La madre (11 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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—De todas maneras, la prisión agota. ¡Maldita inacción! No hay nada más penoso. Sabiendo todo lo que hay que hacer, estar allí, enjaulada, como una fiera…

—¿Quién los recompensará por todo esto?

Y, suspirando, la madre respondió a su propia pregunta:

—Nadie, sino el buen Dios. ¿Seguramente usted tampoco es creyente?

—No —dijo secamente la joven, sacudiendo la cabeza. —Bueno, pues no la creo —declaró la madre, con una súbita animación.

Secó en el delantal sus manos, sucias de carbón, y continuó con convicción ardiente:

—Usted no conoce su fe. ¿Cómo puede vivirse una vida semejante, sin creer en Dios?

Unos pasos ruidosos se arrastraron en la entrada, y una voz gruñó. La madre fue presa de un estremecimiento, y la joven, saltando sobre sus pies, cuchicheó rápidamente:

—¡No abra! Si son los gendarmes, no me conoce. Me he equivocado de casa y he entrado aquí por casualidad, me desvanecí, usted me desabrochó el vestido y encontró los folletos, ¿comprende?

—Querida niña, ¿para qué…?—preguntó enternecida la madre.

—¡Espere! —Sandrina escuchaba—. Me parece que es Iégor.

Era él, empapado y abrumado de fatiga.

—¡Ah, ah! ¡Un buen samovar! —gritó—. ¡Es lo que hay de mejor en el mundo, mamá! ¿Ya aquí, Sandrina?

Llenando la estrecha cocina con el sonido de su ronca voz, se quitaba lentamente el pesado abrigo, sin dejar de hablar:

—¡Bueno, mamá, aquí tenemos a una señorita muy desagradable para las autoridades! Como la insultó un guardián de la cárcel, declaró que se dejaría morir de hambre si no se le presentaban excusas, y durante ocho días no comió: faltó nada para que saliese con los pies por delante. ¿No está mal, eh? Y de mi pequeña barriga, ¿qué dicen ustedes?

Charlando, y sosteniendo con sus cortos brazos el vientre, que pendía desmesuradamente, pasó á la habitación y cerró la puerta tras él.

—¿Es posible que no haya comido durante ocho días? —se asombró la madre.

—Era necesario que me presentase sus excusas —respondió la muchacha, agitando violentamente los hombros.

Su calma y su austera obstinación, suscitaron en el alma de la madre un sentimiento mezclado de reproche.

«Así son…», pensó, y preguntó de nuevo:

—¿Y si hubiese usted muerto?

—¡Qué remedio! —replicó Sandrina en voz baja—. De todas maneras se disculpó. No debe perdonarse una ofensa.

—Sí…, sí… —dijo lentamente la madre—. Pero a las mujeres, la vida nos ofende siempre.

—He desempaquetado el cargamento —declaró Iégor abriendo la puerta—. ¿Está listo el samovar? Permítanme, voy a buscarlo.

Cogió el samovar y añadió:

—Mi digno padre no bebía menos de veinte vasos de té al día, y por eso pasó en este bajo mundo setenta y tres años sin enfermedad y tranquilísimamente. Pesaba ciento veintiséis kilos, y era sacristán de la aldea de Voskressenski…

—¿Es usted hijo del Padre Juan? —gritó Pelagia.

—Exactamente. ¿Pero cómo lo sabe?

—Porque yo también soy de Voskressenski.

—¿Paisana mía? ¿De qué familia?

—Vecina suya. Soy una Seréguine.

—¿La hija de Nil el cojo? Ya lo conozco: me tiró de las orejas más de una vez…

Uno frente al otro reían, bajo el fuego cruzado de las preguntas y las respuestas. Sandrina, que estaba haciendo el té, los miraba sonriendo. El tintineo de los vasos recordó a la madre sus deberes.

—¡Oh, perdón! Hablo y hablo… ¡Es tan agradable encontrar un paisano!

—Soy yo quien tiene que pedirle perdón por hacer como en mi casa. Pero son ya las once, y tengo mucho camino por delante.

—¿Dónde va? ¿A la ciudad? —se extrañó la madre.

—Sí.

—¿Cómo? Es de noche, llueve y está usted rendida. Quédese a dormir aquí. Iégor dormirá en la cocina y nosotras dos aquí.

—No, tengo que irme —dijo sencillamente la muchacha.

—Sí, paisana, es preciso que esta señorita desaparezca. Aquí la conocen. Y si mañana la ven en la calle, hará feo —declaró Iégor.

—Pero es que… ¿va a irse sola?

—Sí —dijo Iégor, esbozando una sonrisa.

La muchacha se sirvió té, cogió un trozo de pan de centeno y se puso a comer, mirando pensativamente a la madre.

—¿Cómo puede…? Y Natacha hacía igual. Yo no iría, tendría miedo…

—Ella también tiene miedo —dijo Iégor—. ¿No es verdad, Sandrina?

—Desde luego.

La madre miró sucesivamente a ambos y exclamó muy bajo:

—¡Qué duros sois!

Después de haber tomado su té, Sandrina estrechó en silencio la mano de Iégor y se dirigió a la cocina, seguida por la madre:

—Si ve a Paul, salúdele de mi parte, se lo suplico.

Tenía ya la mano en el picaporte de la puerta, cuando se volvió bruscamente y preguntó a media voz:

—¿Puedo abrazarla?

Sin responder, la madre la abrazó y besó calurosamente.

—¡Gracias! —dijo la joven, y saludándola con la cabeza, salió.

De nuevo en la habitación, la madre lanzó una ojeada de angustia por la ventana. En las tinieblas, copos de nieve semifundidos caían lentos y pesados.

—¿Se acuerda de los Prozorov? —preguntó Iégor.

Se había sentado con las piernas muy abiertas, bebiendo ruidosamente su té. Su rostro estaba rojo, cubierto de sudor y satisfecho.

—Sí, los recuerdo —dijo ella absorta, yendo hacia él con su andar oblicuo. Se sentó, fijó en el hombre una mirada triste, y dijo en tono compasivo:

—¡Ay! ¿Cómo llegará Sandrina?

—Se fatigará mucho —asintió Iégor—. La cárcel la ha quebrantado; estaba mejor antes…, sobre todo, que no ha sido educada en la vida dura. Yo creo que tiene ya algo en los pulmones…

—¿De qué familia es? —preguntó muy bajo la madre.

—Hija de un terrateniente. Su padre es un crápula, como ella dice. ¿Sabe, mamá, que querían casarse?

—¿Quién?

—Ella y Paul. Pero ahí está, nunca hay manera…, cuando él está en libertad, es ella quien está presa, o al contrario.

—¡No lo sabía! —respondió la madre, después de una pausa—. Paul nunca habla de sí mismo.

Sintió mayor piedad aún por la muchacha, y con una mirada de involuntaria animosidad hacia su huésped, añadió:

—¡Tendría que haberla acompañado!

—Imposible —respondió él tranquilamente—. Tengo muchas cosas que hacer aquí, y me hará falta todo el día para caminar, caminar… Ocupación poco agradable, con mi asma.

—Es una buena muchacha —dijo la madre en tono indefinible. Pensaba en lo que le había dicho Iégor y la ofendía haber sabido la noticia, no por su hijo, sino por un extraño. Apretó los labios y frunció el entrecejo.

—¡Muy buena! —Iégor inclinó la cabeza—. Ya veo que le da a usted lástima. ¿Por qué? No habrá piedad que le llegue si va a ponerse a compadecernos a todos los revolucionarios. La vida es dura para todos, esa es la verdad. Mire, no hace mucho que uno de mis camaradas volvió del destierro. Cuando llegó a Nijni Novgorod, su mujer y su hijo lo esperaban en Smolensk, y cuando llegó a Smolensk, ellos estaban ya presos en Moscú. Ahora le tocó la vez a la mujer de ir a Siberia. Yo también tuve una mujer, una esposa excelente, pero cinco años de esta vida la han conducido al cementerio…

Vació de un trago su vaso de té y continuó hablando. Enumeró sus años y meses de prisión o destierro, contó diferentes desgracias, los golpes en las cárceles, el hambre en Siberia. La madre lo miraba y lo escuchaba, admirándose de la tranquila sencillez con que pintaba aquella vida llena de sufrimientos, de persecución, de humillaciones…

—Pero hablemos de nuestro asunto.

La voz se transformó y la expresión se hizo grave. Le preguntó primero cómo pensaba introducir los folletos en la fábrica, y Pelagia se asombró del preciso conocimiento que él tenía sobre toda clase de detalles.

Cuando terminaron, volvieron a evocar su aldea natal. Mientras Iégor bromeaba, Pelagia remontaba el curso del tiempo: los años le parecían extrañamente semejantes a un pantano, sembrado de iguales montoncillos de turba, plantado de arbustos de temerosos estremecimientos, de pequeños abetos y blancos abedules perdidos entre los oteros. Los abedules crecían lentamente, y tras permanecer cinco o seis años en aquel terreno movedizo y pútrido, caían para pudrirse a su vez. La madre se representó este cuadro, presa de una dolorosa piedad. Ante ella, veía una silueta de muchacha, de rostro duro y obstinado. Marchaba bajo los copos de nieve, solitaria, fatigada. Y su hijo estaba en la cárcel. Quizá no dormía aún, meditando. Pero no pensaba en su madre: había ya alguien, todavía más próximo… Como nubes de reflejos multicolores y formas inestables, sombríos pensamientos ascendían hacia ella y oprimían fuertemente su corazón.

—Está cansada, mamá. Vamos a acostarnos —dijo Iégor sonriendo.

Ella le dio las buenas noches y entró en la cocina, con su andar oblicuo, silenciosamente, llevando en su corazón aquella hiriente amargura.

Por la mañana, mientras tomaban el té, Iégor le preguntó:

—Y si la cogen y le preguntan dónde ha obtenido todos esos heréticos folletos, ¿qué va a decir?

—Diré que eso no les importa.

—Sí, pero ellos no estarán de acuerdo —replicó Iégor—. Están plenamente convencidos de que, precisamente, les importa muchísimo. Y la interrogarán con insistencia, y durante mucho tiempo.

—Pero no lo diré.

—La llevarán a la cárcel.

—¿Ah, sí? Gracias a Dios que por lo menos serviré para algo —dijo ella suspirando—. ¿Quién me necesita? Nadie. Y dicen que no torturan…

—¡Hummm! —dijo Iégor, después de mirarla, atentamente—.Torturar, no… Pero una mujer valerosa como usted, debe tener cuidado.

—No es usted el más indicado para darme lecciones —dijo la madre con amarga sonrisa.

Por un instante, Iégor guardó silencio, dio unos pasos por la habitación y se acercó a ella:

—¡Es duro, paisana! Sé hasta qué punto es duro para usted.

—Lo es para todos —respondió ella con un gesto de la mano—. Quizá es más fácil para los que comprenden… Pero también yo voy comprendiendo poco a poco lo que quieren las gentes de bien…

—Si lo comprende, mamá, nos es necesaria a todos —dijo Iégor en tono grave.

Ella lo miró y sonrió en silencio.

A mediodía, tranquila y práctica, cubrió su pecho de folletos, con tal destreza que Iégor chasqueó la lengua satisfecho y dijo:

—¡Sehr gut! —como dice todo buen alemán, cuando bebe un bock de cerveza—. La Literatura no la ha cambiado, mamá: sigue siendo una excelente mujer de mediana edad, alta y fuerte. Que los innumerables dioses la bendigan en esta empresa.

Media hora más tarde, curvada bajo el peso de su carga, serena, calmosa, llegó a la puerta de la fábrica. Dos guardias, irritados por las burlas de los obreros, cacheaban sin miramientos a todos los que entraban en el patio, dirigiéndoles insultos. A su lado estaban un policía y un individuo, de piernas flacas, rostro encarnado y mirada huidiza. Al cambiar de hombro su zurrón, Pelagia siguió sus movimientos con el rabillo del ojo: presintió que era un espía.

Un muchacho alto, de cabellos rizados, el sombrero sobre la nuca, gritaba a los guardias que lo registraban:

—¡Hay que buscar dentro de la cabeza, demonios, y no en los bolsillos!

Uno de los guardias, respondió:

—En la cabeza no hay nada, fuera de los piojos.

—Pues cogedlos: es todo lo que sabéis hacer.

El espía lo envolvió en una ojeada rápida y escupió.

—¿Queréis dejarme pasar? —dijo la madre—, ya veis cómo vengo de cargada: ¡tengo rota la espalda!

—Anda, anda —le gritó furioso el guardia—. No hables tanto.

Llegada a su puesto, la madre puso en el suelo sus bolsas y echó una mirada a su alrededor, secándose el sudor de la cara.

Inmediatamente dos cerrajeros, los hermanos Goussev, se le acercaron, y Vassili, el mayor, preguntó en alta voz, frunciendo las cejas:

—¿Hay pasteles?

—Los traeré mañana —respondió ella.

Era una contraseña. El rostro de los dos hombres se iluminó. No pudiendo contenerse, el más joven dijo:

—Ah, madre, eres una buena mujer…

Vassili se puso en cuclillas, miró en una bolsa y un paquete de hojas se deslizó bajo su chaqueta.

—Juan —dijo en voz alta—, no vayamos a casa. Comeremos lo que trae. —Y escondió rápidamente los folletos en el tubo de sus botas—. Hay que ayudar a la nueva cantinera.

—¡Cierto!, aprobó Juan, y rompió a reír.

La madre miraba atentamente en torno suyo, y de cuando en cuando, gritaba:

—Sopa, pasta caliente…

Y sacando subrepticiamente los folletos, paquete tras paquete, los deslizaba en la mano de los trabajadores amigos. A cada paquete que salía, el rostro del oficial de la gendarmería se presentaba ante sus ojos, como una mancha amarilla, semejante a la llama de un fósforo en una habitación oscura, y se decía mentalmente con perverso júbilo:

—Toma, por ti, hijo mío…

Al entregar el paquetito siguiente, añadía satisfecha:

—Toma, ahí va otro…

Cuando los obreros se acercaban con su plato en la mano, Juan

Goussev se echaba a reír ruidosamente, y Pelagia, cesando en la distribución, servía sopa de coles y pasta, mientras que los Goussev bromeaban:

—Es hábil, la Pelagia.

—La necesidad enseña a cazar ratas —dijo un fogonero con aire sombrío—. Se han llevado a quien te sostenía… ¡Canallas! Dame tres kopeks de pasta. No te preocupes, madre. Saldrás adelante.

—Gracias por tus palabras. —Y Pelagia sonrió.

El obrero se alejó gruñendo:

—Una buena palabra no cuesta dinero.

Pelagia volvió a vocear.

—¡Sopa caliente! ¡Pasta! ¡Sopa de coles!

Y se decía que tenía que referir a su hijo aquel primer paso. El rostro amarillo del oficial, perplejo y malvado, estaba continuamente ante ella. Los bigotes negros se agitaban traicionando su confusión, y bajo el labio superior, contraído en un rictus de cólera, brillaba el marfil de los dientes apretados. La alegría cantaba como un pájaro en el corazón de la madre, sus ojos se arrugaban maliciosos, y mientras distribuía hábilmente sus mercancías, se hablaba a sí misma:

—Toma…, otro más…, otro más…

XVI

Por la tarde, mientras tomaba su té, resonó ante la ventana el ruido de los cascos de un caballo en el fango, y se oyó una voz conocida. Dio un salto desde la cocina a la puerta: alguien atravesaba a grandes zancadas el vestíbulo. Su vista se nubló y, apoyándose en el montante, empujó la puerta con el pie.

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