poco de casados... ¡Y Elizabeth era amiga de Aurelia! Debió notársele el desconcierto, porque el doctor se apresuró a decir:

—Veo que me conoce. No preste atención a lo que haya oído sobre mí, señor Peña y Balcarce. Ambos sabemos que la sociedad no es benévola con los que se convierten en protagonistas de ella. Seamos indulgentes y dejemos que las lenguas se sequen hablando, mientras hacemos algo por nosotros mismos. Mi misión aquí es sencilla, encontrar un tónico que lo ayude a superar estos ataques de jaqueca y ceguera. Yo lo ayudo a usted, y usted me brinda la posibilidad de seguir investigando en mi ciencia, ya que cada caso es un aprendizaje. Supe que bebió de la pócima que le hice a su esposa y que dio resultado. Mi propósito ahora es completarla y lograr que los ataques se reduzcan hasta desaparecer. Por supuesto, no podré hacerlo sin su ayuda. ¿Está dispuesto a compartir conmigo sus síntomas? Sólo conociéndolos sabré si voy en el camino correcto.

La afabilidad del doctor lo exasperaba, sobre todo porque se moría de ganas de preguntarle si de verdad era posible curarse, si tendría alguna vez una vida normal junto a Elizabeth. La mera posibilidad lo llenaba de euforia y, sin embargo, no deseaba ilusionarse para después caer en la negrura de la desdicha, como tantas veces. Tampoco quería demostrar esa debilidad ante ella; necesitaba que lo dejaran a solas con el buen doctor.

Miró de reojo a su esposa, que lo contemplaba con las manos cruzadas sobre el regazo, y adujo:

—No creo que debamos hablar de mis síntomas delante de una dama.

El doctor asintió.

—Muy bien, entiendo sus reparos. Elizabeth, por favor, déjenos solos.

A duras penas consiguió reprimir Fran la rabia de escucharlo pronunciar el nombre de pila de su esposa con tanta facilidad. Repitió en su mente cien veces "Debo curarme", para dejar pasar ese desliz.

Y cuando ella se marchó cerrando la puerta, Francisco se volvió hacia Ortiz con una sonrisa diabólica.

—Aquí me tiene, doctor, hablemos ahora.

—Llevan mucho tiempo allá encerrados —comentó Elizabeth al terminar su tercera taza de té.

Se hallaban refugiadas en el calor de la cocina, mientras Chela se esmeraba en agasajarlas con sus mejores galletas. Dolores inclinó de nuevo la tetera y sonrió con dulzura.

—"El que espera, desespera", dicen. Dejemos que hablen, Elizabeth, es lo que queremos, ¿no? Para que el terco de mi hijo deje salir esos "humores" de que habla el doctor, que lo enferman por dentro.

—Tiene razón. Me siento tan nerviosa... y culpable, además. No le conté todo.

Los ojos de Dolores la interrogaron con serenidad.

—Su hijo se disfrazó... bueno, no fue un disfraz realmente, quiero decir, él se hizo pasar por un hermano suyo.

—¿Dante? —preguntó extrañada Dolores.

—No, no, uno inexistente, un doble. Quiso que yo creyese que él era hermano del Francisco que conocí allá en los médanos. Hizo el papel de hombre culto y civilizado, para oponerse a la imagen del otro, el bárbaro que nos amenazaba a mí y a los niños. Creo que quería enmendar su conducta. Y también pudo conseguir el tónico de ese modo y llevarlo a la laguna. Fue cuando... —y Elizabeth rememoró el ataque a la galera y el rapto perpetrado por Jim Morris.

Dolores la contemplaba con una mezcla de sorpresa y comprensión.

—Luego, cuando vino en mi rescate a los toldos del Calacha, siguió la pantomima, aunque yo empecé a sospechar. Se le notaba el parecido con el hombre de la laguna más que nunca.

—¿Y se lo dijiste en aquel momento?

—No —se avergonzó Elizabeth—. Lo puse a prueba, para ver hasta dónde llegaba. Fingí estar desamparada, no saber quién era el padre de mi hijo. Fue muy impropio, lo lamento.

—Hija —murmuró con suavidad la suegra—, son cosas de enamorados. Fingimientos, ponerse a prueba, como dices, desconfiar... no me parece tan reprobable. Después de todo, la farsa la empezó Francisco. Ese hijo mío es una fuente de sorpresas hasta para mí, que soy su madre. Temí que se avergonzara de su herencia india y, sin embargo, la tomó bastante bien, casi como un alivio, no sé por qué.

—Francisco es tan orgulloso que saberse hijo de un gran cacique debe de haberlo reconfortado en lugar de agobiarlo. Quizá esté más preocupado por conocer mi opinión. Me gustaría poder decirle que no es tan importante de quién es hijo, sino qué clase de padre será.

—Díselo, Elizabeth, apenas puedas. No dejes que la duda vuelva a anidar en su corazón. Según el doctor Ortiz, los traumas siembran enfermedades en nuestros espíritus. Ya ves, Fran ha sufrido en silencio el desprecio de su padrastro y luego, la angustia de saberse bastardo. Todo eso lo ha destruido.

—¿Usted cree que podrá sobreponerse?

Dolores suspiró, mirándose las manos.

—Si él no puede, siendo joven, qué se dirá de mí, una mujer vieja que debe superar la indiferencia de un marido y el alejamiento de sus hijos.

—Usted no es vieja, Dolores —repuso Elizabeth, tomando una de sus manos—. Es la abuela más joven que yo haya conocido.

La referencia al nieto por llegar inundó de ternura la expresión de Dolores, que se apresuró a continuar con el tema:

—Será un varón, lo presiento.

Elizabeth sintió una punzada de decepción, pues había soñado tener en sus brazos una niña, para inculcarle todas las enseñanzas recibidas en su Massachusetts sobre el papel de las mujeres, aunque pensar en un niño con los ojos dorados del padre y su misma fortaleza le produjo satisfacción. Ya podía verlo montando un potrillo bajo la atenta vigilancia del padre, o inclinado sobre el pupitre, luchando por aprender con el mismo tesón que ella a esa edad. La emoción formó un nudo en su garganta. Varón o niña, ese hijo que llevaba en su seno era una bendición, aun con un padre obcecado o hermético. Tal vez, los bracitos tiernos suavizaran la dureza del corazón de Francisco como no lo había logrado ella en todo ese tiempo.

Jim Morris no se decidía a continuar su viaje hasta Buenos Aires para tomar el vapor que lo devolvería a la tierra de sus ancestros. Se hallaba anclado en un paraje inhóspito, plagado de mosquitos, donde la única posada era una pulpería tosca y sucia atendida por un par de ladrones. Laguna Salada se llamaba aquel sitio. Ya estaba harto de médanos y pantanos. Había atrancado la puerta y la ventana del cuartucho que le alquilaron, pues no confiaba ni en su sombra, en medio de aquella gente mal entrazada que lo recibió con reticencia. Sin duda, adivinaban al indio bajo su vestimenta, a pesar de que no atinaban a establecer de qué parcialidad, debido al acento extranjero que loa desconcertaba. No les dio el gusto de explicarse, pagó por adelantado y subió él mismo sus bártulos al primer piso. Colgó un espejito de un gancho y comenzó a afeitarse con su navaja. Con breves movimientos, devolvió a su rostro el aspecto acicalado de un caballero. Para completar la imagen que quería, cortó sus cabellos y usó aceite de Macassar para peinarlos. De nuevo lucía como un pasajero elegante. Eligió con cuidado una camisa limpia y extendió el traje sobre el camastro, a fin de que se estirara un poco. Descansaría un par de horas y luego partiría hacia el norte. Una diligencia cubría el trayecto que le faltaba hasta Buenos Aires, según le habían dicho. No podía irse, algo lo retenía.

Furibundo consigo mismo, desató el lío donde guardaba sus pertrechos y extrajo el diario de Elizabeth. Se sentó en la silla destartalada y lo abrió en la última página escrita.

No sé qué hay dentro de mí que me impulsa a buscar otros horizontes donde enseñar. Quise ir a Virginia primero y no fue posible. Ahora insisto en partir rumbo a un recóndito país del sur de América. ¿Qué me aguarda allá? Sólo Dios lo sabe. Ruego que Él me guíe en este camino, ya que permitió a la idea arraigar tan firme en mi corazón.

Jim deslizó un dedo sobre las letras, como si pudiese acariciar la piel de Pequeña Brasa al hacerlo. Nunca antes se había rebelado contra el designio divino. Luchaba por borrar el recuerdo de la joven y, en el fondo, se negaba a perder aunque fuera eso, las migajas de lo que podría haber sido. Cerró el libro de un golpe y acudió a su interior, para hacer brotar la fuerza purificadora que le daría sentido a todo aquello. ¿Qué era lo que no se había terminado? ¿Por qué no podía cortar el lazo que lo unía a Pequeña Brasa? ¿Eran simples celos de hombre, o algo más? No podía alejarse de allí dejando incompleta su misión. Desguazar la cabeza del doctor Nancy había sido su principal motivo para emprender aquel viaje, pero si en el camino se le había presentado un obstáculo, debía desatar el nudo que lo mantenía atado a él. Extrajo del bolsillo superior, cerca del corazón, un disco de madera con extraños grabados: La Rueda Curativa, de la que emanaba el conocimiento y el poder. Durante siglos, los nativos de su país habían consultado aquel disco para entender la realidad terrenal y así obtener el ansiado equilibrio en sus vidas. Tomó un manojo de salvia, cedro y cálamo aromático, y lo hizo arder en el fondo de un cuenco de barro. Usando un abanico de plumas de águila, atrajo hacia sí el humo fragante y cerró los ojos para escuchar la voz interior y abrir paso a su Espíritu Guía. Aquietó su respiración, tornándola rítmica y pausada, como los tambores ceremoniales, y comenzó a ver...

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