Justo cuando una gigantesca explosión resonó por encima de ellos.
Las sirenas se activaron. Las luces de alerta cobraron vida. Y todo el portaaviones quedó de repente bañado por la luz roja parpadeante de emergencias.
El pulgar del general se detuvo a un milímetro del interruptor.
Un alférez corrió junto al almirante de la Armada.
—¡Señor! ¡Nos están atacando!
—¿Qué? —gritó el almirante—. ¿Quién?
—¡Parece que se trata de un caza ruso!
—¿Un caza ruso? ¡Esto es un portaaviones, por el amor de Dios! ¿Quién en su sano juicio atacaría un portaaviones con un solo avión?
El Cuervo Negro se cernía a la misma altura de la cubierta de vuelo del Richelieu, disparando misiles y balas a los aviones allí estacionados.
Cuatro misiles salieron de las alas del Sukhoi y a continuación se separaron en busca de diferentes objetivos.
Un caza Rafale que se hallaba en la cubierta estalló en pedazos mientras que dos sistemas de misiles antiaviones fueron arrasados. El cuarto misil penetró en el hangar principal e impactó en un AWACS, provocando una explosión ensordecedora.
En el interior del Cuervo Negro, Rufus pilotaba el avión con gran destreza.
En el asiento del artillero, tras él, se hallaba Knight, moviéndose en su silla giratoria, apuntando a los objetivos y haciéndolos volar en pedazos con las armas del Cuervo.
—¡Madre! ¿Lista? —gritó Knight.
Madre se hallaba en el compartimento de bombas reconvertido de la parte trasera, armada hasta los dientes: MP-7, M-16, pistolas Desert Eagle; incluso llevaba a la espalda una mochila provista de un lanzamisiles portátil.
—Por supuesto.
—Entonces, ¡vamos! —Knight pulsó un botón.
El suelo del compartimento de bombas se abrió y Madre se deslizó por el cable de su Maghook.
En el interior de la torre de control del portaaviones francés reinaba el caos.
Los técnicos de comunicaciones estaban gritando por los micros de sus radios, transmitiendo la información al capitán.
—¡… Esa maldita cosa no ha sido detectada por nuestros radares! ¡Debe de estar usando algún tipo de tecnología de invisibilidad…!
—… Han atacado los sistemas antiaviones de la cubierta de vuelo…
—… ¡Lleven esos cazas a las catapultas ahora!
—Señor, el Triomphe dice que puede hacer blanco…
—¡Dígale que dispare!
En respuesta a la orden, un misil antiaéreo salió disparado de uno de los destructores del grupo de apoyo en dirección al Cuervo Negro.
—¡Rufus! ¡Confío en que arreglase las contramedidas electrónicas!
—Ya me encargué de ello, jefe.
El misil se acercó a ellos a gran velocidad.
Pero, en el último segundo, impactó en el escudo de interferencias electrónicas del Cuervo y viró…
… ¡Hasta impactar en el casco exterior del portaaviones!
—¡Escoltas! ¡Que cese el fuego! —gritó el capitán—. Ese avión está demasiado cerca. ¡Nos han dado! ¡Departamento de Electrónica, averigüen qué frecuencia de interferencia están usando y neutralícenla! Tendremos que destruirlos con los cazas.
En el interior del hangar principal del portaaviones, Schofield seguía casi crucificado delante de los propulsores del caza Rafale.
De repente, la cubierta comenzó a inclinarse abruptamente cuando el portaaviones comenzó a virar para evitar el repentino ataque sorpresa del Cuervo Negro.
Lefevre y los generales franceses estaban en esos momentos hablando por las radios, buscando respuestas.
Todos salvo el general del ejército, que seguía en la cabina del Rafale.
Tras la distracción inicial, miró de nuevo a Schofield. No iba a dejar pasar esa oportunidad.
Agarró de nuevo la palanca con el interruptor del posquemador y fue a pulsarlo cuando una bala le entró por la oreja y sus sesos salpicaron toda la cabina.
En medio de toda aquella confusión, nadie se había percatado de la figura que había aterrizado en la plataforma elevadora descubierta a estribor, contigua al hangar principal, una figura que se había deslizado por un cable vertical cual araña de un hilo, una figura que iba fuertemente armada. Era Madre.
Con un MP-7 en una mano y un M-16 en otra, Madre irrumpió en el hangar y echó a correr en dirección a Schofield. Era una fuerza incontenible de la naturaleza.
Los paracaidistas franceses que habían estado vigilando a Schofield cargaron contra ella desde todos los flancos: apostados tras los vehículos, desde los cazas allí estacionados…
Pero Madre siguió avanzando, disparándoles en todas direcciones, sin perder el paso.
Disparó dos veces a la izquierda y alcanzó a dos paracaidistas en el rostro. Se giró a la derecha y con su M-16 abatió a tres más.
Un paracaidista apareció sobre el ala del Rafale que Madre tenía encima y esta dio una voltereta, disparando mientras rodaba en el suelo, llenando al soldado de agujeros sanguinolentos.
A continuación lanzó dos granadas de humo y, con la ayuda de la bruma, se movió como si de un espectro vengador se tratara.
Cuatro paracaidistas franceses fueron abatidos, engullidos por el humo de las granadas, al igual que el almirante. Ni siquiera el espía, Lefevre, se libró de Madre. Un
shuriken
le atravesó la nuez. Tendría una muerte lenta.
Entonces, de repente, Madre salió de entre la neblina junto a Schofield.
—Hola, Schofield. ¿Cómo lo llevas?
—Mucho mejor ahora que estás aquí —dijo Schofield.
Dos de los pitones de Knight se encargaron de sus esposas. En cuestión de segundos, Schofield estaba de nuevo en tierra firme, libre.
Pero, antes de que Madre pudiera darle algún arma, Schofield corrió hacia el cuerpo de Lefevre, que yacía en el suelo.
Cogió algo que había junto al cuerpo moribundo del francés y regresó junto a Madre. Ella le pasó un MP-7 y una Desert Eagle.
—¿Listo para hacer daño? —preguntó.
Schofield se volvió hacia ella con los ojos fijos en su lanzamisiles portátil.
—Listo.
Corrieron hacia un todoterreno estacionado junto a ellos.
Dispuestos de dos en dos, cuatro Rafale de tecnología de última generación recorrieron la pista del Richelieu y despegaron.
Viraron en el cielo, sobre el portaaviones, en mortífera formación, en dirección al Cuervo Negro.
—¡Vienen! —gritó Rufus.
—¡Los veo! —respondió Knight.
Knight se giró en la silla y apretó gatillos e interruptores como si fuera un crío jugando a un videojuego.
Dos Rafale abrieron fuego contra ellos.
Una salva de balas trazadoras de color naranja se dirigió hacia ellos. El Cuervo viró y giró en el aire, esquivando las balas mientras al mismo tiempo disparaba al enemigo.
Entonces los dos primeros aviones los pasaron. Sendas explosiones sónicas. Pero eso solo había sido el primer acto, una distracción para ocultar el espectáculo principal.
Pues los dos otros cazas franceses habían virado, volando muy bajo, por encima de las olas del océano en dirección contraria, y en esos momentos se acercaban al Sukhoi desde detrás, por debajo de ellos.
El Sukhoi, que seguía planeando sobre la plataforma elevadora de estribor, giró en el aire y miró de frente a esos dos nuevos aviones.
—Mierda —exclamó Rufus mientras consultaba el monitor de las contramedidas—. Esos cabrones nos están jodiendo la frecuencia… Va y viene. Estamos perdiendo la protección antimisiles.
Los dos Rafale recién llegados dispararon dos misiles cada uno.
Knight disparó a los misiles e impactó en dos de ellos, pero los otros dos esquivaron sus disparos.
—¡Rufus!
Los misiles rugieron en su dirección.
Rufus los vio venir y, un instante antes de que fuera demasiado tarde, vio la respuesta.
Los misiles se acercaban en busca de su presa…
… Justo cuando Rufus dirigió el Cuervo Negro hacia el interior de la enorme entrada que se abría junto a la plataforma elevadora de estribor y metió el caza en el interior del hangar principal.
Los misiles, a diferencia de los lanzados por el destructor Triomphe, iban equipados con sistemas de detección electrónicos que impedían que impactaran en su propio portaaviones. Se precipitaron al océano y explotaron, levantando géiseres gemelos de treinta metros de altura.
En el interior de la torre de control, los operadores de los radares contemplaron confusos sus pantallas y comenzaron a gritar por sus micrófonos:
—¿Dónde coño ha ido?
—¿Qué? Repita…
—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán—. ¿Dónde están?
—Señor. ¡Están dentro!
El Cuervo Negro se cernía en esos momentos en el interior del hangar del portaaviones francés.
—Me gusta su estilo, Rufus —observó Knight mientras disparaba indiscriminadamente a los aviones, helicópteros y camiones allí estacionados.
Cual ave gigantesca atrapada en un salón, el Cuervo Negro fue dejando aviones y camiones destruidos tras su estela.
Cruzó el hangar desatando el caos y la destrucción. En una ocasión sus aletas de cola llegaron a rozar el techo.
Knight gritó por su radio:
—¡Madre! ¿Dónde está?
Un todoterreno corría hacia la popa del hangar a toda velocidad, esquivando camiones cisterna y metiéndose por debajo de los aviones. Madre iba al volante y Schofield se encontraba en cuclillas en la parte trasera.
Madre gritó:
—¡Estoy en el otro extremo del hangar, intentando evitar su caos!
—¿Tiene a Schofield?
—Lo tengo.
—¿Quieren que los recoja aquí?
Madre se volvió hacia Schofield, que estaba ocupado con el lanzamisiles portátil de Knight.
—¿Quieres que nos recoja aquí?
—¡No! ¡Aún no! —gritó Schofield—. Dile a Knight que salga del hangar. ¡No querrá estar aquí dentro de dos minutos! ¡Más bien no querrá estar cerca de este barco! ¡Dile que nos veremos fuera!
—Recibido —dijo Knight instantes después.
Se volvió.
—¡Rufus! ¡Hora de irnos!
—Recibido, jefe. ¿Dónde está esa otra…? Ah —dijo Rufus mientras divisaba la segunda plataforma descubierta, en el extremo contrario de la nave.
El Sukhoi ganó potencia y cruzó el interior del hangar, ahogando con sus motores cualquier otro sonido, hasta salir por la plataforma elevadora a la cegadora luz del día.
Mientras tanto, en la parte trasera del todoterreno, Schofield seguía rebuscando en la mochila que Madre había portado consigo. Se trataba de la mochila de fabricación rusa de Knight, lo que significaba que contenía un lanzamisiles portátil y varias cargas explosivas. Encontró lo que estaba buscando.
La famosa carga de paladio P-61 soviética.
Las cargas de paladio (un proyectil revestido de paladio con un núcleo líquido de ácido fluorhídrico) solo tienen un objetivo: eliminar las centrales nucleares civiles de una manera terrible.
Las armas nucleares requieren que la consistencia de su núcleo sea en un noventa por ciento de uranio. Los reactores nucleares de las centrales civiles tienen una consistencia de cerca del cinco por ciento, mientras que en los reactores de los portaaviones propulsados por energía nuclear la consistencia ronda el cincuenta por ciento. Por ello, ninguno de esos reactores podrá nunca llegar a crear una explosión nuclear. Sí puede haber fugas de radiación, como ocurrió en Chernóbil, pero nunca llegará a crear una nube de hongo.
Lo que sí liberan a cada segundo, sin embargo, son ingentes cantidades de hidrógeno (hidrógeno altamente inflamable), una acción que se anula por el uso de recombinadores que convierten el peligroso hidrógeno (H) en agua (H
2
O).
Al mezclar el paladio con el hidrógeno, sin embargo, se obtiene el efecto contrario. El paladio multiplica el letal hidrógeno, produciendo ingentes cantidades de gas inflamable que puede llegar a estallar si cuenta con la ayuda de un catalizador, como por ejemplo el ácido fluorhídrico.
Así, la carga P-61 actúa como un detonador en dos fases.
La primera fase, la detonación inicial, mezcla el paladio con el hidrógeno, multiplicando el gas de manera considerable. La segunda fase del arma prende ese gas con el ácido.
El resultado es una explosión bestial, quizá no tan grande como una nuclear, pero sí quizá la única explosión en el mundo que puede resquebrajar el casco reforzado de un portaaviones.
—¡Allí! —gritó Schofield mientras señalaba hacia dos conductos cilíndricos situados a estribor, conductos que expulsaban el exceso de hidrógeno a babor—. ¡Los conductos!
El todoterreno maniobró por el hangar, esquivando los cazas en llamas.
Schofield se puso de pie en la sección trasera del vehículo con el lanzamisiles en su hombro y apuntó a un ventilador enorme dispuesto en un lateral de los conductos para los gases.
—¡Tan pronto como dispare, Madre, pisa el acelerador y dirígete a la rampa de subida! Tenemos unos treinta segundos entre la primera y la segunda fase. ¡Eso significa que tendremos treinta segundos para salir de este barco!
—¡De acuerdo!
Schofield apuntó con el lanzador.
—
Au revoir
, bastardos.
A continuación puso el dedo en el gatillo.
El lanzador disparó, enviando la carga con cabeza de paladio hacia el techo del hangar mientras una columna de humo se extendía en el aire tras él.
La carga de paladio atravesó el ventilador del conducto derecho y desapareció en su interior. Comenzó a descender en busca de la fuente de calor.