Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Por otro lado, su hermano mostraba un enfado lógico por ese trato injusto. A ellos les podía pasar lo mismo. Rosendo miró entonces a su madre, quien se mantenía al margen de la conversación con la excusa de estar preparando la comida. En su rostro, sin embargo, la preocupación se sumaba a la debilidad propia de aquellos días húmedos que en nada beneficiaban su precaria salud. Rosendo quería encontrar algo, algo que les ayudara a salir adelante.
La cosecha resultó desastrosa: al final sólo se salvó menos de la mitad de lo esperado. Para poder pagar el canon se verían obligados a vender toda la cosecha de patata y también algún animal. Angustias comentó que tendrían que vender las gallinas:
—Son buenas ponedoras y será fácil encontrar quien quiera asegurarse el sustento al menos con huevos… No podemos vender la vaca porque está vieja y nos pagarían poquísimo. A nosotros aún nos sirve, su leche nos alimenta y podemos hacer queso. El buey lo necesitamos para el campo, así que…
Ella rara vez opinaba sobre cómo llevar las tierras o los animales, pero cuando lo hacía era para acertar. El padre había ido a la plaza del pueblo, lugar donde los hombres se reunían para comentar las novedades y las noticias. En casa, Angustias preparaba la cena, Rosendo leía y copiaba de la Biblia y el hermano pulía la hoja de una especie de navaja con mango de madera.
Al rato llegó el padre y por la expresión de su cara no traía buenas noticias. Todos dejaron lo que tenían entre manos y le prestaron atención.
—Las cosas no van bien —dijo rascándose la nuca—. La cosecha del centeno también ha sido mala y somos muchos los que estamos sufriendo. Hay quien no tiene nada ahorrado.
—¿Alguna familia que no podrá pagar el canon? —preguntó Rosendo.
Narcís, sin levantar la mirada de su gorra aferrada entre las manos, contestó:
—¿Os acordáis de Marcial? —Todos asintieron—. Pues esta mañana —resopló—, pues… esta mañana, bueno, el hombre se ha quitado la vida, se ha ahorcado.
Angustias, que tenía la mano tensa sobre el pecho, soltó un gemido. El joven Narcís palideció y un Rosendo imperturbable estuvo a punto de romper el lápiz sin darse cuenta.
—Su chiquillo fue a buscarlo porque tardaba en ir a comer y ahí estaba, en un árbol…
Angustias no pudo reprimir las lágrimas.
—Deja mujer y dos niños… ¿Qué va a ser de ellos?
Narcís se encogió de hombros.
—En el pueblo dicen que como el contrato lo firmó él, la deuda desaparece. Se quedarán sin nada, pero al menos no deberán nada a nadie —y diciendo estas últimas palabras su expresión se tornó absorta, pensativa.
Angustias palideció, sus labios se convirtieron en dos finas líneas y su mirada se endureció a causa del espanto. Sin apartar los ojos de su marido, dijo con voz fría y temblorosa:
—Narcís, el suicidio es pecado.
Pronto, percatándose de las miradas de su familia sobre él, sacudió la cabeza como quien despierta de un sueño, esbozó una tenue sonrisa y, mesándose los cabellos, respondió:
—Bueno, bueno, que nosotros no estamos tan mal. Todavía tenemos los animales y una buena parte de la cosecha —luego frunció el ceño y añadió—: Mañana tenemos trabajo, venga, a cenar de una vez.
Cuando Angustias dejó la olla en el centro de la mesa, oyeron a las gallinas cacarear asustadas. Como movidos por un resorte, los chicos se asomaron a la ventana de la parte posterior. Les dio tiempo a ver dos sombras que se alejaban en direcciones opuestas. Rosendo abrió la puerta y gritó a su hermano:
—¡Ve tú a por ése!
Y ambos salieron corriendo tras los ladrones.
Poco más tarde apareció Narcís
Xic
con una gallina bajo el brazo. Sin apenas resuello, explicó a sus padres:
—Sólo he podido rescatar a ésta, el tipo corría que se las pelaba.
Al momento llegó Rosendo, él también con una gallina. La enseñó nada más llegar:
—Está muerta, la agarró del cuello y me la lanzó. Él consiguió escapar.
Angustias cogió la gallina muerta y dijo:
—Ya tenemos comida para mañana —sonreía, pero sus ojos mostraban incipientes lágrimas. Tras el robo, sólo les quedaban tres gallinas. Esa noche decidieron meterlas en casa y fueron las únicas de toda la familia que lograron dormir algo.
A la mañana siguiente Rosendo y Narcís se dirigieron al campo. En el trayecto el menor estuvo serio y callado. De repente se volvió y sujetó de un brazo a su hermano.
—Rosendo, quiero hablar contigo —dijo con voz indecisa. El mayor lo invitó con un gesto a que continuara—. Verás… ya sé que sólo tengo trece años, pero… bueno, es algo a lo que empiezo a darle vueltas. Es que… ya ves lo que ha sucedido aquí… En fin, que estoy empezando a plantearme qué hacer en el futuro.
—Aquí siempre hay trabajo —contestó Rosendo.
Narcís
Xic
chasqueó la lengua y negó con la cabeza:
—¿Pero qué trabajo es éste, Rosendo? Te deslomas de sol a sol y nunca sales de la miseria. Además, las tierras no dan para todos —detuvo a su hermano, que iba a replicar—. Piénsalo, Rosendo, tú pronto querrás formar una familia. Y luego me tocará a mí. Si hoy pasamos apuros para comer cuatro, ¿cómo lo haremos cuando seamos más? Eres el mayor, lo lógico es que tú sigas con la tierra y yo me busque la vida por otro lado.
Rosendo negó con la cabeza.
—Si hay tierra y brazos que trabajen, hay comida.
Narcís soltó una carcajada.
—Pero qué ingenuo eres, —añadió palmeándole el hombro—. Mira, he estado pensando… ¿Recuerdas cuando vinieron los soldados, los que vimos en la casona? —Cómo podía olvidarlo, tenía la imagen de Verónica todavía grabada a fuego en la memoria—. Pues, me parece que… —y, diciendo esto, sacó la bala del bolsillo, aquella que le había regalado el soldado— no sería un mal destino, ¿no crees?
Rosendo negaba con fuerza con la cabeza.
—Los soldados son malos. Quitan la comida a la gente honrada y también matan.
—Escucha, Rosendo, si los soldados matan es a la gente que quiere destrozar el país. ¿Acaso no fueron ellos quienes echaron a los franceses? Precisamente para defender a la gente honrada hace falta que alguien esté dispuesto a tomar las armas. Dicen por ahí que puede haber otra guerra pronto porque el Rey de ahora quiere que su hija sea reina y no su hermano.
Rosendo no levantó el rostro y continuó mirando fijamente al suelo.
—Eso no es cosa tuya. ¿Quién te ha dicho eso? ¿Con quién has hablado?
Narcís se puso colorado.
—Pues sí, he hablado con alguien, con Matías. Su padre luchó en la guerra y fue un valiente —admitió con tono orgulloso. Entreviendo un cierto pesar en el rostro de su hermano, Narcís recuperó el tono alegre y, volviendo a palmearlo en el hombro, concluyó—: Todo esto es hablar por hablar, ¿eh? Que, de todas formas, hasta los dieciséis años no me admitirán en ningún ejército ni en ninguna guerra. Así que vamos a trabajar que para eso no hay edad que valga.
Guiñó a continuación un ojo y se dirigió a realizar las labores del día. Rosendo, cuando vio que se había alejado unos cuantos metros, suspiró.
De pronto, reparó en la montaña, esa misma montaña que lindaba con su terreno.
La nueva perspectiva ofrecía algunos de los corrimientos de tierra provocados por las lluvias pasadas. Rosendo se fijó en la falda suavemente veteada, en las intensas franjas de color negro.
Era carbón, ese carbón que tantas veces había visto en el mercado.
Y, mientras comenzaba a trabajar, su cabeza bullía y pensaba, pensaba: tenía que lograr que su padre recuperase la ilusión, que su madre no se pusiera triste nunca más y que Narcís no fuera a ninguna guerra a dejar que lo matasen como a un conejo. Tenía que hacer algo.
Valentín Casamunt, el jefe de familia, estaba satisfecho con lo que veía. En su salón se encontraban las joyas más preciadas en los cuellos más envidiados. Los invitados disfrutaban arropados entre cortinas de terciopelo granate que ocultaban tímidamente los pomposos ventanales dorados. Sólo se oían risas y música. El suelo estaba cubierto de ricas alfombras de un azul intenso. Sus convidados parecían ángeles que caminaban de puntillas sobre el cielo rodeados de nubes de flores y cenefas de tonos ocres. Como un gran sol, la lámpara de araña de cientos de brazos iluminaba la sala. Aquél era el universo propio de un linaje como el suyo. Así había sido y así sería. Valentín Casamunt sonreía por dentro, satisfecho de sí mismo.
Las personas que disfrutaban de la fiesta vestían trajes lujosos. Los cuerpos de las señoras quedaban perfectamente moldeados gracias a los corsés. Los miriñaques a su vez elevaban las faldas de los vestidos, la mayoría de seda y vivos colores y así, los pies, escondidos bajo todos esos pliegues, parecían no tocar el suelo. Las damas complementaban su vestimenta con extraordinarios tocados y los recogidos de sus cabellos mostraban todo un arte. Los hombres vestían sobrios fracs negros y fumaban sin cesar mientras hablaban de negocios o mujeres. Los sentidos quedaban saturados entre tal exhibición de colores y de olores, con el tabaco y los densos perfumes entremezclados.
Valentín Casamunt, copa en mano, departía con todos los invitados que, sin darse cuenta, hacían corrillos al charlar animadamente sobre las notas interpretadas por un pianista. Para él aquél era un día importante: era el cumpleaños de su hija Helena y su presentación en sociedad. Había llegado, pues, el momento de decir a los de su clase que su pequeña estaba disponible para recibir una oferta de matrimonio. Todo debía salir perfecto, ya que entre los asistentes se encontraban varones con títulos más importantes que los de su señorío. Los Casamunt por su parte podían presumir de rancio abolengo: la historia de su familia se remontaba siglos atrás, toda una señal de distinción que podía facilitar el interés de un barón o un marqués. Una buena boda no sólo aseguraba el destino de su querida Helena, también se lo aseguraba a él. Al fin y al cabo, para algo debía servir tener una hija.
Un criado se acercó con una bandeja de copas de champán. El señor Casamunt estaba orgulloso de su adquisición: le había costado un dineral traer ese exclusivo espumoso desde Francia, pero la ocasión lo merecía. Tomó una copa y comentó al criado que diera instrucciones para que su hija se presentara en la sala. Temía que una espera demasiado larga impacientara a sus invitados. Además, ya llevaban casi toda la tarde bebiendo y corría el riesgo de que cuando apareciera Helena no se fijasen en su belleza ni en su costosísimo traje confeccionado para la ocasión. Y no, ese 21 de septiembre de 1831 tenía que ser una fecha memorable, que marcara un antes y un después en las relaciones sociales de la comarca y que se mencionara por todos muchos años más tarde.
De repente apareció raudo el mayordomo. El señor Casamunt temió por un instante que hubiera surgido un contratiempo, pero al acercarse el sirviente intuyó que no era así, puesto que en el severo rostro de su fiel ayudante asomaba una sonrisa irónica.
—Señor… hay una persona que solicita audiencia. Un campesino cuya familia trabaja para usted.
—¿Un campesino? —se sorprendió—. ¿Y para eso me interrumpe? Échalo. —Y esbozó un gesto con la mano como si espantara a una mosca.
—Pero verá, señor, es que afirma que tiene que proponerle un negocio…
Valentín Casamunt miró a su mayordomo extrañado.
—¿Como, un negocio? ¿Te lo ha dicho así? ¿Un negocio? —el mayordomo asintió—. ¿Y? Que venga mañana a hablar con el capataz, ¡ya sabes que yo no trato con campesinos! ¿Pero te ha dicho eso, un negocio?
El mayordomo asintió dejando ver cierto sarcasmo.
—Sí, señor. Y pensé que podría ser un entretenimiento adecuado mientras esperan a la señorita Helena.
El señor Casamunt sonrió.
—¡Ah! ¡Ya entiendo! Está bien, está bien, hazlo pasar.
En cuánto el mayordomo se giró, el señor Casamunt mandó silenciar al pianista y llamó la atención de los asistentes:
—Por favor, sean tan amables de atenderme un momento… —Las conversaciones cesaron, todos miraron al anfitrión—. Bien, a pesar de lo que digan ciertas malas lenguas afrancesadas y liberales, la verdad es que aquí siempre hemos tratado con respeto a nuestros campesinos. Me gusta atender personalmente sus solicitudes y peticiones… como ahora. —Mantuvo un silencio teatral que consiguió el efecto deseado: los invitados lo miraban perplejos—. Verán, uno de mis campesinos ha tenido a bien interrumpir nuestra fiesta porque debe proponerme un… «negocio». —La forma en que pronunció esa palabra provocó que los asistentes se relajaran y comenzaran a sonreír—. Y, por supuesto, no quería permitir que mis amigos se privaran de semejante propuesta. ¡Que entre, que entre, por favor!
La figura del campesino irrumpió en la sala. De forma automática, al verlo aparecer con sus calzones y su camisa sucia, todos los que se encontraban en el interior le dirigieron miradas ofensivas y risas maliciosas. Al avanzar el chico, los invitados fueron abriendo un camino, una especie de pasillo. Hubo entonces algún que otro comentario referente a su corpulencia y a la expresión de su rostro, tensa por los nervios.
—Dígame,
caballero
—empezó a decir el señor Casamunt mirando de reojo a los presentes—, ¿cuál es su nombre? ¿Y su edad?
—Rosendo Roca, señor. Veintiún años.
—Me han dicho que quiere plantearme algo, ¿verdad? ¿Un negocio o algo así?
Rosendo, parado frente a él, con todos aquellos ojos traspasándole, comenzó a hablar sin titubeos. Valentín Casamunt todavía sostenía aquella copa repleta de champán a la que de vez en cuando daba un sorbo goloso.
—Quiero proponerle un trato.
Silencio. En ese momento, de entre la multitud de ojos que se fijaban en Rosendo, unos en concreto llamaron su atención. Pertenecían a la chica que había tenido oportunidad de conocer aquella tarde lejana en que se le ocurriera bañarse desnudo en el río. Hoy presentaba un porte más maduro pero igualmente soberbio. Su cara seguía siendo angulosa y simétrica y con los años parecía haber adquirido una apariencia de busto de bronce. Alrededor del rostro le caían como en cascada los rizos oscuros que le enmarcaban las facciones. Las finas cejas acentuaban la forma alargada de sus ojos. Lucía un elegante vestido blanco, con un escote tan pronunciado que Rosendo pudo ver gran parte de sus pechos. El corpiño en color crema los elevaba e incrementaba un torso ya de por sí voluminoso. La joven se acercó con parsimonia hacia donde se encontraban el invitado sorpresa y el patriarca de la familia. Rosendo frunció el ceño y supuso que sería una más de las cursis invitadas que allí había.