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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (12 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Francisco rodó hacia un lado y permaneció boca arriba, mirando sin ver el artesonado del techo de vigas. Aquella habitación lo abrumaba: las paredes cubiertas de severos retratos de familia, un rosario de ébano enredado en los barrotes de la cama, dos ramitas de muérdago en una hornacina con la imagen de la Virgen y la sensación del marido ausente, que jamás lo abandonaba. Teresa se le había ofrecido, ésa era la verdad. El había aceptado por diversión a esa mujer atractiva, deseosa de aventura y muy complaciente, y con ella había vivido momentos de lujuria inolvidables, pero ese día en particular, con la angustia que le agarrotaba el pecho, no estaba seguro de que hubiese sido buena idea visitarla. Lo hizo porque le debía una explicación, una despedida. Aunque no le diría por qué se marchaba ni adonde, no podía abandonar la ciudad sin romper antes con ella. Esperaba que lo entendiese sin armar escándalo. Había por lo menos una veintena de jóvenes y no tan jóvenes que la aceptarían encantados, si ella insistía en meterle los cuernos a su marido.

—Estás callado hoy —lo reconvino Teresa, fingiéndose ofendida.

Francisco se incorporó sobre el codo y se volvió para mirar el rostro somnoliento de la mujer. No había forma de suavizar el efecto que la noticia le produciría, así que más le valía proceder con crudeza.

—Me voy, Teresa, vine para despedirme.

En el silencio que siguió a sus contundentes palabras, sólo la vibración del viejo péndulo se dejó oír, llenando de premonición el corazón de Teresa.

—¿Cómo que te vas? ¿Adónde? ¿Cuándo vuelves?

Francisco suspiró. No iba a ser fácil.

—No creo que vuelva, al menos en mucho tiempo. Estamos despidiéndonos, Teresa.

La mujer retuvo la respiración unos segundos, embargada de un sentimiento impreciso, que empezó siendo pánico y acabó convirtiéndose en odio, furioso despecho hacia aquel sinvergüenza que osaba prescindir de ella, usándola hasta el último minuto, ya que, de haber sabido sus intenciones, ni loca se habría acostado con él ese día.

—¿Despidiéndonos? —gritó, ya sin cuidarse de los sirvientes—. ¿Y ahora me lo dices? ¡Qué conveniente para ti! ¡Una despedida que te dejará caliente la entrepierna por un tiempo! ¿Pensabas decírmelo antes? No, claro que no, habría sido poco práctico. Eso es lo que pasa por acostarse con calentones sin clase.

La grosería del lenguaje de Teresa sorprendió a Francisco, pues jamás la había visto fuera de sí. Había temido que llorara, que suplicara, nunca se le pasó por la cabeza que insultara de ese modo ni mostrara los dientes de manera tan poco femenina mientras se escudaba tras la sábana, quitándole el derecho de volver a ver sus senos desnudos.

—Sabíamos que lo nuestro... —empezó.

—¿Lo nuestro? ¡Qué pretensiones, señor mío! No hay tal "lo nuestro". No hay nada entre nosotros, salvo una picazón que ya hemos calmado. Por lo menos yo ya estoy harta. Vuélvete, que quiero vestirme.

No esperó a que él hiciera lo pedido, saltó de la cama y recogió las desperdigadas ropas con ademanes de poseída. Francisco la contempló durante unos minutos, sospechando que el estallido no había concluido.

—En cuanto a ti, ¡puedes irte al mismísimo infierno! Lo que más lamento es haberte dado cabida en mi cama cuando tenía a mi disposición tantos buenos mozos más refinados que tú que, al fin y al cabo, no eres más que un don nadie. Un Peña y Balcarce, sí, que no corta ni pincha. ¿Acaso tu padre te dio alguna vez vela en el entierro? No, claro que no. Y por algo ha de ser. Tu padre sí que es un hombre hecho y derecho, no le llegas ni a los talones. ¡Maldigo la hora en que lo cambié por ti! —rugió la mujer, sin advertir el efecto siniestro que sus palabras provocaban en el semblante del hombre.

Francisco se puso de pie sintiéndose en trance, experimentando una repugnancia tan grande que se le hizo insoportable la visión de aquella mujer un segundo más. Sentía deseos de estrangularla, de acallar esas palabras con sus manos hasta que no quedaran sino gemidos, de hundirla entre las sábanas donde habían retozado para que su marido la encontrase allí y supiese qué clase de perra tenía por esposa. Algo en su interior resonó, devolviéndole la cordura justo a tiempo. Había estado a punto de sucumbir a otro ataque y, esa vez, en presencia de extraños. Respiró hondo, apretando los ojos hasta sentir que las sienes dejaban de latir, y pudo dominar la oleada.

Ella no lo vería jamás así. Nadie debía verlo, era preciso huir ya mismo.

Sin prestar atención a los insultos de aquella mujer a la que desconocía en esos momentos, se vistió con rapidez. Cuando todavía no se había abotonado la camisa salió al patio, ante la escandalizada expresión de Evangelina, que acudía con la bandeja del mate para su señora. ¡Menuda sorpresa se habría llevado de haber entrado minutos antes! Al trasponer el patio del aljibe, en medio de los árboles frutales pudo escuchar el último insulto, que le recorrió la espina con el efecto de un rayo:

—¡Bastardo! ¡No quiero verte nunca más!

El hombre que salió a la calle como poseído por el diablo estuvo a punto de desbocar al caballo que tiraba de la calesa donde Elizabeth y Ña Lucía se bamboleaban, muy juntas, dándose calor en esa tarde fría y húmeda.

—¡Cuidado! —bramó el cochero indignado, mientras se esforzaba por conservar el control.

En mangas de camisa, arrastrando la chaqueta y sin mirar hacia los lados, Francisco atravesó la calle adoquinada mascullando el rencor hacia su padrastro, hacia la mujer en celo que lo había cautivado y hacia sí mismo, que había caído tan bajo. Por eso no reparó en la joven mujer que viajaba en el carruaje, su cabeza tocada con una capota de color uva y envuelta en un chal que dejaba al descubierto sólo su rostro de grandes ojos claros. Ella sí lo vio. Y se asustó ante la expresión de aquel hombre semidesnudo, de cabello desmelenado y extraños ojos que relucían con fiereza.

—¡Qué bruto! —exclamó Ña Lucía—. Así son estos señoritos, impertinentes. No les importa la gente decente que anda por la calle.

—Me pareció...

—¿Qué, mi niña?

Elizabeth dudó antes de continuar.

—No sé, me pareció que huía de algo o de alguien, pobre hombre.

La negra suspiró, conocedora de muchas situaciones que podían dar lugar a una huida precipitada.

—Pues sí, podría ser. Mejor no averiguar por qué, "Miselizabét". Hay cada uno en esta ciudad... Mire, yo no le voy a decir que me alegro de que tenga que viajar tan lejos para enseñar, pero que va a estar más resguardada de los atrevidos, eso sí. Hay muchos señoritos que quisieran echarle el lazo a una jovencita tan hermosa. Y no con las mejores intenciones, diría yo. Allá donde vamos, en cambio, entre la gente tranquila del pueblo, lo vamos a pasar muy bien, ya verá. Esta negra vieja sabe lo que le dice.

Satisfecha con su predicción, Ña Lucía se apoltronó bajo su manta, pues el viento calaba hasta los huesos. El carruaje seguía el rumbo de la calle de la Defensa, el acceso directo a la ciudad desde el sur, de donde soplaba un punzante aire con olor a sal y a cuero que parecía anticipar el salvajismo de la tierra en la que Elizabeth O'Connor empezaría su misión audaz.

Al pasar frente al convento de San Francisco, las campanas soltaron lúgubres tañidos que hicieron eco en el corazón de ambas mujeres. Y cuando el coche dejó atrás la Manzana de las Luces y la zona de residencia de las más encumbradas familias, un panorama desolador se abrió ante los ojos de Elizabeth.

Un riacho de aspecto aceitoso las acompañó, serpenteando, durante un largo trecho en el que el vehículo daba tumbos entre las lomadas pantanosas. Algunas carretas tiradas por bueyes cruzaban el camino de la calesa y sus conductores, hombres con aspecto de facinerosos, con pañuelos atados en la cabeza y cuchillos atravesados en sus fajas, se tocaban la frente en señal de respetuoso saludo hacia las señoras bien vestidas que circulaban en dirección opuesta. Más de una vez, Elizabeth se sintió inquieta ante la mirada aviesa de un jinete que galopaba hacia la ciudad o, peor aún, que parecía seguir la misma pista que ellas. La escolta proporcionada por Sarmiento le parecía igual de temible, pues eran hombres taciturnos de aspecto amenazador. Cuando ella solicitó un momento de descanso frente a la última iglesia para rezar la oración del viajero, un escolta nervudo se aproximó para decirle, muy cerca de su rostro:

—Con su perdón, señora, es mejor seguir que detenerse. Rece usted mientras anda, que a Dios le importará poco cuándo lo haga.

Elizabeth se irguió para replicar y Ña Lucía le propinó un codazo. De inmediato se disculpó diciendo:

—Tiene razón, mi niña. Es mejor llegar cuanto antes al tren, por si acaso.

Elizabeth permaneció callada y se limitó a observar las reses que circulaban en grupos por la calle fangosa hacia el matadero, mugiendo tristemente, mientras que, algo más lejos, unos edificios cuadrados escupían volutas de humo, revelando que aquella zona límite estaba destinada a las pequeñas fábricas que iban surgiendo.

El arribo a la estación de ferrocarril fue un alivio. Allí las viajeras se despidieron del cochero, que volvería a la casa de los Vélez Sarsfield para dar el parte de su misión cumplida, y la escolta seguiría un trecho más, para asegurarse de que el viaje en tren se desenvolviera como era debido.

Las líneas ferroviarias eran recientes en la región. La primera se había iniciado en la década de 1850, apenas algunos años atrás y, si bien solucionaban en gran medida los engorrosos traslados hasta los suburbios de la ciudad y más allá, todavía los servicios sufrían demoras y percances. Elizabeth y Ña Lucía debían tomar el Ferrocarril del Sud, que partía de la estación Constitución, bastante alejada de la ciudad. El nuevo servicio de tranvías arrastrados por caballos había desarrollado una línea auxiliar que cubría esa distancia, pero el Presidente había preferido que llegasen hasta allí más cómodas, en un coche particular, de modo que el arribo de ambas mujeres fue observado por numerosos pasajeros que, arracimados a lo largo del andén, custodiaban sus bultos, envueltos en el humo denso de la locomotora que pitaba con insistencia.

—¡Válgame, mi niña, que estamos atrasadas! —se apuró Lucía, jadeando al cargar una maleta de cuero trenzado con una mano y un bolso de gruesa tela en la otra.

Elizabeth la seguía, arrastrando un baúl que contenía lo poco que había seleccionado para ese viaje. La mayoría de sus cosas habían quedado en la casa de los Dickson, ya que no pensaba necesitar tanto en medio del campo. Ña Lucía se abrió paso a codazos hasta el borde del andén y allí pudo sentarse sobre la valija, que se ensanchó de modo peligroso en las costuras. Un muchachito se acercó para ofrecer sus servicios de changador y la negra replicó:

—¡Ja! Si nos ahorramos las monedas del tranvía, no ha de ser para dártelas a ti, m'hijo. Vete a ofrecer ayuda a quien la necesite más.

Elizabeth, compasiva, dejó que el chico portase uno de sus bolsos de mano, ya que le pareció demasiado escuálido para cargar el baúl. Lo premió con una moneda y un coscorrón amistoso que arrancó en el muchacho una sonrisa desdentada. Lucía sacudió la cabeza con resignación.

—Ya lo digo yo. Muy tiernita "Miselizabét", demasiado para esta tierra.

Bajo el alero de la estación, la gente dejaba paso a los changadores de fardos de lana y cuero. Los carretones avanzaban oscilantes casi hasta los rieles, para facilitar el trasbordo de enormes balas de sebo y de forraje que venían de los poblados sureños. El tren estaba destinado a la carga de productos más que al transporte de pasajeros, como lo evidenciaba el número de vagones descubiertos. El largo convoy se sacudió al engancharse la locomotora y ésa fue la señal para el embarque. La gente se amontonó junto a la escalerilla y comenzó el lento proceso de subir bártulos y personas casi al mismo tiempo. Una señora gruesa aplastó la cara del guarda al intentar pasar por la estrecha puerta sin dejar atrás la jaula del loro, con el pajarraco incluido; un hombre mayor enganchó el bastón a la baranda primero y trató de alzarse después, como si escalase una montaña, lo que causó la previsible caída, en medio de gran conmoción; y hasta hubo un atrevido que empujó desde atrás a una pasajera para acelerar la subida al vagón, creando otra confusión, esta vez de ánimos, casi al punto de provocar una riña entre el osado y el esposo de la señora. Ña Lucía no prestaba atención, ocupada como estaba en controlar el equipaje para que nadie le birlara un bulto en medio del alboroto. Por eso no vio al caballero que, vestido de simple chaqueta gris y sin sombrero, trepaba con agilidad al vagón contiguo. Una simple mirada le habría bastado para identificar al arrojado que cruzó la calle de la Defensa horas antes, cuando ellas se dirigían en carruaje hacia la estación.

Francisco Peña y Balcarce permaneció sumido en profunda cavilación mientras veía desfilar los pastos duros que orlaban los durmientes, al ponerse en marcha el tren. El pitido de la locomotora, los gritos menguados por la distancia a medida que el convoy se alejaba, los campos de cría que empezaban a pasar delante de sus ojos, todo adquirió una forma nebulosa cuando el tren tomó velocidad y, de la misma manera, dejó atrás los recuerdos de su vida cómoda en Buenos Aires, su apellido, sus amistades, sus conquistas, su familia... la única verdadera que tenía: su madre. Partía hacia lo desconocido con el ímpetu de la huida y el corazón oprimido, con la determinación de cortar lazos con el que había sido y comenzar su nueva vida como lo que era: un bastardo.

Durante la primera parte del viaje, Elizabeth pudo apreciar un fugaz panorama de la tierra que la aguardaba: campos y más campos sin cultivar, grupos de vacas arracimadas bajo la sombra de un ombú, preparándose para pasar la noche. Aquello no se parecía en nada a las pintorescas colinas de Irlanda, que ella conocía por los relatos de su madre y las acuarelas que la mujer había guardado como recuerdo de su difunto esposo. Los campos de Inglaterra y de Irlanda parecían miniaturas de colección comparadas con aquella inmensidad. Elizabeth estaba habituada a las extensiones que conocía a través de libros y fotografías, puesto que en América del Norte también la naturaleza se prodigaba en pinceladas gigantescas, pero lo que los rioplatenses llamaban "pampa" tenía entidad propia. La llanura desierta se desparramaba en todas direcciones, adonde la vista se dirigiese. Nada había fuera de algunas aguadas, bandadas de aves o nubes de cardos flotando a merced del viento. Cada tanto, un pájaro grande y feo contemplaba estático el paso del tren, con un único ojo vuelto de costado, como para fijarse mejor. Los huesos de algún animal solían acompañar esa imagen. Elizabeth supo por Ña Lucía que se trataba de un carancho, un ave carroñera muy común en esa tierra.

BOOK: La Maestra de la Laguna
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