La herencia de la tierra (71 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Pero ahí estaban ahora, juntos al fin delante de centenares de ojos que los observaban ilusionados, sin tener que esconder su amor nunca más. Se dio cuenta de que estaba realmente feliz.

—Quiero hacer un brindis —se oyó por encima del jolgorio.

Roberto se levantó de su asiento e hizo un gesto con la mano para que la música cesara unos instantes. Por sus movimientos torpes y tambaleantes se deducía que su estado era notablemente alegre.

—Gracias —dijo dirigiéndose a los músicos—. Me gustaría decir que estoy contento de que mi hermana se case con Álvaro. —Dio un sorbo a la copa que sostenía y continuó—: Al principio pensamos que era como el resto de su familia…

Sin disimular, Roberto dirigió su mirada a Helena e hizo un brindis invisible en el aire con ella. Helena le siguió el juego con una sonrisa innegablemente falsa.

—Y le hicimos pasarlo un poco mal. —Sonrió como un niño pequeño—. Pero después descubrimos el gran hombre que era. —Y se corrigió—: Que es, perdón, que es… ¡Por Álvaro y mi hermana!

Todos los invitados gritaron y brindaron.

—¿No te tomas una copa de vino ni siquiera en tu boda? —le preguntó Helena a su sobrino, que había brindado con la misma copa de agua que había empleado durante la comida.

—No, tía, ya sabes que el alcohol no está entre mis placeres favoritos.

Álvaro le guiñó un ojo a su tía y ésta le respondió con una sonrisa.

—¿Eres feliz? —le preguntó ella.

—Mucho.

—Es justo lo que quiero —dijo y le dio un beso en la mejilla.

Después del brindis Roberto se dejó caer torpemente sobre su silla. Anita no pudo evitar soltar una risotada a la vez que se sintió un poco avergonzada por la escena.

—Vaya, parece que a tu hermano sí que le agrada el alcohol —dijo Helena de forma ambigua, igual podía ser una broma que un reproche.

Anita respondió con unas palabras aparentemente neutras:

—Sólo cuando hay algo que celebrar…

Dirigió entonces la mirada hacia su padre, pero éste se mantenía inmutable y ausente.

—¿Está todo bien, papá? —le preguntó. Todavía esperaba que llegara el día en que le respondiera. Desde la muerte de su madre nadie lo había oído pronunciar una sola palabra.

Rosendo asintió arqueando la boca en un gesto tierno. Con una mano apartó un mechón rizado que se había escapado del recogido que la novia lucía y que le recordaba a su madre. Anita adivinó ese sentimiento y respondió besando la mejilla de su padre con dulzura. El patriarca captó una mirada de soslayo proveniente de Helena y su expresión se endureció. Anita se percató del intercambio y tras asegurarse de que su tía política ya no les prestaba atención, le confesó a su padre:

—He tenido que invitarla… es la única familia que le queda a Álvaro.

Rosendo dirigió su mirada hacia los invitados esquivando los ojos de Anita. No quería disgustarla. Vio que Roberto bailaba con una joven distinta de la que lo acompañaba un momento antes. Y cómo Rosendo
Xic
hablaba con Pantenus y Arístides con gesto serio, probablemente del negocio o de la situación política; eso no impedía, sin embargo, que en su mano bamboleara el contenido de una gran copa de coñac.

En ese momento, el grupo musical comenzó una lenta melodía especialmente dedicada a los novios. Anita sintió unos golpecitos en su hombro y tras volver su cabeza se encontró con Álvaro.

—¿Señora de Casamunt, me permite este baile? —le preguntó efectuando una reverencia.

Enfundado en un elegante traje negro y con su melena rubia enmarcando su rostro, a Anita le pareció un auténtico príncipe de cuento de hadas. Sonrió y asintió coqueta. Su marido le cogió la mano con delicadeza y la ayudó a levantarse. Después, imitando ser un caballero a la antigua usanza, con un brazo colocado a la espalda y el otro asiendo la mano de su adorada esposa, marchó junto a Anita con paso solemne hacia el centro de la explanada que se había convertido en pista de baile. Todos los presentes se apartaron y rodearon a la pareja para verlos compartir su primer baile de casados.

Con el rostro muy cerca el uno del otro, Anita y Álvaro bailaron felices. Al finalizar la pieza hubo aplausos y algún que otro silbido entusiasmado. Después la música fue alegre y los invitados que habían cedido la pista retomaron el baile junto a los protagonistas.

Las circunstancias provocaron que, alejados del tumulto, Rosendo y Helena se quedaran solos en la mesa. El silencio entre ambos fue prolongado. A ella le acabó resultando incómodo y optó por ceder:

—Tu hija está muy guapa —dijo Helena.

La ausencia de respuesta tal vez se debiera al reconocido mutismo del patriarca, pensó.

—Sé cómo te sientes. La muerte de mi hermano también fue muy dolorosa para mí —afirmó mientras hacía el ademán de acercarse.

Rosendo, impasible, no dejó de mirar a los jóvenes. La música no se detenía ni un instante.

—Ana era una buena mujer —insistió Helena y se aproximó un poco más.

Pero no, sus esfuerzos no daban resultado y tenía claro que no iba a permitir que la ignoraran. Imitó entonces a Rosendo: se enderezó de nuevo en su asiento y buscó a Anita y Álvaro entre el bullicio. Los novios estaban bailando contentos, absortos, felices y, esbozando una sonrisa, no pudo evitar pensar que Anita, la hija mayor de Rosendo Roca, ya no era una Roca, y no lo era porque ahora llevaba su apellido, el de los Casamunt.

Lunes, 20 de junio de 1864

Amada Ana:

No miento si digo que ayer vi el futuro. Estoy ahora más cerca de ti, te estoy volviendo a descubrir. Un día dijiste que eran nuestros hijos los que incluso antes de nacer nos ponían en movimiento. Cuánta razón tenías. Me fijo en ellos y recupero imágenes que viví a tu lado. Qué cerca te siento en estos días tristes tan llenos de sentido. Porque ahora, mientras veo cómo nuestro tiempo se despide, entiendo tus palabras. Bendita la esperanza y el empeño de los nuestros por seguir construyendo un mañana mejor.

Qué hermosa estaba nuestra hija ayer en su boda. Bien puedes estar orgullosa, Ana. Rosendo Xic no dejó de pensar en el trabajo. Creo que ha salido a mí. Roberto, sin embargo, tiene otros intereses… Él ha salido a ti. Tiene mucho éxito entre las mujeres.

Que nuestros hijos nos mantengan en movimiento por muchos años.

Te amo y te amaré siempre.

Capítulo 88

—Creo que podríamos colocar unos retretes aquí, en la nave contigua, para que los trabajadores no tengan que caminar tanto —comentó Rosendo
Xic.

—Ya. Tú lo que quieres es que no pierdan ni un minuto. Así puedes producir, producir y producir. No eres más que un explotador —concluyó Roberto con brusquedad.

—No como tú, ¿eh?, que repartes dinero entre los trabajadores en tus excursiones a Barcelona—respondió el mayor con sorna—. ¿O es entre las trabajadoras? Igual crees que están más desfavorecidas… —No le gustaba que le llevaran la contraria y menos cuando quien lo hacía era el pequeño de la familia.

—No empecemos, hermano. No tengo por qué aguantar tus impertinencias.

—Ni yo tus insultos.

—Haz lo que quieras. Yo me dedico a las cuestiones técnicas y tú dedícate a la alta gestión de los retretes, que ya se ve que es lo tuyo. Te equivocas suponiendo que los obreros viven en la inopia. No olvides que ahora una asociación internacional les ampara; las noticias llegan incluso hasta aquí, ¿sabes? ¿Cuánto crees que tardarán las imprentas clandestinas en repartir por doquier los escritos de Marx o de los anarquistas? No vengas a mí cuando tus brillantes ideas capitalistas levanten protestas. Si quieres buscarme entonces, me encontrarás al lado de los obreros —declaró Roberto, encendido.

—Venga, hombre, no te enfades. Confío en tus buenos contactos entre los trabajadores. Sólo quería consultarte y pincharte un poco —exclamó Rosendo
Xic,
a modo de disculpa pretendiendo relajar el ambiente.

—Pues lo has conseguido. Me irritan tus presunciones, Rosendo; ve con cuidado, trabajadores somos todos. Harías bien en no alejarte tanto de nosotros.

Y Roberto salió desairado del despacho dando un portazo.

Corría el otoño de 1865.

La tarde de ese mismo día, Rosendo padre estaba sentado en la sala de grandes ventanales. Permanecía en la butaca de Ana, mirando sereno hacia el exterior, bebiendo pequeños sorbos de una taza de té. Era ésta una costumbre heredada de su amigo Henry Gordon.

Después de llamar a la puerta, Rosendo
Xic
entró en la estancia. Un dolor sordo le crecía por dentro cada vez que veía a su padre en ese estado contemplativo, dejando pasar su vida por delante, la presente y la futura, cuando él había sido todo lo contrario, enérgico y resolutivo por encima de todo.

—Hola, padre. ¿Cómo te encuentras hoy? ¿Puedo hablar contigo?

Rosendo
Xic
se acercó lentamente al ventanal.

—Como sabrás, la fábrica funciona a toda máquina. Después de cinco años de actividad los clientes siguen respondiendo tan bien o mejor que al principio. A pesar de la guerra en América y contra todo pronóstico estamos consiguiendo llenar de algodón brasileño los almacenes. Eso gracias a nuestra capacidad financiera. Bueno, más bien gracias a la de nuestros amigos de Girona. ¿Sabes que esa gente es capaz de fletar barcos enteros? Pero aunque las cosas vayan bien, siento que no podemos bajar la guardia. —Rosendo
Xic
parecía estar utilizando a su padre como confesor—. Hemos incorporado mejoras para los trabajadores: ya sabes, el mercado, la escuela y los Aldecoa, el casino, el futuro teatro… reconozco que gran parte del mérito de estos aciertos es de Roberto, padre, pero… ¿no nos estaremos excediendo? A veces tengo miedo de que tanto gasto nos ahogue ante cualquier bache de las ventas. Y si algún día llegara una explosión de ira de los trabajadores, que Roberto dice que en Barcelona hasta se huele en el aire, ¿se alzarían también los nuestros? ¿Habría servido de algo tanto esfuerzo?

Rosendo
Xic
miró al exterior, dando la espalda a la habitación, con las manos entrelazadas atrás, inquieto. Continuó su monólogo lacerante. Habría agradecido una respuesta pero ésta no se presentaba; vana esperanza. Aunque tal vez no fuera inútil hablar; en el fondo aquél era su diario oral, paralelo al que en ocasiones había visto escribir a su padre.

—No me parece mal la concordia, no es eso, pero creo que no somos lo bastante conscientes de la importancia de mantener el control. Todos deberían saber quién lleva las riendas y eso… no sé si está siendo así conmigo. Ni siquiera estoy seguro de saber hacerme respetar. Tú empezaste de cero y para ti era fácil justificar tu liderazgo, mucho más con tu carácter, pero yo soy el hijo del jefe y, por si eso no fuera poco, Roberto no tiene las mismas preocupaciones que yo; sus ideas empiezan a darme miedo, van más allá de lo liberal… no sé si me entiendes.

La última frase sonó como un eco en la amplia sala. ¿Le entendía? ¿Le escuchaba siquiera?

Tras un silencio dilatado, Rosendo
Xic
notó cómo detrás de él su padre se ponía en pie. Sin mentar palabra, abandonó la sala con el paso incierto que lo venía caracterizando de un tiempo a aquella parte.

Rosendo
Xic
permaneció inmóvil frente al inmenso cristal. Profundamente abatido, adelantó los brazos y apoyó las manos contra el marco de madera. Bajó la cabeza y cerró los ojos lamentando la situación; aguantó con tenacidad las lágrimas a pesar de que llorar era lo que realmente le habría gustado hacer en ese momento. Un ruido a su espalda le sacó de ese estado. Su progenitor estaba arrastrando una butaca que colocó junto a la suya. Rosendo
Xic
se quedó perplejo. El patriarca de los Roca volvió a salir y esta vez tardó un poco más: apareció con dos tazas humeantes que sus enormes manos asían cuidadosamente. Se acercó hasta él y le ofreció una con un gesto de invitación. Entonces Rosendo volvió a su butaca, se sentó y dio pequeños sorbos para no quemarse los labios.

Rosendo
Xic
levantó su taza y se la acercó sin dejar de observar a su padre. A pesar de que éste enseguida volvió a perderse en el horizonte, su hijo se sintió cálidamente acompañado. El gran Rosendo Roca estaba con él, lo escuchaba, quería saber de sus inquietudes y preocupaciones. Lo necesitaba tanto… Recorrió el espacio que lo separaba de la butaca y se sentó. Una vez allí, el padre extrajo de un bolsillo interior una pequeña petaca metálica cuyo contenido sirvió con generosidad en ambas tazas.

—Papá, no sabes cuánto te admiro —le dijo.

Pasaron el resto de la tarde compartiendo soledades y tragos de un reconfortante coñac. De vez en cuando Rosendo
Xic
hacía alguna observación y su padre le respondía con suaves y tranquilos gestos. Rosendo
Xic
se sintió reafirmado. A través del singular diálogo, el joven recuperó su fortaleza y sintió que el peso de la responsabilidad le resultaba ahora más liviano.

Roberto viajó a Barcelona, esta vez en visita de compromiso. Pantenus había tenido un achaque y estaba en cama con gota. No era la primera vez pero, como tenía intención de estar en la ciudad un par de días, la visita era ineludible. Además, tenía aprecio por ese viejo y su extraña familia. Pasó media tarde en el piso del abogado y cenaron juntos. Después, gracias a Pantenus, Claudia cedió y dejó de insistir en que se quedara a dormir al aceptar que «la juventud debe buscar a la juventud en las distancias cortas de la noche».

Cuando Roberto salió a la calle, la humedad de la ciudad oscura le acarició la cara con trazas salinas en su aroma. Entre esas callejuelas, el aire tenía más dificultades para circular y el bochorno del otoño se abrazaba al cuerpo.

Entró en una taberna de la calle Condal y pidió un aguardiente en la barra. Algo más allá, una voz femenina disertaba sobre los trabajadores y sus derechos. Reconoció esa voz exaltada y sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Se volvió y distinguió a una mujer joven hablando con pasión a un grupo que la observaba hipnotizado. Su flequillo de corte recto y su pelo negro azabache enmarcaban unos rasgos duros aunque muy agradables. La palidez de su rostro contrastaba con la oscuridad de sus ojos y su corta melena; los labios teñidos de rojo sangre. Vestía una chaquetilla de algodón azul oscuro bajo la que se intuía una simple blusa blanca y una especie de pantalón largo y ancho, también azul oscuro, que Roberto sólo había visto llevar a algunas mujeres obreras. Era aquélla una mujer poderosa y decidida: era Rosa Ferrer.

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