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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (22 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Los bandidos se habían llevado a sus dos compañeros muertos y, además, todos los caballos del parador, que utilizaron para cargar el oro.

Saliendo al patio, César descolgó su equipaje. El de Alicia quedó donde estaba.

Cargado con su maleta, César entró de nuevo en el parador y buscó una habitación. Eligió la más apartada y después de cerrar la puerta con llave abrió la maleta. No parecía haber sido examinada. Los bandidos habían cumplido su palabra. Encontró una cartera con dinero y por último abrió un fondo secreto. Menos el sombrero, allí estaba todo el equipo del
Coyote
. Y lo principal eran los dos revólveres y el plano que le entregara Leocadio Lugones.

Cerrando de nuevo la maleta, regresó al comedor. Todos continuaban en sus mismas posturas. Nickels, rumiando su ruina. Jorge, sentado contra la pared, parecía no haber comprendido aún los efectos de su delito. Los tejanos habían terminado sus cigarrillos y estaban liando otros. Marcelino movía negativamente la cabeza, como rechazando algún pensamiento desagradable.

Acercándose al mostrador del bar que se encontraba en una habitación contigua, César cogió un par de botellas y regresó al comedor; luego buscó unos vasos y los llenó. Los primeros en aceptar el licor fueron los tejanos, después, Jorge bebió el licor que le ofrecía César, y también Marcelino bebió ávidamente. Nickels fue el único que rechazó el alcohol, estrellando el vaso contra el suelo.

Llegó la noche y la mujer de Marcelino encendió fuego en la chimenea y frió unas lonjas de tocino ahumado. Nickels y Jorge no quisieron probarlo. El segundo sólo deseaba beber y la botella que se había agenciado estaba ya casi vacía. A pesar de que había bebido lo suficiente para derribar al hombre más recio, conservaba todos los sentidos. El alcohol pasaba por su garganta como si fuera agua, negándole el consuelo del olvido.

Los tejanos y César fueron los únicos que comieron; luego el californiano retiróse a descansar, aconsejando a Jorge que hiciera lo mismo.

Tan pronto como estuvo encerrado en su habitación, César aseguró la puerta con el cerrojo y abriendo la maleta sacó de ella su traje. En diez minutos el cínico ranchero quedó convertido en
El Coyote
; y como no tenía el sombrero, se cubrió la cabeza con un gran pañuelo. Luego saltó por una ventana y marchó en dirección a los bosques. Caminaba de prisa, guiándose por el plano que le entregara Leocadio. Una hora después alcanzaba la cabaña de sus hombres.

—¡
El Coyote
! —anunció Juan Lugones.

—¿Dónde está la cabaña de los bandidos? —preguntó el enmascarado.

—Está cerca.

—Prestadme un caballo y vayamos hacia allí.

Los tres hermanos le siguieron en seguida, mientras Juan indicaba el camino.

—Esta tarde pasaron con muchos caballos cargados —explicó Evelio.

—¿Guardan el oro en la cabaña?

—No. Yo les seguí; pero al poco rato de haber llegado ellos, apareció un carro y en él cargaron todo el oro, marchando en seguida hacia Látigo. Les seguí; pero a mitad de camino hay un enorme terreno descubierto. Tuve que esperar mucho rato antes de poder cruzarlo. Cuando lo hice, el carro había desaparecido. Creo que se dirigió a Látigo.

—¿Están todos los bandidos en la cabaña?

—Hay cuatro. Otros dos llegaron muertos y ya están enterrados. Y el que parecía el jefe se marchó con el oro.

Juan Lugones calló, pues habían llegado ya a la vista de una cabaña que se levantaba junto a un mal camino de carro.

—Yo solo me encargo de ellos —dijo
El Coyote
—. No quiero exponeros a ningún peligro. Sólo necesito que uno de vosotros golpee la ventana de la cabaña con una rama. Cuando ellos miren hacia allí, yo entraré.

—Es gente muy peligrosa —advirtió Evelio.

—Ya lo sé. Después de este trabajo os marcharéis a Los Ángeles y olvidaréis todo lo ocurrido.

—Podemos serle necesarios…

—Ya habéis hecho todo lo que yo necesitaba de vosotros. Timoteo podrá golpear la ventana. Evita asomar la cabeza, porque te la podrían volar.

Deslizándose, como dos sombras,
El Coyote
y Timoteo Lugones llegaron hasta la cabaña y mientras el segundo se agazapaba al pie de la única ventana,
El Coyote
fue hasta la puerta y desenfundando sus dos revólveres hizo una seña a Timoteo, que levantando la mano con que sostenía una rama de pino, golpeó fuertemente con ella el cristal de la ventana.

James Kalz, Paul Brandon, Victor Happel y William Morrison se volvieron nerviosamente hacia la ventana y cada uno de ellos acercó la mano a la culata de su revólver. Durante unos segundos parecieron estatuas de piedra, pero no obstante tener todos los sentidos en tensión, ninguno de ellos oyó el suave abrirse de la puerta, ni la entrada del enmascarado con el que se enfrentaron, incrédulamente, cuando al volverse para sentarse de nuevo, convencidos de que el rumor que llegó hasta sus oídos fue producido por algún pájaro nocturno atraído por la luz de la cabaña, se vieron ante él, que les encañonaba con sus dos revólveres.

—¿Qué…? —empezó Happel, tratando de empuñar su arma.

Un disparo le interrumpió y, soltando la culata que ya había rozado, Vic Happel se llevó la mano a la destrozada oreja.

Otras tres veces disparó el enmascarado y cada uno de los bandidos sintió en la oreja derecha la dolorosa mordedura del plomo, que llevó al cerebro de todos el mismo nombre:

—¡
El Coyote
!

Un terror pánico se apoderó de los cuatro bandidos, que levantaron las manos, pidiendo al mismo tiempo.

—¡No nos mate, señor!

—No tengáis miedo. No os mataré. Os reservo para la horca, a menos que intentéis algo que no debéis intentar. El primero de la izquierda puede bajar las manos, soltarse el cinturón y dejarlo caer al suelo. Si intenta empuñar el revólver le mataré.

Ninguno de los cuatro bandidos intentó defenderse. Uno tras otro dejaron caer sus armas y juntos salieron de la cabaña cuando
El Coyote
les ordenó que lo hicieran.

—Vamos a ir a Látigo —explicó a sus prisioneros—. Montaréis a caballo y os recuerdo que soy capaz de disparar mucho más de prisa de lo que puedan galopar vuestros animales.

Los cuatro bandidos no intentaron ni por un momento escapar, y tres cuartos de hora más tarde, los noctámbulos de Látigo vieron avanzar por la calle Mayor una sorprendente comitiva formada por cuatro nombres de ensangrentados rostros, seguidos por un enmascarado que, revólver en mano, no los perdía de vista un instante.

Cuando todos comprendieron quién era el enmascarado, su nombre corrió de boca en boca.

—¡
El Coyote
! ¡
El Coyote
!

Era un héroe demasiado popular en aquella región para que nadie intentase nada contra él. Rodeado por una multitud que le aplaudía entusiasmada, llegó con sus cautivos frente a la oficina del
sheriff

Jay Martin, prevenido ya de la llegada del
Coyote
, le esperaba en la puerta.

—¿Qué significa eso? —preguntó.


Sheriff
, le traigo a cuatro de los hombres que este mediodía han asaltado la diligencia en el parador 125. Entre ellos están los culpables del asesinato de una mujer y de un hombre, y los cuatro son culpables del robo de medio millón en oro que era transportado en la diligencia. Supongo que se hará justicia y que no me veré obligado a volver para imponerla a mi manera.

—Desde luego —replicó Jay Martin—. Nos hace usted un gran favor. Esos malditos nos han estado perjudicando durante muchos años.

—Ya no les perjudicarán más. Si los saben interrogar bien, quizá puedan descubrir el escondite del oro.
Sheriff
Martin, le hago responsable de ellos.

Dejando a los cuatro bandidos ante el
sheriff
y sus comisarios,
El Coyote
volvió grupas y entre las aclamaciones de la multitud partió al galope. Un momento más tarde había desaparecido. Tras él quedaba una tormenta en plena formación.

Capítulo VIII: Expiación

Jedd Truman vio alejarse al
Coyote
y se dio cuenta de que había estado pasando el mayor terror de su vida. Clavó la mirada en los cuatro bandidos y el terror volvió a atenazarle la garganta. Cada uno de aquellos cuatro hombres le conocía, podía pronunciar su nombre y hundir todo el edificio de su ingenio.

—¿Por qué hemos de esperar a que se les juzgue? —dijo, dirigiéndose a los hombres que estaban junto a él—. ¿No tenemos una ley mejor contra ellos? La del juez Lynch. Una cuerda y un árbol. Era una chispita insignificante; pero prendió en un momento en aquel ambiente propicio, convirtiéndose en destructor incendio que envolvió a los cuatro bandidos y los arrancó de la protección del
sheriff
, que no pudo hacer nada por ellos. Los gritos de los infelices se ahogaron en medio del clamor de los hombres ansiosos de imponer una justicia primitiva y salvaje.

Aquel clamor fue en continuo aumento y culminó en un alarido que se fue calmando poco a poco, mientras un árbol de recio tronco mostraba el fruto de la ley de Lynch, o sea la ley del Oeste salvaje.

*****

Cuando dos horas más tarde Jorge Azcón llegó a Látigo y su mirada encontró las muestras de aquella bárbara justicia, un escalofrío le recorrió el cuerpo. A James Kalz lo había visto pocas horas antes lleno de vida. Ahora sus ojos sin luz le miraban desde el más allá.

Jorge tuvo que apoyarse en una valla de madera, porque las piernas se le doblaban como si no fuesen capaces de sostener su culpa.

—¡Dios mío! —susurró.

Cuando todos se retiraron a descansar, allá en el parador, él había entrado en el cuarto y se había detenido junto al cadáver de Alicia. Como si le tuviera junto a él, oyó al
Coyote
repitiéndole las palabras que el enmascarado le dirigiera en San Francisco: «Sólo el camino recto es bueno. Si la justicia humana no te castiga, te castigará la justicia divina, cuyos golpes son mucho más horribles porque a veces nos hieren de rechazo en los seres a quienes más queremos. Piensa en Alicia… tal vez algún día sea ella la que te castigue». Las recordó con tal exactitud que tuvo la impresión completa de que
El Coyote
se hallaba a su lado. El pronóstico se ha cumplido. Y ante él estaba la mujer a quien él tanto había amado. Sin embargo, él era su asesino. Tan asesino como si hubiera disparado el revólver que terminó con la vida de Alicia.

Inclinóse, tímidamente, como si fuera a cometer un sacrilegio, y acarició la mano de la muerta. Estaba helada. ¡Tan distinta de cuando su dueña estaba llena de vida!

Salió del cuarto y salió también del parador. Notaba que una fuerza le impulsaba lejos de allí, lejos del cuerpo de su víctima y del escenario de su crimen.

—¡Dios mío! Perdón… perdón.

Sabía que no merecía ningún perdón, y porque le habían enseñado que Dios siempre perdona no quiso seguirle pidiendo piedad. Tenía que hacer algo. Tenía que purgar su crimen…

Caminaba con paso mecánico, incansable, sin notar ni el contacto del suelo, siempre en dirección hacia Látigo, sin darse cuenta de que iba hacia allí.

Cuando al cabo de dos horas hallóse a la entrada del pueblo, quedó hondamente turbado. ¿A qué había ido allí? Trató de recordar. Había caminado sin haber tomado ninguna decisión. Fue hacia allí como hubiese podido dirigirse hacia Cordillera.

De súbito comprendió a qué había ido. Jay Martin, el
sheriff
, le había pedido su ayuda. Él nunca se la otorgó; pero ahora todo había cambiado. Ahora le diría quiénes eran los bandidos y le daría la oportunidad de coronar con un ruidoso triunfo aquellos años de perseguir en vano a los salteadores.

Cuando vio que la justicia se había ya cumplido, quedó sin saber qué hacer. Con un esfuerzo miró los cuatro cadáveres. ¡No! No estaba entre ellos el peor, el del jefe… Aún le quedaba un triunfo…

Volvió sobre sus pasos y encaminóse a la oficina del
sheriff
. Había luz dentro de ella y cuando llamó, Jay Martin, en persona, le abrió la puerta.

—¡Oh! ¿Es usted, señor Azcón? ¿No estaba…?

—Sí, iba en la diligencia cuando la asaltaron —replicó Jorge—. Venía a decirle quiénes eran los bandidos…

—Ya nos lo trajo un hombre.
El Coyote
.

—¿
El Coyote
? ¿Él?

—En persona. Me entregó a los cuatro bandidos que quedaban; luego se marchó y aunque yo quise defenderlos, el pueblo estaba tan furioso que los arrancó de mis manos y los ahorcó…

—Pero falta uno —murmuró Jorge—. El peor de todos.

—¡Eh! ¿Qué dice?

—Falta el jefe y… yo sé quién es. He venido a decírselo.

—¿Quién es? —preguntó Martin, visiblemente excitado—. ¡Pronto, dígame quién…! Pero ¿cómo puede usted saberlo?

—Porque yo era cómplice de esa banda —replicó Jorge, con cansado acento, como quien ya no siente interés por nada, ni por la propia vida.

—¿Usted cómplice de la banda? —tartamudeó Martin.

—Sí. Yo les facilitaba los informes. Ahora, si usted quiere, podrá detener al principal culpable.

—¿Quién es?

—Jedd Truman.

—¡Imposible! —exclamó el
sheriff
—. Está usted loco…

—Es él. Oculta su piel de lobo bajo una de cordero; pero es el más culpable de todos.

—No puedo creer que Jedd Truman, uno de los hombres más importantes de Látigo, sea… Sin embargo… ahora que lo dice… Me pareció que él fue quien incitó a la gente a ahorcar a aquellos hombres… Lo debió de hacer para impedirles hablar.

—Vaya a detenerle,
sheriff
.

—¿Qué le ha ocurrido a usted? —preguntó Martin—. ¿Por qué hace esto ahora y no lo hizo antes?

—Mi prometida fue asesinada por esos bandidos —replicó Jorge.

—¡Ah! Comprendo.

Jay Martin se puso en pie y dio unos pasos por la estancia. Iba pensativo, como abrumado por lo que acababa de averiguar.

—¿Se da cuenta de lo que tendrá que hacer? —preguntó, al fin—. Usted tendrá que declarar su culpa para poder acusar a Truman.

—Estoy dispuesto a todo. Ya nada me importa.

—¿Quiere acompañarme a casa de Truman? Le detendré y puede que al verle a usted él diga algo que le comprometa. Soy casi un viejo, muchacho, y he aprendido a perdonar las locuras de la juventud. Quisiera, si fuese posible, evitarle un castigo material.

—Mi castigo moral es demasiado terrible para que me importen los demás castigos.

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