Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—Así, pues, Pencroff —preguntó el ingeniero—, si se hubiera perdido un buque en estos bancos, ¿cree que no tendría nada de extraño que no quedase de él ningún vestigio?
—Nada tendría de particular, señor Smith, sobre todo con ayuda del tiempo y de la tempestad. Sin embargo, aun en este caso, sería sorprendente que no hubiesen sido arrojados algunos restos de mástiles a sitios libres de los ataques del mar.
—Continuemos, pues, nuestras investigaciones —dijo Ciro Smith.
A la una de la tarde los colonos llegaron al centro de la bahía de Washington, habiendo andado hasta entonces unas veinte millas.
Hicieron alto para almorzar.
Allí comenzaba una costa irregular, extrañamente recortada y festoneada por una larga línea de escollos que sucedían a los bancos de arena y que tardarían en quedar descubiertos por la marea. Se veían romperse las suaves ondulaciones del mar en las crestas de aquellas rocas y extenderse luego en anchas franjas de espuma. Desde aquel punto hasta el cabo de la Garra era la playa poco espaciosa y estaba encerrada entre la línea de los arrecifes y la del bosque.
La marcha iba a ser difícil en adelante, porque obstruían la playa innumerables cantos rodados. La muralla de granito tendía también a levantarse y de los árboles que la coronaban en su parte posterior no se podía ver más que las verdosas cimas, inmóviles porque no las agitaba el menor soplo de brisa.
Después de media hora de descanso, los colonos volvieron a ponerse en marcha, sin dejar su vista un punto por explorar, ni de los arrecifes ni de la playa. Pencroff y Nab llegaron a aventurarse entre los escollos, siempre que algún objeto atraía su mirada, pero no encontraban despojos, convenciéndose de que se habían engañado por alguna extraña conformación de las rocas. Observaron que la costa era abundante en moluscos comestibles, pero no podía ser explorada con fruto, mientras no se estableciese una comunicación entre las dos orillas del río de la Merced y no se perfeccionasen los medios de transporte.
Así, pues, nada de lo que tenía relación con el presunto naufragio pudo verse en el litoral y, sin embargo, un objeto de alguna importancia, el casco de un buque, por ejemplo, hubiera sido visible, si sus restos hubieran sido arrojados a la orilla como aquel cajón encontrado a menos de veinte millas de allí, pero no había nada.
Hacia las tres de la tarde Ciro Smith y sus compañeros llegaron a una estrecha cala bien cerrada, en la cual no desaguaba ningún arroyo.
Formaba un verdadero puerto natural invisible desde alta mar, a la cual daba acceso por un estrecho paso abierto entre los escollos.
En el centro de aquella cala alguna violenta convulsión había roto la línea de roca y desde la rotura una pendiente suave comunicaba con la meseta superior, que podía estar situada a menos de diez millas en línea recta de la meseta de la Gran Vista.
Gedeón Spilett propuso a sus compañeros hacer alto en aquel paraje.
Aceptaron, porque la marcha les había abierto el apetito, y, aunque no era hora de comer, nadie se negó a tomar un bocado de carne fiambre.
Con aquel refrigerio podían aguardar a cenar hasta que llegasen al Palacio de granito.
Pocos minutos después, sentados a la sombra de un grupo de pinos marítimos, los colonos devoraban las provisiones que Nab había sacado de su morral.
El sitio estaba elevado a cincuenta o sesenta pies sobre el nivel del mar. Era el radio visual bastante extenso y, pasando sobre las últimas rocas del cabo, iba a perderse a lo lejos de la bahía de la Unión. Pero ni el islote ni la meseta de la Gran Vista eran visibles, ni podían serlo desde allí, porque la elevación del suelo y la cortina de los grandes árboles ocultaban el horizonte del norte.
Huelga añadir que, no obstante la extensión del mar que los exploradores podían abarcar con la vista y a pesar de que el catalejo del ingeniero recorrió punto por punto toda la línea circular donde se confundían el cielo y el agua, no se divisó ningún buque.
De la misma manera en toda aquella parte del litoral que quedaba todavía por explorar, el anteojo registró con el mayor cuidado la playa y los arrecifes, sin que pareciese en el campo del instrumento resto alguno de naufragio.
—Vamos —dijo Gedeón Spilett—, hay que tomar una determinación y consolarnos pensando que nadie nos vendrá a disputar la posesión de la isla Lincoln.
—Pero ¿y ese grano de plomo? —preguntó Harbert—. Me parece que no es imaginario.
—¡Mil diablos! ¡No lo es! —exclamó Pencroff, pensando en su muela ausente.
—Entonces, ¿qué consecuencia hemos de sacar? —interrogó el periodista.
—Esta —contestó el ingeniero—: hace tres meses, al máximo, un buque, voluntaria o involuntariamente, vino a estos sitios...
—¡Cómo! ¿Supondrá usted, Ciro, que ha sido tragado por el mar sin dejar rastro? —dijo el periodista.
—No, querido Spilett; pero observe usted que, si es cierto que un ser humano ha puesto el pie en esta isla, no parece menos cierto, por otra parte, que no está ya en ella.
—Entonces, si no le entiendo mal, señor Ciro —dijo Harbert—, el buque se habrá hecho de nuevo a la mar...
—Evidentemente.
—¿Y habremos perdido sin remedio una ocasión de volver a nuestra patria? —dijo Nab.
—Irremisiblemente, temo.
—Pues bien, ya que se ha perdido la ocasión, ¡en marcha! —exclamó Pencroff, que ansiaba hallarse en el Palacio de granito.
Pero, apenas se había levantado, resonaron con fuerza los ladridos de
Top,
y el perro salió del bosque llevando en la boca un pedazo de tela manchada de barro. Nab arrancó aquella tela de los dientes del perro...
Era un pedazo de un tejido muy fuerte.
Top
seguía ladrando y con sus idas y venidas parecía invitar a su amo a que le siguiera al bosque.
—Algo hay allí que tal vez podría explicar mi grano de plomo —dijo Pencroff.
—¡Algún náufrago! —exclamó Harbert.
—Herido quizá —dijo Nab.
—O muerto —añadió el corresponsal.
Todos se precipitaron detrás del perro, que los llevó entre los altos pinos que formaban la primera cortina del bosque. Ciro Smith y sus compañeros habían preparado sus armas para todo evento.
Adelantaron un gran trecho por el bosque, pero con disgusto notaron que no había la menor huella de pasos. Los arbustos y los bejucos estaban intactos, y hubo que abrirse camino con el hacha como en las espesuras más profundas del bosque. Era, pues, difícil suponer que hubiese pasado por allí una criatura humana y, sin embargo,
Top
iba y venía, no como un perro que busca una pista, sino como un ser dotado de voluntad que persigue una idea.
Al cabo de siete u ocho minutos de marcha
Top
se detuvo. Los colonos habían llegado a una especie de claro rodeado de árboles; miraron en torno suyo y no vieron nada, ni entre los arbustos ni entre los troncos de los árboles.
—¿Pero qué es lo que has encontrado,
Top?
—dijo Ciro Smith.
El perro ladró con más fuerza saltando al pie de un gigantesco pino.
De repente Pencroff exclamó:
—¡Muy bien! ¡Magnífico!
—¿Qué hay? —preguntó Gedeón Spilett.
—Buscábamos un pecio en el mar o en la tierra...
—¿Y qué..?
—¡Toma! Que es en el aire donde se encuentra.
Y el marino enseñó a sus compañeros un enorme trozo de tela desgarrado y blancuzco, que colgaba de la cima de un pino y al cual pertenecía el pedazo recogido por
Top.
—¡Pero eso no es un barco! —dijo Gedeón Spilett.
—Perdone —repuso Pencroff.
—¡Cómo! ¿Será...?
—Es lo que queda de nuestro barco aéreo, de nuestro globo, que ha encallado en la copa de ese árbol.
Pencroff no se engañaba y lanzó un hurra sonoro, añadiendo:
—Aquí tenemos tela de calidad para años; podremos hacer pañuelos y camisas, ¿eh? ¿Qué le parece, señor Spilett? ¿Qué me dice usted de una isla donde los árboles producen camisas?
Era un acontecimiento afortunado para los colonos de la isla Lincoln que el globo aerostático, después de haber dado su último salto en los aires, hubiera vuelto a caer en la isla. Los colonos podían conservarlo, si querían intentar una nueva evasión por los aires, o emplear fructuosamente aquellos centenares de varas de tela de algodón de excelente calidad, después de quitarle el barniz. Como es de suponer, todos participaron de la alegría de Pencroff.
Pero era preciso bajar del árbol aquella tela para ponerla en lugar seguro y no costó poco esta maniobra.. Nab, Harbert y el marino tuvieron que hacer prodigios para desenredar el enorme globo deshinchado. La operación duró dos horas, pero luego estaban depositados en tierra no sólo la cubierta de tela con su válvula, sus resortes y su guarnición de cobre, sino también la red, es decir, un inmenso cúmulo de cuerdas gruesas y delgadas, el círculo de retención y el áncora. La envoltura, prescindiendo del desgarrón, se hallaba en buen estado, y sólo su apéndice inferior había sufrido deterioro.
Era una fortuna que caía del cielo a los colonos.
—De todos modos, señor Ciro —dijo el marino—, si alguna vez nos decidimos a salir de esta isla, supongo que no será en globo, ¿no es verdad? Estos buques del aire no van donde uno quiere, y eso lo sabemos por experiencia. Si quiere hacerme caso, es mejor construir una buena embarcación de unas veinte toneladas, y me permitirá usted cortar de esta tela una vela de trinquete y un foque. Lo demás servirá para ropa interior.
—Ya veremos, Pencroff —contestó Ciro Smith—, ya veremos.
—Entretanto hay que poner todo esto en sitio seguro —dijo Nab.
No podía pensarse en trasladar al Palacio de granito aquella carga de tela y cuerdas, cuyo peso era muy grande; y hasta que se contara con un vehículo que pudiera acarrearla, convenía no dejar por mucho tiempo aquellas riquezas a merced del huracán. Los colonos, reuniendo sus esfuerzos, consiguieron arrastrarlo hasta la orilla, donde habían descubierto una vasta cavidad abierta en una roca y resguardada del mar, de la lluvia y del viento, gracias a su orientación.
—Nos hacía falta un armario y ya lo tenemos —dijo Pencroff—; pero como no se puede echar la llave, será prudente ocultar la puerta todo lo posible. No lo digo por los ladrones de dos pies, sino por los de cuatro patas.
A las seis de la tarde todo estaba almacenado; y después de haber dado a la cala el nombre, harto justificado, de “puesto del globo”, tomaron el camino del cabo de la Garra. Pencroff y el ingeniero hablaron de los diversos proyectos que convenía poner en ejecución lo más pronto posible. Era preciso, ante todo, echar un puente sobre el río de la Merced para establecer una comunicación fácil con el sur de la isla; después volverían con el carrito a buscar el globo, porque la canoa no habría podido transportarlo; hecho esto, se construiría una chalupa; Pencroff la aparejaría como balandra y con ella se emprenderían viajes de circunnavegación alrededor de la isla; después..., etc.
Entretanto caía la noche, y el cielo estaba ya oscuro cuando los colonos llegaron a la punta del Pecio y al sitio mismo donde habían descubierto el precioso cajón. Pero ni allí ni en ninguna parte había nada que indicase que hubiera habido naufragio de ninguna especie y fue preciso atenerse a las conclusiones formuladas anteriormente por Ciro Smith.
Desde la punta del Pecio al Palacio de granito había una distancia de cuatro millas, que fueron pronto recorridas; pero eran ya más de las doce de la noche cuando los colonos, después de haber seguido el litoral hasta la desembocadura del río de la Merced, llegaron al primer recodo formado por el río. El lecho tenía una anchura de ochenta pies, que no era fácil atravesar, pero Pencroff se había encargado de vencer la dificultad y puso manos a la obra.
Los colonos estaban extenuados, como puede suponerse; la etapa había sido larga, y el incidente del globo no había contribuido en manera alguna a descansar piernas y brazos. Deseaban hallarse cuanto antes en el Palacio de granito para cenar y dormir; y, si el puente hubiera estado construido, en un cuarto de hora se habrían hallado en su domicilio.
La noche era muy oscura. Pencroff se preparó a cumplir su promesa haciendo una especie de balsa que prometía facilitar el paso del río de la Merced. Nab y él, armados de hachas, eligieron dos árboles cercanos al agua y comenzaron a atacarlos por su base.
Ciro Smith y Gedeón Spilett, sentados a la orilla del río, esperaban a que llegase el momento de ayudar a sus compañeros, mientras Harbert iba y venía sin apartarse demasiado de ellos. De improviso, el joven, que se había adelantado río arriba, volvió corriendo y dijo:
—¿Qué es aquello que baja a la deriva?
Pencroff interrumpió su trabajo y vio un objeto que se movía confusamente en la sombra.
—¡Una canoa! —exclamó.
Todos se acercaron y vieron con extrema sorpresa una embarcación que bajaba siguiendo la corriente del agua.
—¡Al de la canoa! —gritó el marino por un movimiento espontáneo, resto de costumbre profesional, sin pensar que tal vez habría sido preferible guardar silencio. Nadie contestó.
La canoa seguía bajando y, al llegar a diez pasos, el marino exclamó:
—¡Si es nuestra piragua! Ha roto la amarra y ha seguido la corriente. Confesemos que no puede llegar en mejor ocasión.
—¿Nuestra piragua? —murmuró el ingeniero.
Pencroff tenía razón. Era la piragua, cuya amarra se había roto y volvía sola de las fuentes del río de la Merced. Era, pues, importante apoderarse de ella, antes que fuese arrastrada por la rápida corriente del río más allá de su desembocadura. Esto es lo que hicieron diestramente Nab y Pencroff con un palo largo.
La piragua se detuvo en la orilla; el ingeniero saltó a ella, tomó la amarra y se cercioró con el tacto de que realmente se había desgarrado y roto por su frote contra las rocas.
—Eso —dijo el corresponsal—, eso sí que verdaderamente puede llamarse una circunstancia...
—¡Extraña! —añadió Ciro Smith.
Extraña o no, era circunstancia feliz. Harbert, Spilett, Nab y Pencroff se embarcaron. No dudaban de que la amarra se había desgarrado; pero lo más admirable del caso era que la piragua hubiese llegado precisamente en el momento en que los colonos se hallaban allí para detenerla, pues un cuarto de hora después habría ido a perderse en el mar.
Si hubiera sido en época de los genios, el incidente habría dado derecho a pensar que la isla estaba habitada por un ser sobrenatural que ponía su poder al servicio de los náufragos.