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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (19 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Los Ángeles dormía bajo las brillantes estrellas. Un jinete se detuvo ante la casa de la india Adelia y llamó a la puerta con la culata de un revólver. Tres golpes espaciados y dos seguidos. Luego, al cabo de dos minutos, repitió la llamada y la puerta se abrió, permitiéndole entrar, sin descender del caballo, en la casa.

Leocadio Lugones le aguardaba ya en pie.

—Hola, muchacho —saludó
El Coyote
, cuando hubo desmontado—. ¿Hay alguna noticia?

—Muchas, señor; y puede que sean buenas para usted; pero no lo parecen.

—Cuenta. —Volviéndose hacia la india,
El Coyote
ordenó—: Adelia, puedes marcharte. Y procura no escuchar lo que vamos a decir.

—Seguro que no —sonrió la india, marchando con lento paso hacia el interior de la casa.

—Explícalo todo lo más de prisa que puedas —indicó
El Coyote
—. Luego ya te pediré que me aclares algunas cosas.

—Pues llegamos a los sitios que usted nos indicó y mis hermanos fueron a Cordillera y al bosque. A los nueve días de haber llegado, Evelio dio la noticia de que iban a asaltar la diligencia. Jorge Azcón es el que da los informes. Se los transmite a un tal James Kalz, y ése los pasa al resto de la banda. Para engañar a los bandidos, el jefe de las minas hizo cargar el oro en una diligencia en la cual sólo iban pasajeros, mientras que hacía preparar otra, muy custodiada, en la que aparentemente iban trescientos mil dólares. Pero los bandidos asaltaron la primera, se llevaron el oro y se burlaron de las astucias de Nickels, quien está completamente desconcertado, pues no sospecha de Jorge y empieza a creer que tiene espías en su propia casa.

—¿Está seguro Evelio de la culpabilidad de Jorge Azcón? —preguntó
El Coyote
.

—¡Pues claro que está seguro! —Y Leocadio explicó detalladamente lo que había descubierto su hermano.

—¿Habéis dado con el escondite de los bandidos?

—Sí, jefe; pero no lo descubrimos en el primer asalto. Entonces sólo averiguamos el camino que seguían a través del bosque; pero cuando Evelio nos avisó que iban a asaltar otra diligencia, nos apostamos allí y ¡ya lo creo que encontramos la cabaña donde se esconden! Está junto a un camino de carro que conduce a Látigo.

—¿Cómo se desarrolló el segundo ataque?

—El gerente de las minas necesitaba hacer llegar el oro a San Francisco y envió ciento cincuenta mil dólares en lingotes. Detrás de la diligencia iban quince jinetes armados, y dentro de ella otros tres; pero Jorge dio el soplo, y los bandidos esperaron, por primera vez en mucho tiempo, más allá del parador 125, que es el primero que se encuentra después de Látigo, yendo hacia Cordillera. La cosa fue muy sencilla. Colocaron unos barrenos en la falda de la montaña. Usaron nitroglicerina. La metieron en una cueva y ataron a los frascos un cordel muy largo cuyo extremo sostenía uno de los bandidos. En cuanto la diligencia pasó por debajo de donde estaba la carga y dobló el recodo de la carretera, el bandido tiró del cordel, echó al suelo aquellos frascos y voló media montaña. Por suerte para ellos, los guardas iban un poco retrasados y tuvieron tiempo de echarse atrás y salvarse del alud de piedras que se les venía encima; pero ya no pudieron seguir adelante, pues la carretera quedó interceptada. Entretanto, los de la diligencia, medio atontados por la explosión, no se dieron cuenta de que se les echaban encima los bandidos y se encontraron desarmados antes de saber quién les arrancaba los fusiles y los revólveres de las manos. Más tarde los encontraron atados dentro de la diligencia.

—¿Qué va a ocurrir ahora?

—No se sabe; pero Nickels no se atreve a enviar el oro, a pesar de que tiene los sótanos llenos. La agencia Wells y Fargo no quiere cargar con la responsabilidad de trasladarlo, y el
sheriff
de Látigo hace lo humanamente posible por pescar a los bandidos. Le hubiésemos podido decir dónde están; pero…

—Ya sé que no os dije que lo hicierais. Callad. En ese asunto debo intervenir yo. Que Evelio abandone Cordillera y se una a los que están en el bosque. Allí recibirán mis órdenes. ¿Qué has averiguado tú en Látigo?

—Allí hay un tal Jedd Truman que está en muy buenas relaciones con todo el mundo, especialmente con James Kalz y Paul Brandon, que son dos de los miembros de la banda. Kalz opera en Cordillera. El otro, en Látigo. Visitan muy a menudo a Truman.

—Ya sé que es el jefe —replicó
El Coyote
—. Antes averiguaban los envíos de oro por mediación de un tal Hobart que ahora se encuentra en Salt Lake City; al marcharse él, la tarea fue traspasada a Jorge, después de hacer recaer sospechas sobre el infeliz que antes estaba en su puesto.

—¡Vaya niño que les ha salido a los Azcón! —comentó Leocadio—. Suerte para él que su padre no puede verle.

—Oye una cosa —interrumpió
El Coyote
—. Lo que hace Jorge Azcón sólo debo saberlo yo. ¿Entiendes? Repíteselo a tus hermanos. Si alguien llega a enterarse alguna vez de lo que está haciendo… —Con una amplia sonrisa que heló de espanto a Leocadio, el enmascarado terminó—: ¡Si alguien llegara a enterarse de eso, me enfadaría mucho con vosotros! ¡Me enfadaría mucho! No lo olvides. Con los cuatro.

—Ya sabe que… que somos prudentes —tartamudeó Leocadio.

—Sólo deseo que lo sigáis siendo. ¿Sospecha alguien en Cordillera de Jorge?

—No, nadie. De él es de quien menos sospechan. En cambio, del pobre Nickels dicen muchas cosas malas. Él no es el dueño de las minas, sino un gerente, y hay quienes dicen que se está forrando para el día en que le echen.

—Perfectamente. Vuelve a Látigo y aguarda allí mis noticias. Indícame dónde se esconden tus hermanos en el bosque.

—Le traigo un plano que hizo Juan.

—Dame el plano.

El Coyote
tomó la hoja de papel en que estaba dibujado el bosque y la estudió un buen rato. Hizo algunas preguntas a Leocadio y, por fin, se levantó.

—Os felicito a todos por vuestro trabajo. No creí que lo realizarais con tal perfección. Adiós. ¿Necesitáis dinero?

—No. Timoteo y Juan han encontrado un yacimiento de oro y lo están explotando. Es una lástima que no podamos quedarnos allí hasta que…

—¿Dónde venden el oro? —interrumpió
El Coyote
—. ¿O es que lo guardan?

—Lo venden en el Banco de Látigo. Es un Banco muy importante, que compra mucho oro y lo envía a San Francisco. Desde Látigo a San Francisco no hay peligro, porque aquellos sitios están muy concurridos. En cambio, de Látigo hacia arriba el territorio está desierto, a pesar de que parece haber oro.

—¿Tiene muchos clientes el Banco?

—Muchísimos. Todos los buscadores de por allí venden su oro.

—¿De quién es el Banco?

—Es una sucursal del Banco Astor, de Nueva York.

—¿Quién la dirige?

—Un señor muy viejo que aún no se ha acostumbrado a los tiros y que todo lo ha llenado de rejas.

—Está bien. Ya averiguaremos más cosas. Vuelve a Látigo y abre mucho los ojos. Averigua todo lo que te sea posible del
sheriff
. ¿Cómo es que no ha dado con el escondite de los bandidos?

—Porque nadie le ayuda. Un cazador que vivía en el bosque le dio una vez una pista; pero antes de que terminase de hablar le pegaron un tiro y por poco matan al
sheriff
, pues le obligaron a permanecer en un hoyo hasta que se hizo de noche. Después de aquello, por más que el
sheriff
ha pedido ayuda, nadie se la ha prestado. A Timoteo y a Juan también les fue a pedir que le ayudasen, pero ellos, como ya estaban advertidos, no dijeron nada.

El Coyote
se puso en pie y, después de unos minutos de inmovilidad, volvióse hacia Leocadio Lugones y le dijo:

—Puedes decir a tus hermanos que estoy muy satisfecho de vosotros. Seguid vigilando.

—¿No sería preferible que Evelio siguiese en Cordillera?

—No. Va a ir allí alguien que le conoce, y no quiero que se sepa que Evelio ha estado en Cordillera.

—¡Pero si no lleva bigote y ni el mismo Jorge Azcón le ha reconocido!

—Haced lo que os digo. Y no olvidéis que nadie ha sido sorprendido por un exceso de precauciones.

El Coyote
montó a caballo y abandonó la casa de la india, perdiéndose en la noche.

Aún no había transcurrido una hora cuando ya se encontraba en su casa, sentado en el salón, frente a una bandeja en la que había pollo frío, una taza de caldo y una copa de vino. Junto a la mesa, Guadalupe permanecía inmóvil, con la inquieta mirada fija en César, tratando de adivinar los pensamientos que se agitaban en el cerebro del dueño del rancho de San Antonio.

—Debo marcharme, Lupita —dijo de pronto César.

—¿Por qué? —preguntó Lupe.

—Debo resolver un asunto.

—¿Y exponer su vida?

—Acaso.

—¿Hasta cuándo seguirá así? ¿Por qué ha de correr siempre riesgos terribles? ¡Cómo si su vida no tuviera ningún valor!

—Sólo vale algo para ti y para el niño.

Guadalupe estuvo a punto de preguntar si no era suficiente; pero se contuvo.

—¿Adónde ha de ir? —inquirió.

—A Cordillera. A un par de días de San Francisco.

—¿No está allí ese bala perdida de Jorge Azcón?

—Sí.

—¿Y es por él por quien va a exponerse?

—Por él menos que por su padre y por Alicia Paredes. La muchacha le ama y tal vez aún sea posible salvarlo. Ella está convencida de poder sacar partido de él.

—¿Y con qué excusa irá a Cordillera?

—Eso es lo que me preocupa. Podría decir que voy a ver a mi prima Adelaida. Vive allí desde que se casó. Pero hasta ahora jamás se me había ocurrido visitarla.

—Creo que la excusa es menos difícil de lo que usted imagina.

—¿Cómo? ¿Se te ocurre alguna?

—Le creí mejor administrador de sus bienes.

—¿Tenemos algo por Cordillera?

—Heredó usted unas montañas…

—¡Oooh! —Gritó César—. Pero, cómo he podido olvidarme de eso. ¡Claro! Por cierto que esta noche, cuando Leocadio me dijo que en los bosques y montañas había oro que nadie explotaba, me extrañó. Y no lo hacen porque los yacimientos están en terreno privado y nadie quiere trabajar en beneficio ajeno. ¡Claro! ¿Y cuánto hace que tengo esas tierras?

—Casi unos diez años.

—¡Qué barbaridad! Y a lo mejor paso un mes entero sin encontrar la solución que tenía continuamente al alcance de la mano. Esas tierras deben encontrarse en el condado de Látigo, ¿verdad?

—Sí. Un hermano de su señor padre se las compró a los indios por un puñado de cuchillos. Luego el señor Greene arregló todo lo referente a los títulos de propiedad, pero como eran tierras sin valor, nunca se ocupó usted de ellas.

—En estos momentos me serán muy útiles —sonrió César—. Y como, según me han dicho, abunda el oro, en adelante nos ocuparemos un poco más de ellas. Mañana iré a despedirme de Alicia. Y como Leocadio aún estará en Los Ángeles, ve a verle y pregúntale si doña Adelaida está todavía en Cordillera.

*****

—Yo iré con usted, don César.

Alicia pronunció estas palabras con una firmeza tan grande que César de Echagüe comprendió que todos sus esfuerzos por hacerla variar de opinión serian inútiles.

—¿Qué estás diciendo? —protestó la señora Paredes.

—Quiero ir, mamá. Jorge está allí. Puedo estar en casa de tía Adelaida. Y si voy con don César y me acompaña doña Pura, nadie podrá encontrar ningún mal en mi viaje.

César de Echagüe empezó a arrepentirse del impulso que le había llevado allí. Estaba seguro de que Alicia no pensaría en acompañarle, y de pronto se encontraba con que la joven, muy firme, le anunciaba su propósito de ir con él hasta aquel poblado minero donde había tenido la mala ocurrencia de ir a pasar los últimos días de su vida prima Adelaida.

Y no era esto lo peor, sino que, de acuerdo con los informes que le había conseguido Guadalupe, prima Adelaida estaba pasando un mes y pico en Látigo, donde el médico del pueblo le curaba unas afecciones cardíacas, motivadas, sin duda, por la altura a que se encontraba Cordillera. Pero habiendo puesto como una de las excusas de su viaje el ir a visitar a su prima, aprovechando la ocasión de tener que poner en orden sus propiedades, no era cosa de decir ahora que Adelaida no estaba en Cordillera.

Aún luchó algún tiempo; pero al fin, como ya sabía, fue vencido, y con él la señora Paredes y hasta doña Pura, que al saber que pretendían arrastrarla hasta un poblado minero puso el grito en el cielo, para, al fin, quedar amansada y vencida.

Dos días después, Alicia Paredes, acompañada de su tío don César y de su señora de compañía, abandonaban Los Ángeles siguiendo el camino directo, sin necesidad de pasar por San Francisco, viajando en un coche conducido por el mudo pero fiel Matías Alberes
[2]
.

Capítulo V: Sam Nickels toma una decisión

—Tenemos que hacer lo que le he dicho —declaró Sam Nickels—. Si eso fracasa, dimito de mi cargo y me encierro en cualquier rincón del mundo.

—¿Por qué no tiene algún tiempo más el oro? —preguntó Jorge Azcón.

—¿Y qué resolvemos con ello? Tengo medio millón de lingotes. He de enviarlo a San Francisco. Mis jefes lo exigen.

—Pero la compañía no quiere hacerse cargo de ese oro hasta que el tráfico sea menos peligroso —recordó Jorge.

—He solicitado que se nos envíe un escuadrón de caballería para defender nuestro oro. No han querido ni hacerme caso. El ejército está para molestar a los ciudadanos del Sur e imponerles el dominio de los negros; pero en cambio no pueden desprenderse de medio centenar de hombres para restablecer el orden en esta región.

—¿Y cree que es prudente enviar el oro protegido sólo por los que irán en la diligencia?

—No puedo hacer otra cosa. Correré los riesgos que sean precisos; pero he de hacer algo. Iré yo en persona y así acabaré de una vez. Si fracaso, me matarán.

Jorge recordó las palabras de Jay Martin, el
sheriff
de Látigo. ¿No sería Sam Nickels el jefe que se ocultaba detrás de Jedd Truman? En tal caso él estaría sirviendo de tapadera a alguien que estaba mucho mejor enterado que él de cuándo y cómo iba a ser enviado el oro.

—Yo también quisiera acompañarle —dijo Jorge—; pero he de ir a examinar la carretera. La voladura la dejó muy mal, y se me encargó que hiciera un viaje de inspección antes de proseguir el tranco. Empezaré por el parador 126, porque creo que necesita reformas.

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