La guerra del fin del mundo (67 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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El Coronel Silva Telles ordena proseguir hacia la Favela. «Va contra la Táctica de las Ordenanzas eso de lanzarse a la boca del lobo, en terreno desconocido», bufa el Capitán Almeida a los Alféreces y Sargentos mientras les da las últimas recomendaciones: «Avanzar como los alacranes, pasito aquí, allá, acá, guardar distancias y evitar sorpresas». Tampoco al Sargento Fructuoso le parece inteligente progresar de noche a sabiendas de que entre la Primera Columna y ellos se interpone el enemigo. Pronto, la cercanía del peligro lo ocupa por entero; a la cabeza de su grupo husmea a derecha y a izquierda la extensión pedregosa.

El tiroteo cae súbito, próximo, fulminante, y borra las cornetas de la Fávela que los guían. «Al suelo, al suelo», ruge el Sargento, aplastándose contra los pedruscos. Aguza el oído: ¿los tirotean de la derecha? Sí, de la derecha. «Están a su derecha», ruge. «Quémenlos, muchachos.» Y mientras dispara, apoyado en el codo izquierdo, piensa que gracias a estos bandidos ingleses está viendo cosas extrañas, como retirarse de una pelea ya ganada y fajarse a oscuras confiando que Dios orientará las balas contra los invasores. ¿No irán éstas a incrustarse en otros soldados, más bien? Se acuerda de algunas máximas de la instrucción: «La bala desperdiciada debilita al que la desperdicia, sólo se dispara cuando se ve contra qué». Sus hombres deben estarse riendo. A ratos, entre los disparos, hay maldiciones, gemidos. Por fin viene la orden de cesar el fuego; otra vez suenan las cornetas de la Favela, llamándolos. El Capitán Almeida mantiene un rato a la Compañía en el suelo, hasta estar seguro que los bandidos han sido repelidos. Los cazadores del Sargento Fructuoso Medrado abren la marcha.

«De Compañía a Compañía, ocho metros. De Batallón a Batallón, dieciséis. De Brigada a Brigada, cincuenta.» ¿Quién puede guardar las distancias en la tiniebla? La Ordenanza también dice que el jefe de grupo debe ir a la retaguardia en la progresión, a la cabeza en la carga y hallarse al centro en el cuadrado. Sin embargo, el Sargento va a la cabeza porque piensa que si se pone atrás sus hombres pueden flaquear, nerviosos como andan por esta oscuridad en la que en cualquier momento brotan disparos. Cada media hora, cada hora, tal vez cada diez minutos —ya no lo sabe, pues esos ataques relámpago, que duran apenas, que dañan más sus nervios que sus cuerpos, le confunden el tiempo — una granizada de tiros los obliga a tumbarse y responder con otra, más por razones de honor que de eficacia. Sospecha que quienes atacan son pocos, acaso dos y tres hombres. Pero que la oscuridad sea una ventaja para los ingleses, pues los ven a ellos en tanto que los patriotas no los ven, enerva al Sargento y lo fatiga muchísimo. Cómo estarán sus hombres, si él, con toda su experiencia, se siente así.

A ratos, las cornetas de la Favela parecen alejarse. Los toques recíprocos pespuntean la marcha. Hay dos breves descansos, para que los soldados beban y para averiguar las bajas. La Compañía del Capitán Almeida está intacta, a diferencia de la del Capitán Noronha, en la que han herido a tres.

—Ya ven, suertudos, no están sufriendo nada —les levanta el ánimo el Sargento.

Comienza a amanecer y en la débil luz, la sensación de que ha terminado la pesadilla de los disparos a oscuras, de que ahora sí verán dónde pisan y quiénes los atacan, lo hace sonreír.

El último trecho es un juego en comparación con lo anterior. Las estribaciones de la Favela están vecinas y en el resplandor que se levanta el Sargento distingue a la Primera Columna, unas manchas azulosas, unos puntitos que poco a poco se convierten en siluetas, en animales, en carromatos. Se diría que hay mucho desorden, una gran confusión. Fructuoso Medrado se dice que ese amontonamiento tampoco parece muy de acuerdo con la Táctica y la Ordenanza. Y está comentándole al Capitán Almeida —los grupos se han unido y la Compañía marcha de cuatro en fondo, al frente del Batallón — que el enemigo se ha hecho humo, cuando emergen de la tierra, a unos pasos, entre las ramas y tallos del matorral, cabezas, brazos, caños de fusiles y carabinas que escupen fuego simultáneamente. El Capitán Almeida forcejea para sacar el revólver de su cartuchera y se dobla, abriendo la boca como si se quedara sin aire, y el Sargento Fructuoso Medrado, con su gran cabezota en efervescencia, rapidísimamente comprende que aplastarse contra el suelo sería suicida pues el enemigo está muy cerca; también, dar media vuelta, pues harían puntería con ellos. De manera que, el fusil en la mano, ordena con todos sus pulmones: «¡Carguen, carguen, carguen!», y les da el ejemplo, saltando hacia la trinchera de ingleses cuya bocaza se abre detrás de un bordillo de piedra. Cae dentro y tiene la impresión de que el gatillo no corre, pero está seguro que la hoja de la bayoneta se clava en un cuerpo. Queda incrustada y no consigue arrancarla. Suelta el fusil y se avienta contra la figura que está más cerca, buscándole el pescuezo. No deja de rugir: «¡Carguen, carguen, quémenlos!», mientras golpea, cabecea, aprieta, muerde y se disuelve en un remolino en el que alguien recita los elementos que, según la Táctica, componen el ataque correctamente efectuado: refuerzo, apoyo, reserva y cordón.

Cuando un minuto o un siglo después abre los ojos, sus labios repiten: retuerzo, apoyo, reserva, cordón. Eso es el ataque mixto, malparidos. ¿De qué convoy de provisiones hablan? Está lucido. No en la trinchera, sino en una garganta reseca; ve al frente un barranco empinado, cactos, y arriba el cielo azul, una bola rojiza. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿En qué momento salió de la trinchera? Lo del convoy repica en sus oídos con angustia y sollozos. Le cuesta un esfuerzo sobrehumano ladear la cabeza. Entonces ve al soldadito. Siente alivio; temía que fuera un inglés. El soldadito está boca abajo, a menos de un metro, delirando, y apenas le entiende pues habla contra la tierra. «¿Tienes agua?», le pregunta. El dolor llega hasta el cerebro del Sargento como una punzada ígnea. Cierra los ojos y se esfuerza por controlar el pánico. ¿Está herido de bala? ¿Dónde? Con otro esfuerzo enorme se mira: de su vientre sale una raíz filuda. Demora en darse cuenta que la lanza curva no sólo lo atraviesa de parte a parte sino que lo fija en el suelo. «Estoy ensartado, estoy clavado», piensa. Piensa: «Me darán una medalla». ¿Por qué no puede mover las manos, los pies? ¿Como han podido trincharlo así sin que lo viera ni sintiera? ¿Has perdido mucha sangre? No quiere mirar su vientre de nuevo. Se vuelve al soldadito:

—Ayúdame, ayúdame —ruega, sintiendo que se le abre la cabeza—. Sácame esto, desclávame. Tenemos que subir al barranco, ayudémonos.

De pronto, le resulta estúpido hablar de subir ese barranco cuando ni siquiera puede encoger un dedo.

—Se llevaron todo el transporte, todas las municiones también —lloriquea el soldadito—. No es mi culpa, Excelencia. Es la culpa del Coronel Campelo.

Lo oye sollozar como un niño y se le ocurre que está borracho. Siente odio y rabia por ese malparido que lloriquea en vez de reaccionar y de pedir ayuda. El soldadito levanta la cabeza y lo mira.

—¿Eres del Segundo de Infantería? —le dice el Sargento, sintiendo la lengua dura dentro de la boca—. ¿De la Brigada del Coronel Silva Telles?

—No, Excelencia —hace pucheros el soldadito—. Soy del Quinto de Infantería, de la Tercera Brigada. La del Coronel Olimpio de Silveira.

—No llores, no seas estúpido, acércate, ayúdame a sacarme esto de la barriga —dice el Sargento—. Ven, malparido.

Pero el soldadito hunde la cabeza en la tierra y llora.

—O sea que eres uno de esos que vinimos a salvar de los ingleses —dice el Sargento—. Ven y sálvame tú ahora, estúpido.

—¡Nos quitaron todo! ¡Se robaron todo! —llora el soldadito—. Le dije al Coronel Campelo que el convoy no podía retrasarse tanto, que podían cortarnos de la Columna. ¡Se lo dije, se lo dije! ¡Y eso nos pasó, Excelencia! ¡Se robaron hasta mi caballo!

—Olvídate del convoy que se robaron, sácame esto —grita Fructuoso—. ¿Quieres que muramos como perros? ¡No seas estúpido, recapacita!

—¡Nos traicionaron los cargadores! ¡Nos traicionaron los pisteros! —lloriquea el soldadito—. Eran espías, Excelencia, ellos también sacaron escopetas. Fíjese, saque la cuenta. Veinte carros con munición, siete con sal, farinha, azúcar, aguardiente, alfalfa, cuarenta sacos de maíz. ¡Se llevaron más de cien reses, Excelencia! ¿Comprende usted la locura del Coronel Campelo? Se lo advertí. Soy el Capitán Manuel Porto y nunca miento, Excelencia: fue culpa de él.

—¿Es usted Capitán? —balbucea Fructuoso Medrado—. Mil perdones, su señoría. No se veían sus galones.

La respuesta es un estertor. Su vecino queda mudo e inmóvil. «Ha muerto», piensa Fructuoso Medrado. Siente un escalofrío. Piensa: «¡Un capitán! Parecía un recién levado». También va a morir en cualquier momento. Te ganaron los ingleses, Fructuoso. Te mataron esos malparidos extranjeros. Y en eso ve perfilarse en el borde del barranco dos siluetas. El sudor no le permite distinguir si llevan uniformes, pero grita «¡Ayuda, ayuda!». Trata de moverse, de retorcerse, que vean que está vivo y vengan. Su cabezota es un brasero. Las siluetas bajan el declive a saltos y siente que va a llorar al darse cuenta que visten de azul claro, que llevan botines. Trata de gritar: «Sáquenme este palo de la barriga, muchachos».

—¿Me reconoce, Sargento? ¿Sabe quién soy? —dice el soldado que, estúpidamente, en vez de acuclillarse a desclavarlo, apoya la punta de la bayoneta en su cuello.

—Claro que te reconozco, Corintio —ruge—. Qué esperas, idiota. ¡Sácame eso de la barriga! ¿Qué haces, Corintio? ¡Corintio!

El marido de Florisa está hundiéndole la bayoneta en el pescuezo ante la mirada asqueada del otro, al que Fructuoso Medrado también identifica: Argimiro. Alcanza a decirse que, entonces, Corintio sabía.

III

—¿C
ÓMO
no se lo hubieran creído, allá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo, esos que salieron a las calles a linchar monárquicos, si se lo creían los que estaban a las puertas de Canudos y podían ver la verdad con sus ojos? —dijo el periodista miope.

Se había deslizado del sillón de cuero al suelo y allí estaba, sentado en la madera, con las rodillas encogidas y el mentón sobre una de ellas, hablando como si el Barón no estuviera allí. Era el comienzo de la tarde y los envolvía una resolana caliente y embotante, que se filtraba por los visillos del jardín. El Barón se había acostumbrado a los bruscos cambios de su interlocutor, que pasaba de un asunto a otro sin aviso, de acuerdo a urgencias íntimas, y ya no le importaba la línea fracturada de la conversación, intensa y chisporroteante por momentos, luego empantanada en períodos de vacío en los que, a veces él, a veces el periodista, a veces ambos, se retraían para reflexionar o recordar.

—Los corresponsales —explicó el periodista miope, contorsionándose en uno de esos movimientos imprevisibles, que removían su magro esqueleto y parecían estremecer cada una de sus vértebras. Detrás de las gafas, sus ojos parpadearon, rápidos —: Podían ver pero sin embargo no veían. Sólo vieron lo que fueron a ver. Aunque no estuviese allí. No eran uno, dos. Todos encontraron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico-británica. ¿Cuál es la explicación?

—La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión —dijo el Barón—. Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército, que resistieran meses a las Fuerzas Armadas del país. La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron.

—Tendría que leer usted las crónicas de mi sustituto en el
Jornal de Noti
cias

dijo el periodista miope—. El que mandó Epaminondas Goncalves cuando me creyó muerto. Un buen hombre. Honesto, sin imaginación, sin pasiones ni convicciones. El hombre ideal para dar una versión desapasionada y objetiva de lo que ocurría allá.

—Estaban muriendo y matando de ambos lados —murmuró el Barón, mirándolo con piedad—. ¿Es posible el desapasionamiento y la objetividad en una guerra?

—En su primera crónica, los oficiales de la Columna del General Osear sorprenden en las alturas de Canudos a cuatro observadores rubios y bien trajeados mezclados con los yagunzos —dijo, despacio, el periodista—. En la segunda, la Columna del General Savaget encuentra entre los yagunzos muertos a un sujeto blanco, rubio, con correaje de oficial y un gorro de crochet tejido a mano. Nadie puede identificar su uniforme, que jamás ha sido usado por ninguno de los cuerpos militares del país.

—¿Un oficial de Su Graciosa Majestad, sin duda? —sonrió el Barón.

—Y en la tercera crónica, aparece una carta, rescatada del bolsillo de un yagunzo prisionero, sin firma pero de letra inequívocamente aristocrática —continuó el periodista, sin oírlo—. Dirigida al Consejero, explicándole por qué es preciso restablecer un gobierno conservador y monárquico, temeroso de Dios. Todo indica que el autor de la carta era usted.

—¿Era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto? —le preguntó el Barón—. ¿Siendo periodista?

—Y hay, también, esa crónica sobre las señales luminosas —prosiguió el periodista miope, sin responderle—. Gracias a ellas, los yagunzos podían comunicarse en las noches a grandes distancias. Las misteriosas luces se apagaban y encendían, trasmitiendo claves tan sutiles que los técnicos del Ejército no consiguieron descifrar nunca los mensajes.

Sí, no había duda, pese a sus travesuras bohemias, al opio y al éter y a los candomblés, era alguien ingenuo y angelical. No era extraño, solía darse entre intelectuales y artistas. Canudos lo había cambiado, por supuesto. ¿Qué había hecho de él? ¿Un amargado? ¿Un escéptico? ¿Acaso un fanático? Los ojos miopes lo miraban fijamente desde detrás de los cristales.

—Lo importante en esas crónicas son los sobreentendidos —concluyó la vocecita metálica, atiplada, incisiva—. No lo que dicen, sino lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación. Fueron a ver oficiales ingleses. Y los vieron. He conversado con mi sustituto, toda una tarde. No mintió nunca, no se dio cuenta que mentía. Simplemente, no escribió lo que veía sino lo que creía y sentía, lo que creían y sentían quienes lo rodeaban. Así se fue armando esa maraña tan compacta de fábulas y de patrañas que no hay manera de desenredar. ¿Cómo se va a saber, entonces, la historia de Canudos?

—Ya lo ve, lo mejor es olvidarla —dijo el Barón—. No vale la pena perder el tiempo con ella.

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