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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Ciencia Ficción, Fantástico

La invención de Morel (5 page)

BOOK: La invención de Morel
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M
i cansancio es, casi, una enfermedad. Tengo a mano el cielo de acostarme debajo de los árboles hasta las seis de la tarde. Lo postergaré. La razón de esta necesidad de escribir ha de estar en los nervios. El pretexto es que ahora mis actos me llevan a uno de mis tres porvenires: la compañía de la mujer, la soledad (o sea la muerte en que pasé los últimos años, imposible después de haber contemplado a la mujer), la horrorosa justicia. ¿A cuál? Saberlo con tiempo es difícil. Sin embargo, la redacción y la lectura de estas memorias pueden ayudarme a esa previsión tan útil; quizá también me permitan cooperar en la producción del futuro conveniente.

He trabajado como un ejecutante prodigioso; la obra sale de toda relación con los movimientos que la hicieron. Tal vez la magia dependa de esto: había que aplicarse a las partes, a la dificultad de plantar cada flor y alinearla con la precedente. Desde el trabajo no podía preverse la obra concluida; sería un desordenado conjunto de flores o una mujer, indistintamente.

Sin embargo, la obra no parece improvisada; es de una satisfactoria pulcritud. No pude cumplir mi proyecto. Imaginativamente no cuesta más una mujer sentada, con las manos enlazadas sobre una rodilla, que una mujer de pie; hecha de flores, la primera es casi imposible. La mujer está de frente, con los pies y la cabeza de perfil, mirando una puesta de sol. La cara y un pañuelo de flores violetas forman la cabeza. La piel no está bien. No pude lograr ese color adusto, que me repugna y que me atrae. El vestido es de flores azules; tiene guardas blancas. El sol está hecho con unos extraños girasoles que hay aquí. El mar, con las mismas flores del vestido. Yo estoy de perfil, arrodillado. Soy diminuto (un tercio del tamaño de la mujer) y verde, hecho de hojas.

He modificado la inscripción. La primera me salió demasiado larga para hacerla con flores. La convertí en ésta:

Mi muerte en esta isla has desvelado
.

Me alegraba ser un muerto insomne. Por este placer descuidé la cortesía; en la frase podía haber un reproche implícito. Volví, sin embargo, a esa idea. Creo que me cegaban: la afición a presentarme como un ex muerto; el descubrimiento literario o cursi de que la muerte era imposible al lado de esa mujer. Dentro de su monotonía, las aberraciones eran casi monstruosas:

Un muerto en esta isla has desvelado
.

o:

Ya no estoy muerto: estoy enamorado
.

Me descorazoné. La inscripción de las flores dice:

El tímido homenaje de un amor
.

T
odo ocurrió dentro de la más previsible normalidad, pero en una forma inesperadamente benigna. Estoy perdido. Al labrar este jardincito cometí un furioso error, como Áyax —o algún otro nombre helénico ya olvidado— cuando acuchilló a los animales; pero en este caso yo soy los animales acuchillados.

La mujer llegó más temprano que de costumbre. Dejó el bolso (con un libro medio salido) en una roca, y en otra, más playa, extendió la manta. Tenía un traje de tenis; un pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Estuvo un rato mirando el mar, como adormecida; después se levantó y fue a buscar el libro. Se movió con esa libertad que tenemos cuando estamos solos. Pasó, de ida y de vuelta, al lado de mi jardincito, pero simuló no verlo. No tuve ansiedad de que lo viera; al contrario, cuando la mujer apareció, comprendí mi asombrosa equivocación, sufrí por no poder sustraer una obra que me condenaba para siempre. Fui tranquilizándome, tal vez perdiendo la conciencia. La mujer abrió el libro, posó una mano entre las hojas, siguió mirando la tarde. No se fue hasta el anochecer.

Ahora me consuelo reflexionando sobre mi condena. ¿Es justa o no? ¿Qué debo esperar después de haberle dedicado este jardincito de mal gusto? Creo, sin rebelión, que la obra no debiera perderme, si puedo criticarla. Para un ser omnisapiente, yo no soy el hombre que ese jardín hace temer. Sin embargo, lo he creado.

Iba a decir que ahí se manifestaban los peligros de la creación, la dificultad de llevar diversas conciencias, equilibradamente, simultáneamente. Pero ¿a qué vale? Estos consuelos son lánguidos. Todo se ha perdido: la vida con la mujer, la soledad pasada. Sin refugio perduro en este monólogo que, desde ahora, es injustificable.

A pesar de los nervios, hoy he sentido inspiración, cuando la tarde se deshacía participando de la incontaminada serenidad, de la magnificencia de la mujer. Este bienestar volvió a tomarme de noche; tuve un sueño con el lupanar de mujeres ciegas que visité con Ombrellieri, en Calcuta. Apareció la mujer y el lupanar fue convirtiéndose en un palacio florentino, rico, estucado. Yo, confusamente, prorrumpí: «¡Qué romántico!», lloroso de felicidad poética y de vanagloria.

Pero me desperté algunas veces, angustiado por mi falta de méritos para la estricta delicadeza de la mujer. No lo olvidaré: dominó el desagrado que le produjo mi horrendo jardincito y simuló, piadosamente, no verlo. Me angustiaba, también, oír
Valencia
y
Té para dos
, que un fonógrafo excesivo repitió hasta la salida del sol.

T
odo lo que he escrito sobre mi destino —con esperanzas o con temor, en broma o en serio— me mortifica.

Lo que siento es desagradable. Me parece que desde hace mucho sabía el alcance funesto de mis actos, y que he insistido con frivolidad y con obstinación… Habría podido tener esa conducta en un sueño, en la locura… En la siesta de hoy, como un comentario simbólico y anticipado, vino este sueño: mientras jugaba un partido de croquet, supe que la acción de mi juego estaba matando a un hombre. Después yo era, irremediablemente, ese hombre.

Ahora la pesadilla continúa… Mi fracaso es definitivo, y me pongo a contar sueños. Quiero despertar, y encuentro esa resistencia que impide salir de los sueños más atroces.

Hoy la mujer ha querido que sintiera su indiferencia. Lo ha conseguido. Pero su táctica es inhumana. Yo soy la víctima; sin embargo creo ver la cuestión de un modo objetivo.

Vino con el horroroso tenista. La presencia de este hombre debe calmar los celos. Es muy alto. Llevaba un saco de tenis, granate, demasiado amplio, unos pantalones blancos y unos zapatos blancos y amarillos, desmesurados. La barba parecía postiza. La piel es femenina, cerosa, marmórea en las sienes. Los ojos son oscuros; los dientes, abominables. Habla despacio, abriendo mucho la boca, chica, redonda, vocalizando infantilmente, enseñando una lengua chica, redonda, carmesí, pegada siempre a los dientes inferiores. Las manos son larguísimas, pálidas; les adivino un tenue revestimiento de humedad.

Me escondí en seguida. Ignoro si ella me vio; supongo que sí, porque en ningún momento pareció buscarme con la vista.

Estoy seguro de que el hombre no reparó, hasta más tarde, en el jardincito. Ella simuló no verlo.

Oí algunas exclamaciones francesas. Después no hablaron. Estuvieron como súbitamente entristecidos, mirando el mar. El hombre dijo algo. Cada vez que una ola se rompía contra las piedras, yo daba dos o tres pasos, rápidamente, acercándome. Eran franceses. La mujer movió la cabeza; no oí lo que dijo, pero indudablemente era una negativa; tenía los ojos cerrados y sonreía con amargura o con éxtasis.

—Créame, Faustine dijo el barbudo con desesperación mal contenida, y yo supe el nombre: Faustine. (Pero ha perdido toda importancia.)

—No… ya sé lo que anda buscando…

Sonreía, sin amargura, ni éxtasis, frívolamente. Recuerdo que en aquel momento la odié. Jugaba con el barbudo y conmigo.

—Es una desgracia no entendernos. El plazo es corto: tres días, y ya no importará.

No comprendo bien la situación. Este hombre ha de ser mi enemigo. Me ha parecido triste; no me asombraría que su tristeza fuera un juego. El de Faustine es insoportable, casi grotesco.

El hombre quiso restar importancia a sus palabras anteriores. Dijo varias frases que tenían, más o menos, este sentido:

—No hay que preocuparse. No vamos a discutir una eternidad…

—Morel —respondió tontamente Faustine—, ¿sabe que lo encuentro misterioso?

Las preguntas de Faustine no pudieron sacarlo de un tono de bromas.

El barbudo fue a buscarle el pañuelo y el bolso. Estaban en una roca, a pocos metros. Volvió agitándolos y diciendo:

—No tome en serio lo que le he dicho… A veces creo que si despierto su curiosidad… Pero no se enoje…

De ida y de vuelta pisó mi pobre jardincito. Ignoro si conscientemente o con una inconsciencia irritante. Faustine lo vio, juro que lo vio, y no quiso evitarme esa injuria; siguió interrogándolo sonriente, interesada; siguió casi entregada por la curiosidad. Su actitud me parece innoble. El jardincito es, sin duda, de un gusto pésimo. ¿Por qué hacerlo pisotear por un barbudo? ¿No estoy ya bastante pisoteado?

Pero, ¿qué puede esperarse de gente así? El tipo de ambos corresponde al ideal que siempre buscan los organizadores de largas series de tarjetas postales indecentes. Armonizan: un barbudo pálido y una vasta gitana de ojos enormes… Hasta creo haberlos visto en las mejores colecciones del Pórtico Amarillo, en Caracas.

Todavía puedo preguntarme: ¿Qué debo pensar? Ciertamente, es una mujer detestable. Pero, ¿qué está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el barbudo; pero también es posible que el barbudo no sea más que un instrumento para jugar conmigo. Hacerlo sufrir no le importa. Quizá Morel no sea más que un énfasis de su prescindencia de mí, y un signo de que ésta llega a su punto máximo y a su fin.

Pero, si no… Ya hace tanto tiempo que no me ve… Creo que voy a matarla o enloquecer, si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible. Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún peligro…

A
yer no fui a las rocas. Muchas veces me declaré que no iría hoy. A la mitad de la tarde supe que iría. Faustine no fue y quién sabe cuándo volverá. Su entretenimiento conmigo ha terminado (con el pisoteo del jardincito). Ahora mi presencia la fastidiará como una broma que hizo gracia alguna vez y que alguien quiere repetir. Me encargaré de que no se repita.

Pero en las rocas estaba enloquecido: «Es mi culpa» me decía (que Faustine no apareciera), «por haber estado tan resuelto a faltar».

Subí a la colina. Salí de atrás de un grupo de plantas y me encontré frente a dos hombres y una señora. Me detuve, no respiré; entre nosotros no había nada (cinco metros de espacio vacío y crepuscular). Los hombres me daban la espalda; la señora estaba de frente, sentada, mirándome. La vi estremecerse. Bruscamente se volvió, miró hacia el museo. Yo me escondí atrás de unas plantas. Ella dijo con voz alegre:

—Ésta no es hora para cuentos de fantasmas. Vamos adentro. No sé, todavía, si contaban, efectivamente, cuentos de fantasmas o si los fantasmas aparecieron en la frase para anunciar que había ocurrido algo extraño (mi aparición).

Se fueron. Un hombre y una mujer caminaban, no muy lejos. Temí que me sorprendieran. La pareja se acercó más. Oí una voz conocida:

—Hoy no fui a ver…

(Tuve palpitaciones. Me pareció que en esa cláusula yo estaba referido.)

—¿Lo sientes mucho?

No sé lo que dijo Faustine. El barbudo había hecho progresos. Se tuteaban.

He vuelto a los bajos decidido a quedarme hasta que me lleve el mar. Si los intrusos vienen a buscarme, no me entregaré, no escaparé.

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