Pero la fama no es sólo cosa de los famosos. Todo el mundo experimenta al menos una vez en la vida un pequeño, un breve momento de fama y por un instante siente lo mismo que Greta Garbo, que Nixon o que un tigre al que le quitan la piel. La boca abierta de Bernard reía desde las paredes de París y él tenía la sensación de estar expuesto en la picota: todos lo ven, lo observan, lo juzgan. En el momento en que Laura le dijo «¡Bernard, cásate conmigo!», se la imaginó en la picota a su lado. Y entonces de pronto (¡nunca antes le había sucedido!) la vio vieja, un poco desagradablemente extravagante y ligeramente ridícula.
Aquello era tanto más estúpido cuanto que nunca la había necesitado tanto como entonces. De todos los amores posibles el más necesario seguía siendo para él el amor de una mujer mayor, con la condición de que aquel amor fuera secreto y aquella mujer muy sabia y discreta. Si Laura hubiese decidido, en lugar de una tonta petición de matrimonio, construir con su amor un hermoso palacio de lujo a espaldas de la vida social, no hubiera tenido nada que temer con respecto a Bernard. Pero ella veía en cada esquina su gran fotografía y, cuando la relacionaba con los cambios en su comportamiento, con su rostro silencioso y su distracción, llegaba sin demasiado esfuerzo a la conclusión de que el éxito había puesto en su camino a otra mujer en la que pensaba constantemente. Y como no quería rendirse sin luchar, pasó a la ofensiva.
Ahora comprenderán por qué Bernard inició la retirada. Cuando uno ataca otro tiene que retroceder, no hay más remedio. La retirada, como todos saben, es la más difícil de las maniobras militares. Bernard se lanzó a ella con la precisión de un matemático: si estaba acostumbrado a pasar hasta entonces cuatro noches a la semana en casa de Laura, las redujo a dos; si estaba acostumbrado a pasar con ella todos los fines de semana, ahora sólo pasaba un domingo sí y otro no y preparaba para el futuro nuevas restricciones. Se sentía como el piloto de un cohete espacial que regresa a la estratosfera y tiene que frenar violentamente. Así que frenaba, cuidadosa y resueltamente, al tiempo que su encantadora amiga maternal se perdía ante su vista. En su lugar había una mujer que discutía sistemáticamente con él, perdía su sabiduría y su madurez y era desagradablemente activa.
Una vez le dijo el Oso:
—He conocido a tu novia.
Bernard se puso rojo de vergüenza.
El Oso prosiguió:
—Me dijo algo de un malentendido entre vosotros. Es una mujer simpática. Tienes que ser más amable con ella.
Bernard se puso pálido de rabia. Sabía que el Oso lo contaba todo y no tenía la menor duda de que toda la emisora sabría ya quién era su amante. Salir con una mujer mayor le había parecido hasta ahora una graciosa y casi arriesgada perversión, pero ahora estaba seguro de que sus colegas no verían en su actitud más que una nueva confirmación de su condición de asno.
—¿Por qué te vas quejando de mí a los desconocidos?
—¿A qué desconocidos?
—Al Oso.
—Pensé que era tu amigo.
—Aunque fuera amigo mío ¿por qué le cuentas nuestras intimidades?
Ella dijo con tristeza:
—Yo no oculto que te quiero. ¿O es que no puedo decirlo? ¿Te avergüenzas de mí?
Bernard ya no dijo nada. Sí, se avergonzaba de ella. Tenía vergüenza de ella aunque era feliz con ella. Pero sólo era feliz con ella en los momentos en que se olvidaba de que tenía vergüenza de ella.
Laura soportaba muy mal ver cómo el cohete espacial del amor detenía su vuelo.
—¡Explícame lo que te pasa!
—No me pasa nada.
—Has cambiado.
—Necesito estar solo.
—¿Te pasa algo?
—Estoy preocupado.
—Si estás preocupado, menos razón tienes para estar solo. Cuando uno está preocupado necesita tener al otro a su lado.
El viernes se fue a su casa en el campo y no la invitó. Ella fue a verle el sábado, sin avisar. Sabía que no debía hacerlo, pero se había acostumbrado desde hacía mucho tiempo a hacer lo que no debía hacer y estaba incluso orgullosa de ello, porque precisamente por ese motivo la admiraban los hombres y Bernard más que nadie. A veces en medio de un concierto o de una obra de teatro que no le gustaba, se levantaba en señal de protesta y salía llamativa y ruidosamente, provocando miradas de reproche en la gente. Una vez, cuando Bernard le mandó a su tienda por mediación de la hija de su portera una carta que ella ansiaba recibir, cogió de la estantería un gorro de piel que costaba por lo menos dos mil francos y, para demostrar su alegría, se lo dio a aquella chica de dieciséis años. Otra vez fue con él a pasar dos días a una casa que habían alquilado junto al mar y, como quería castigarlo por algo, estuvo todo el día jugando con un chico de doce años, hijo del vecino, un pescador, como si se hubiera olvidado de la existencia de su amante. Lo curioso era que aunque aquella vez se había sentido herido, había visto en la actuación de ella una encantadora espontaneidad («¡Te olvidaste del mundo por ese chiquillo!») unida a algo femenino que lo desarmaba (¿no estaba maternalmente emocionada por el chiquillo?) y rápidamente se olvidó de su enfado al día siguiente cuando en lugar de dedicarse al hijo del pescador se dedicó a él. Las caprichosas ocurrencias de ella, a los ojos enamorados y admirativos de él, se multiplicaban felizmente, podría decirse que florecían como rosas; en sus actuaciones impropias y sus palabras irreflexivas ella veía su propia personalidad, el encanto de su yo, y era feliz.
Cuando Bernard comenzó a escapársele, su comportamiento extravagante no cambió, pero perdió de pronto su carácter feliz y su naturalidad. Ese día, cuando decidió ir a verlo sin haber sido invitada, sabía que no iba a despertar admiración y entró en su casa con una sensación de angustia que hizo que cierta osadía de su comportamiento, otras veces ingenua e incluso encantadora, se volviera agresiva y afectada. Era consciente de ello y se enfadaba con él por haberle quitado la alegría que hasta hacía poco le daba su propio comportamiento, una alegría que, como ahora quedaba demostrado, era muy frágil, carente de raíces y totalmente dependiente de él, de su amor y su admiración. Pero todo eso hacía que se sintiera aún más impulsada a seguir actuando de una manera extravagante, a provocarlo insensatamente para que fuera malo con ella; quería provocar una explosión, con una secreta y confusa confianza en que tras la tormenta las nubes se despejarían y todo volvería a ser como antes.
—Aquí estoy. Espero que te alegres —dijo riendo.
—Sí, me alegro. Pero vine a trabajar.
—No pienso interrumpir tu trabajo. No quiero nada de ti. Sólo quiero estar contigo. ¿O es que alguna vez he interrumpido tu trabajo?
No le respondió.
—Muchas veces veníamos al campo y tú preparabas tu emisión. ¿Alguna vez te interrumpí?
No respondió.
—¿Te interrumpí?
No había más remedio. Tenía que contestar:
—Nunca me interrumpiste.
—¿Y entonces por qué te interrumpo ahora?
—No me interrumpes.
—¡No mientas! Pórtate como un hombre y ten por lo menos el valor de decirme que estás espantosamente cabreado porque vine sin que me invitases. No soporto a los hombres cobardes. Preferiría que me dijeras que me largara inmediatamente. ¡Dilo!
No sabía qué hacer. Se encogió de hombros.
—¿Por qué eres tan cobarde?
Volvió a encogerse de hombros.
—¡No te encojas de hombros!
Tenía ganas de encogerse de hombros por tercera vez pero no lo hizo.
—¡Explícame lo que te pasa!
—No me pasa nada.
—Has cambiado.
—¡Laura! ¡Tengo problemas! —levantó la voz.
Ella también levantó la voz:
—¡Yo también tengo problemas!
El sabía que se estaba comportando estúpidamente, como un niño reprendido por su mamá, y la odiaba por eso. No sabía qué hacer. Era capaz de ser amable, divertido y hasta puede que seductor con las mujeres, pero no era capaz de ser malo con ellas, eso nunca se lo habían enseñado, al contrario, todos le habían metido en la cabeza que nunca tenía que ser malo con ellas. ¿Cómo debe comportarse un hombre con una mujer que llega sin ser invitada? ¿Dónde está la universidad en la que uno puede aprender algo sobre eso?
Dejó de responderle y se fue a la habitación contigua. Se recostó en el sofá y cogió el primer libro que había por allí. Era una edición de bolsillo de una novela policíaca. Estaba de espaldas y tenía el libro abierto a la altura del pecho; fingía leer. Pasó cerca de un minuto hasta que ella entrara tras él. Se sentó en el sillón de enfrente. Miró el recuadro en colores que adornaba la portada del libro y dijo:
—¿Cómo puedes leer una cosa así?
La miró sorprendido.
—Estoy mirando la portada —dijo ella.
Seguía sin entender.
—¿Cómo puedes enseñarme una portada de tan mal gusto? Ya que insistes en leer ese libro en mi presencia, podrías hacerme el favor de arrancarle la portada.
Bernard no dijo nada, arrancó la portada, se la entregó y siguió leyendo.
Laura tenía ganas de gritar. Se dijo que ahora debía levantarse, marcharse y no volver a verlo nunca más. O que debía apartar ligeramente el libro que tenía en las manos y escupirle a la cara. Pero no tenía valor para hacer lo uno ni lo otro. En lugar de eso se abalanzó sobre él (el libro se le cayó de las manos y fue a parar a la alfombra), lo besó furiosamente y le acarició todo el cuerpo.
Bernard no tenía el menor deseo de hacer el amor. Pero así como se había atrevido a negarse a discutir con ella, no sabía en cambio rechazar su llamada erótica. En eso por lo demás se parecía a todos los hombres del mundo. ¿Cuál de ellos se atrevería a decirle a la mujer que con un movimiento amoroso le mete la mano entre las piernas: «¡Quita la mano de ahí!»? Y así, el mismo que un momento antes con olímpico desprecio había arrancado la portada del libro y se la había dado a la humillada amante, reaccionaba ahora obediente a sus caricias, la besaba y se quitaba mientras tanto los pantalones.
Ella tampoco tenía ganas de hacer el amor. Lo que la había lanzado hacia él había sido la desesperación de no saber qué hacer y la necesidad de hacer algo. Sus apasionadas e impacientes caricias expresaban su ansia ciega de actuar, su ansia muda de hablar. Cuando empezaron a hacer el amor trató de que su abrazo fuese más salvaje que nunca e inmenso como un incendio. Pero ¿cómo lograr eso durante un coito silencioso? (Porque siempre hacían el amor en silencio, de no ser por un par de frases líricas en el último aliento.) Sí, ¿cómo?, ¿con la brusquedad de los movimientos?, ¿elevando el tono de los suspiros?, ¿cambiando con frecuencia las posturas de los cuerpos? No conocía ningún otro modo y empleaba ahora los tres a un tiempo. Sobre todo cambiaba a cada rato la posición de su cuerpo, ella sola, por su propia iniciativa: a ratos estaba a gatas, a ratos se sentaba en cuclillas encima de él e inventaba nuevas posturas, extremadamente difíciles, que nunca habían empleado.
Bernard interpretaba el sorprendente rendimiento físico de ella como una llamada a la que no podía dejar de responder. Volvió a resonar en él la angustia de un muchacho que teme que otros menosprecien su talento y su madurez eróticos. Aquella angustia le devolvía a Laura el poder que en los últimos tiempos había perdido y en el que antes se había basado su relación: el poder de una mujer que es mayor que su amante. Volvía a tener la desagradable sensación de que Laura era más experimentada que él, de que sabía lo que él no sabía, de que podía compararlo con otros y juzgar. Por eso realizaba todos los movimientos requeridos con especial aplicación y a la menor señal de que ella quería cambiar de postura reaccionaba inmediata y disciplinadamente como un soldado en instrucción. El inesperado nivel de exigencia erótica del acto amoroso ocupaba hasta tal punto su atención que ni siquiera tenía tiempo de darse cuenta de si estaba excitado o no y de si experimentaba algo que pudiera llamarse placer.
Ella tampoco pensaba en el placer y la excitación. Se decía para sus adentros: no te dejaré, no me echarás de tu lado, lucharé por ti. Y su sexo que se movía de arriba abajo se convertía en una máquina de guerra a la que ella mantenía en marcha y dirigía. Se decía que aquélla era la última arma que le quedaba, la única que tenía, pero todopoderosa. Y al ritmo de sus movimientos repetía para sí como si fuera un ostinato que acompañara en bajo una composición musical: voy a luchar, voy a luchar, voy a luchar, y confiaba en su triunfo.
Basta con abrir cualquier diccionario. Luchar significa enfrentar la propia voluntad a la voluntad de otro con el propósito de doblegarlo, ponerlo de rodillas, eventualmente matarlo. «La vida es una lucha» es una frase que debe haber sido, cuando se pronunció por primera vez, entendida de un modo melancólico y resignado. Nuestro siglo de optimismo y exterminios logró que esa frase terrible suene como una dulce canción. Dirán ustedes que luchar contra algo puede ser terrible, pero luchar por algo, a favor de algo, es noble y hermoso. Sí, es hermoso esforzarse por conseguir la felicidad (el amor, la justicia, etcétera) pero, si se han aficionado a denominar su esfuerzo con la palabra lucha, eso significa que tras su noble empeño se esconde el deseo de hacer rodar por tierra la cabeza de alguien. «La lucha por», va siempre ligada a «la lucha contra», y la preposición «por», queda siempre olvidada en el transcurso de la lucha en favor de la preposición «contra».
El sexo de Laura se movía poderosamente hacia arriba y hacia abajo. Laura luchaba. Hacía el amor y luchaba. Luchaba por Bernard. ¿Pero contra quién? Contra aquel al que apretaba contra ella y luego volvía a empujar para obligarlo a adoptar una nueva postura. Aquella agotadora gimnasia en el sofá y en la alfombra, bañados en sudor, sofocados, parecía la pantomima de una lucha sin cuartel en la que ella atacaba y él se defendía, ella daba las órdenes y él las cumplía.
El profesor Avenarius bajó por la Avenue du Maine, dejó a un lado la estación de Montparnasse y, como no tenía prisa, decidió dar un paseo por los almacenes Lafayette. En el departamento de señoras lo miraban por todas partes los maniquíes femeninos vestidos a la última moda. A Avenarius le gustaba su compañía. Las que más le gustaban eran las figuras inmóviles de mujeres como paralizadas en algún movimiento alocado, sus bocas abiertas de par en par no expresaban risa (la comisura de los labios no se abría a lo ancho) sino susto. El profesor Avenarius se imaginaba que todas aquellas mujeres paralizadas habían visto en aquel preciso momento su miembro magníficamente enhiesto, que no sólo era enorme, sino que se diferenciaba de los demás miembros porque terminaba en una pequeña cabeza de diablo con cuernos. Además de las que manifestaban su admirativo terror, había también otros maniquíes cuyas bocas no estaban abiertas sino sólo entreabiertas, con los labios fruncidos; parecían un pequeño círculo rojo y grueso con un pequeño agujero en medio, por el que en cualquier momento pudieran sacar la lengua e invitar al profesor Avenarius a darles un beso sensual. Y había además un tercer grupo de maniquíes, cuyos labios dibujaban en el rostro de cera una sonrisa soñadora. Por sus ojos semicerrados se hacía evidente que estaban en aquel preciso momento saboreando el silencioso y prolongado placer del coito.