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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Ciencia Ficción, Fantástico

La invención de Morel (12 page)

BOOK: La invención de Morel
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Y algún día habrá un aparato más completo. Lo pensado y lo sentido en la vida —o en los ratos de exposición— será como un alfabeto, con el cual la imagen seguirá comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto podemos entender y componer todas las palabras). La vida será, pues, un depósito de la muerte. Pero aun entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente nuevos no existirán para ella. Conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado.

El hecho de que no podamos comprender nada fuera del tiempo y del espacio, tal vez esté sugiriendo que nuestra vida no sea apreciablemente distinta de la sobrevivencia a obtenerse con este aparato.

Cuando intelectos menos bastos que el de Morel se ocupen del invento, el hombre elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más quiera y perdurará en un íntimo paraíso. Un mismo jardín, si las escenas a perdurar se toman en distintos momentos, alojará innumerables paraísos, cuyas sociedades, ignorándose entre sí, funcionarán simultáneamente, sin colisiones, casi por los mismos lugares. Serán, por desgracia, paraísos vulnerables, porque las imágenes no podrán ver a los hombres, y los hombres, si no escuchan a Malthus, necesitarán algún día la tierra del más exiguo paraíso y destruirán a sus indefensos ocupantes o los recluirán en la posibilidad inútil de sus máquinas desconectadas
[7]
.

D
urante diecisiete días vigilé. Ni un enamorado habría descubierto motivos para sospechar de Morel y de Faustine.

No creo que Morel aludiera a ella en el discurso (aunque fue la única en no celebrarlo con risas). Pero admitiendo que Morel esté enamorado de Faustine, ¿cómo puede afirmarse que Faustine esté enamorada?

Si queremos desconfiar, nunca faltará la ocasión. Una tarde pasean del brazo, entre las palmeras y el museo. ¿Hay algo extraño en esta caminata de amigos?

Por mi propósito de cumplir con el
ostinato rigore
de la divisa, la vigilancia alcanzó una amplitud que me honra; no tuve en cuenta la comodidad ni el decoro: el control fue tan severo debajo de las mesas como en la altura en que se mueven habitualmente las miradas.

En el comedor, una noche, otra en el
hall
, las piernas se tocan. Si admito la malicia, ¿por qué desecho la distracción, la casualidad?

Repito: no hay prueba definitiva de que Faustine sienta amor por Morel. Tal vez el origen de las sospechas esté en mi egoísmo. Quiero a Faustine: Faustine es el móvil de todo; temo que esté enamorada: demostrarlo es la misión de las cosas. Cuando estaba preocupado con la persecución policial, las imágenes de esta isla se movían, como piezas de ajedrez, siguiendo una estrategia para capturarme.

M
orel se enfurecería si yo hiciera público el invento. Esto es seguro y no creo que pueda evitarse con elogios. Sus amigos se agruparían bajo una común indignación (también, Faustine). Pero si ésta se hubiera disgustado con él —no compartía las risas durante el discurso— tal vez se aliara conmigo.

Queda la hipótesis de la muerte de Morel. En ese caso, alguno de sus amigos habría difundido el invento. Si no, tendríamos que suponer una muerte colectiva, una peste, un naufragio. Todo increíble; pero queda inexplicado el hecho de que no se tuviera noticia del invento cuando yo salí de Caracas.

Una explicación podría ser que no le hayan creído, que Morel estuviera loco, o, mi primera idea, que todos estuviesen locos, que la isla fuera un sanatorio de locos.

Estas explicaciones requieren tanta imaginación como la epidemia o el naufragio.

Si llegara a Europa, a América o al Japón, pasaría un tiempo difícil. Cuando empezara a ser un charlatán famoso —antes de ser un inventor famoso— vendrían las acusaciones de Morel y, tal vez, una orden de arresto, desde Caracas. Lo que sería más triste es que me pusiera en ese trance el invento de un loco.

Pero debo convencerme: no necesito huir. Vivir con las imágenes es una dicha. Si llegan los perseguidores, se olvidarán de mí ante el prodigio de esta gente inaccesible. Me quedaré.

Si la encontrara a Faustine, cómo la haría reír contándole todas las veces que he hablado, enamorado y sollozado, a su imagen. Considero que este pensamiento es un vicio: lo escribo para fijarle límites, para ver que no tiene encanto, para dejarlo.

L
a eternidad rotativa puede parecer atroz al espectador; es satisfactoria para sus individuos. Libres de malas noticias y de enfermedades, viven siempre como si fuera la primera vez, sin recordar las anteriores. Además, con las interrupciones impuestas por el régimen de las mareas, la repetición no es implacable.

Acostumbrado a ver una vida que se repite, encuentro la mía irreparablemente casual. Los propósitos de enmienda son vanos: yo no tengo próxima vez, cada momento es único, distinto, y muchos se pierden en los descuidos. Es cierto que para las imágenes tampoco hay próxima vez (todas son iguales a la primera).

Puede pensarse que nuestra vida es como una semana de estas imágenes y que vuelve a repetirse en mundos contiguos.

S
in conceder nada a mi debilidad puedo imaginar la llegada emocionante a casa de Faustine, el interés que tendrá por mis relatos, la amistad que estas circunstancias ayudarán a establecer. Quién sabe si no estoy verdaderamente en camino, largo y difícil, hacia Faustine, hacia el necesario descanso de mi vida.

Pero ¿dónde vive Faustine? La seguí durante semanas. Habla del Canadá. No sé más. Pero hay otra pregunta que puede escucharse —con horror—: ¿vive Faustine?

Tal vez porque la idea me parezca tan poéticamente desgarradora —buscar a una persona que ignoro dónde vive, que ignoro si vive—, Faustine me importa más que la vida.

¿Hay alguna posibilidad de hacer el viaje? El bote se ha podrido. Los árboles están podridos; no soy tan buen carpintero como para fabricar un bote con otras maderas (por ejemplo, con sillas o puertas; ni siquiera estoy seguro de haber podido hacerlo con árboles). Esperaré que pase un barco. Es lo que no he querido. Mi vuelta ya no será secreta. Jamás he visto un barco, desde aquí; excepto el de Morel, que era el simulacro de un barco.

Además, si llego al destino de mi viaje, si encuentro a Faustine, estaré en una de las situaciones más penosas de mi vida. Habrá que presentarse con algunos misterios; pedirle hablar a solas; ya esto, de parte de un desconocido, le hará desconfiar; después, cuando sepa que fui testigo de su vida, pensará que busco sacar algún provecho deshonesto; y al saber que soy un condenado a prisión perpetua, verá confirmados sus temores.

Antes no se me ocurría que un acto pudiera traerme buena o mala suerte. Ahora repito, de noche, el nombre de Faustine. Naturalmente que me gusta pronunciarlo; pero estoy angustiado de cansancio y sigo repitiéndolo (a veces tengo mareos y ansiedad de enfermo cuando me duermo).

C
uando me calme encontraré la manera de salir. Por ahora, contando lo que me ha pasado, obligo a mis pensamientos a ordenarse. Y si debo morir, comunicarán la atrocidad de mi agonía.

Ayer no hubo imágenes. Desesperado, ante secretas máquinas en reposo, tuve presentimientos de que no vería otra vez a Faustine. Pero hoy a la mañana estaba subiendo la marea. Me fui antes que aparecieran las imágenes. Vine al cuarto de máquinas, a comprenderlas (para no estar a la merced de las mareas y poder subsanar las fallas). Había pensado que si veía las máquinas ponerse en funcionamiento quizá las comprendiera o, por lo menos, pudiera sacar una orientación para estudiarlas. Esta esperanza no se cumplió.

Entré por el agujero abierto en la pared y me quedé… Estoy dejándome llevar por la emoción. Debo componer las frases. Cuando entré sentí la misma sorpresa y la misma felicidad que la primera vez. Tuve la impresión de andar por el inmóvil fondo azulado de un río. Me senté a esperar, dando la espalda a la rotura que yo había hecho (me dolía esa interrupción en la celeste continuidad de la porcelana).

Así estuve un rato, plácidamente distraído (ahora me parece inconcebible). Después las máquinas verdes empezaron a funcionar. Las comparé con la bomba de sacar agua y con los motores de luz. Las miré, las oí, las palpé con atención, de muy cerca, inútilmente. Pero, como en seguida me parecieron inabordables, quizá haya fingido la atención, como por compromiso o por vergüenza (de haberme apresurado en venir a los sótanos, de haber esperado tanto ese momento), como si alguien mirara.

En mi cansancio he vuelto a sentir agolpada la agitación. Debo reprimirla. Reprimiéndome, encontraré la manera de salir.

Cuento circunstanciadamente lo que me ha ocurrido: me volví y caminé con la vista baja. Al mirar la pared tuve la sensación de estar desorientado. Busqué el agujero que yo había hecho. No estaba.

Creí que podría ser un interesante fenómeno de óptica y di un paso de lado, para ver si continuaba. Extendí los brazos con ademán de ciego. Palpé todas las paredes. Recogí del suelo trozos de porcelana, de ladrillo, que había hecho caer al abrir el agujero. Palpé la pared en ese mismo lugar, mucho tiempo. Tuve que aceptar que se había reconstruido.

¿He podido estar fascinado con la claridad celeste del cuarto, interesado en el movimiento de los motores, como para no oír a un albañil rehaciendo la pared?

Me acerqué. Sentí la frescura de la porcelana en la oreja, y oí un silencio interminable, como si el otro lado hubiera desaparecido.

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