La gesta del marrano (58 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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Abrí mis ropas. Accedí a mi intimidad. Estiré el prepucio que vino conmigo para que yo fuera quien lo amputara en un doloroso gesto de compromiso. Estimé la sensibilidad y reparé mentalmente la técnica quirúrgica: me sentaré sobre un grueso paño que se abultará entre mis piernas para recibir los hilos de sangre y, al alcance de mi mano, estarán los instrumentos, las gasas, el polvo cicatrizante, hilo para eventual ligadura y vendas. Lo haré esta noche.

Reuní lo necesario en mi alcoba, calcé velas nuevas en los candelabros, llené un botellón con agua de zarza y tragué un vaso de pisco. Cerré la puerta con tranca, ruidosamente: equivalía a comunicar que no quería ser molestado. Distribuí el instrumental sobre la mesa y me desnudé. Puse el trapo grueso sobre la silla. Aproximé los candelabros. Todo estaba dispuesto para empezar.

—Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob —murmuré—: hago esto para renovar el Pacto, para sellar mi lealtad a Tí y tu pueblo.

Probé el bisturí con la uña: tenía un filo sin melladuras, como exige el Levítico. Con la izquierda estiré el prepucio. El pulgar de esa mano percibía la turgencia del glande. Apreté el instrumento y seccioné cuidadosamente como un escriba que se esmera en trazar una línea perfecta. La hoja descendía por la herida roja bordeando el límite del pulgar: de esta forma evitaba lastimar mi glande. Sentí un dolor muy agudo, pero mi atención se concentraba en el trabajo quirúrgico. Mis dedos quedaron con el prepucio descolgado, lo deposité en un platito y apliqué sobre mi pene sangrante las gasas mojadas en agua tibia. Del anillo bermellón emergían varios puntos hemorrágicos, pero todos débiles; no cabía una ligadura. Comprimí el pene para que aflorase el glande; no lo conseguí. Tal como lo había previsto, se oponía un trozo de frenillo y la transparente membrana. Elegí una tijera de punta y completé la resección.

Yo estaba perfectamente desdoblado: las quejas del paciente no creaban angustia en el médico, sino afán de excelencia. Más dolía, más me aplicaba en hacerla bien. Con una pinza sostenía la membrana que disecaban los sucesivos golpecitos de tijera. Volví a secar con gasas húmedas. Sangraba muy poco. Arrojé polvo cicatrizante y enrollé el falo con una venda.

—¡Dios mío, Dios de Abraham, Isaac y Jacob —volví a murmurar—: por este
Brit Milá
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soy un miembro inescindible de Israel. Acéptame en tu grey. Y ampárame. Bebí otro trago de pisco.

Esa noche me desperté a menudo. El escaso dolor certificaba que lo esencial residía en mi espíritu.

Fue la única tempestad del trayecto. No naufragio ni pérdidas humanas. Tampoco ataques de los piratas.

El 22 de julio de 1627 Francisco desembarca en el puerto del Callao. El paisaje familiar le pellizca las entrañas. Viste una túnica áspera y manchada; supone que tiene un aspecto tan lamentable como el mendigo coronado de moscas que había confundido ahí cerca, con su padre, en la explanada, con su padre, cuando pisó por primera vez este sitio.

A pocos metros el capitán del galeón hace entrega formal del reo y sus pertenencias a unos oficiales. Ahora lo separan de Lima los doce kilómetros que recorrió tantas veces cuando era estudiante.

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Pude orinar sin inconvenientes. Sólo molestaba la tensión y un leve prurito, la tumefacción de la ingle también incomodaba. Envolví el pene con venda limpia; ya no sangraba. Tomé mi desayuno de costumbre y fui al hospital. Al mediodía sentí fatiga y regresé para acostarme por unas horas.

La voz de mi hermana en el patio me sugirió la idea. Esa noche —la siguiente de mi circuncisión— la convencí de acompañarme por unos días a los baños que había a unas seis leguas de Santiago. Tanto ella como yo necesitábamos esparcimiento.

Me miró asombrada y repitió sus elogios a mi generosidad, No había que llevar demasiada ropa —le expliqué—: yo no deseaba competir con la fortuna de mi suegro. La invitaba a un recreo sencillo; quería disfrutar con ella y disfrutar de mi familia original. Los baños no se parecían a los famosos de Chuquisaca. No estaban en la remota puna, sino en una planicie verde con el fondo azul de la cordillera. Las aguas eran termales y una familia española se ocupaba de hospedar a las visitas en su modesta alquería. Una pequeña legión de sirvientes se ocupaba de limpiar los pilotones, arreglar los cuartos y servir las comidas.

Llevé los libros, hojas de papel y tinta, y la decisión de hablar descarnadamente con Isabel. Nuestro vínculo no debía seguir atado con hilos finos. La circuncisión, tal como había previsto, aventó mi exceso de cautela.

Una tarde, mientras caminábamos por los umbrosos alrededores, decidí abordar el asunto. Un asunto sensible como una antena de mariposa.

—Isabel: nuestro padre...

Ella siguió marchando sin prestarme atención.

—¿Me escuchas? Nuestro padre...

Rozó mi brazo:

—No quiero saber. No me hables de él, Francisco —bajó la cabeza, bruscamente tensionada.

—¡Debes saber!

Rechazó enérgicamente con la cabeza.

—Lo acompañé varios años —insistí—. Me dijo cosas importantes.

Sus ojos adquirieron un resplandor trágico. Se parecían terriblemente a los de Aldonza.

—¿Te dijo que denunció a Juan José Brizuela? —espetó.

—¿También lo sabes?

—¿Quién no? —estaba enojada, la evocación le producía un intenso malestar.

—Si lo hizo, fue bajo tortura. Le quemaron los pies, casi quedó paralítico.

—Grande fue su pecado —sentenció.

—No hables así; no eres un familiar del Santo Oficio.

—Por su pecado tuvo que abandonarnos y perdimos a nuestro hermano Diego —empezó a llorar—; y murió nuestra madre.

—No tiene la culpa. Sufrió muchísimo.

—¿Quién la tiene?, ¿nosotros? —temblaban las comisuras de sus labios y se empañaron sus mejillas.

—El eje del problema no está ahí —le ofrecí mi pañuelo—. Quiero explicarte.

Se sonó. Hizo un movimiento negativo: «no me expliques».

—Isabel: necesito tu ayuda —me brotó el niño que anhelaba el abrigo de su madre y me escuché pronunciando palabras dramáticas—: Isabel, de ti dependerá mi vida o mi muerte.

Levantó su mirada vidriosa.

—Estoy muy solo —agregué.

—¿Solo? —su mano me rozó—. No puedo imaginar… —titubeó afligida—. ¿Te llevas mal con tu mujer?

—Desde que me casé y nació mi hija y vinieron ustedes, pareció que se colmaban mis sueños. Sin embargo, hay en mi espíritu algo más profundo, algo que excede la familia... un fuego.

Lo intuía. Su mano tapó mi boca.

—Dios ha sido clemente con nosotros. Basta, Francisco —le rodaban las lágrimas—. No arruines lo que está bien.

Besé su mano.

—Hermana:
no
está bien.

—¿Qué ocurre, entonces?, ¿estás enfermo? —se resistía a leer su intuición.

Nublé las cejas.

—Ah, si fuera eso...

Caminamos en silencio. Ambos nos habíamos tensado como una cuerda de rabel. Necesitaba abrir su mente, quitarle el miedo, descubrirle nuestra pertenencia. Pero ella endurecía sus oídos y quería regresar en seguida.

—Nuestro padre fue reconciliado, pero... —insistí.

—¿Vuelves a lo mismo?

—...no traicionó su verdadera fe.

—Calla, por Dios —levantó las manos para defenderse de un asalto.

—Siempre fue judío.

Se tapó las orejas.

La abracé.

—Isabel querida. No huyas.

Se encogía.

—¿Qué es lo que temes? —le acaricié la cabeza, la apoyé contra mi pecho—. Si ya lo sabes.

—¡No!... —se sacudió espantada.

—Nuestro padre fue un hombre justo —dije—. Fue víctima de los fanáticos.

Se desprendió. Me miró con reproche.

—¿Por qué me hablas así? ¡Somos hermanos! —dijo.

Me sorprendió.

—¡Tratas de arrastrarme! —se apartó más, yo era su enemigo.

—Isabel: ¿qué dices?

Te encandila el demonio, Francisco. ¡Ten cuidado! —estaba a punto de salir corriendo.

Le atrapé la muñeca.

—Escúchame. Aquí no hay más demonio que los inquisidores. Yo creo en Dios. Y nuestro padre murió pronunciando su inalterable lealtad a Dios.

—¡Déjame! Te has vuelto loco.

—Me he vuelto plenamente judío, no loco.

Lanzó un grito ahogado. Se tapó de nuevo las orejas. Forcejeó.

—Y quiero compartido contigo, con alguien de mi familia —le sacudí los hombros.

—¡Déjame, por favor! —su llanto le quitaba fuerzas; volví a abrazarla.

—No tengas miedo. Dios nos ve y nos protege.

—¡Es horrible! —sus palabras se cortaban—. El Santo Oficio persigue a los judíos... Les quita sus bienes. Los quema —golpeó sus puños contra mi pecho—. iNo piensas en nosotros, en tu esposa, en tu hija!

—A ellas no las quiero involucrar, no tengo derecho.

—¿Por qué a mí?

—Porque perteneces al pueblo de Israel. Tienes la sangre de Débora, Judith, Ester, María.

—No, no.

—He leído la Biblia varias veces. Escúchame, por favor. Allí dice claramente, insistentemente, que no se deben hacer ni adorar imágenes. Quien así procede, ofende a Dios.

—No es cierto.

—También dice la Biblia que Dios es único y nos quieren imponer que Dios es tres.

—Así dice el Evangelio. Y el Evangelio dice la verdad.

—Ni siquiera lo dice el Evangelio, Isabel. ¡Si por lo menos acataran el Evangelio!

Se soltó. Corrió hacia la alquería. Su falda se enredaba en los arbustos.

—¿Acaso son bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra? —la perseguí a los gritos—. ¿Son bienaventurados los afligidos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia? Escúchame —jadeaba—: ¿son acaso bienaventurados los pacificadores?, ¿son bienaventurados los perseguidos como nuestro padre? Niegan al mismo Jesús, Isabel —la seguí con el índice en alto—. Jesús dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a perfeccionados.» Y ahora dicen que esa Ley está muerta.

Se detuvo de golpe. Su cara arrasada por las lágrimas era un brasero de reproches.

—Me quieres confundir... —jadeaba también—. Te inspira el diablo. No quiero saber nada, absolutamente nada de la ley muerta de Moisés.

—¿La ley de Dios, quieres decir? ¿Está muerta la ley de Dios?

—Yo creo en la de Jesucristo.

—¿Cuál?, ¿la que
dicen
que es de Jesucristo? ¿La de las cárceles?, ¿la delación?, ¿las torturas?, ¿las hogueras?

Reanudó la disparada.

—¿No te das cuenta de que los inquisidores son como los paganos?

Tropezaba. No dejaba de llorar. Yo continuaba hablándole estentóreamente: recitaba versículos, comparaba las profecías con la actualidad. Mis palabras le caían como látigos. Encogía un hombro, bajaba la cabeza, me ahuyentaba con las manos. Y seguía corriendo. Era una criatura despavorida que necesitaba guarecerse de mi granizada implacable.

Se encerró en su cuarto. Permanecí agitado ante su puerta y oí su llanto: no había consuelo. Esperé antes de llamar. Pero no llamé. Salí a dar una vuelta. Fui duro —pensé—, y enfático. No tuve en cuenta su naturaleza delicada, sus temores, ni la fuerza de las enseñanzas que le inculcaron. Fue sometida a un lavado espiritual que borró su amor al padre o que convirtió ese amor en lo contrario. Mi apasionamiento equivocó el camino. Debí actuar con más prudencia, hacer un circunloquio prolongado y darle tiempo para digerir las piedras una a una.

Caminé con agobio hasta que me envolvió la noche. El cielo estrellado despertó las luciérnagas de la llanura que por doquier guiñaban como invitaciones concupiscentes. ¿Eran un alfabeto? Desde chico me obsesionaba la idea. Atrapé un insecto en mi puño; por entre las ranuras de los dedos filtraba su verdosa luminosidad; sus patitas rasparon desesperadamente mi piel. Lo dejé en libertad; debía reunirse con su multitudinaria familia y proseguir la fiesta. No le importaba mi desolación.

Al día siguiente Isabel me esquivó con terquedad y hasta evitó saludarme. Estaba amarillenta, demacrada. Encontré bajo la puerta de mi pieza una hoja que decía simplemente: «Quiero volver.»

Recién cuando anochece y la ciudad se vacía, los oficiales penetran en Lima con el prisionero. Francisco identifica las calles a pesar de la oscuridad. Reconoce en seguida la temible plaza de la Inquisición y el augusto edificio con la frase Domine Exurge et Judica Causa Tuam. Avanzan hacia un siniestro paredón y se detienen ante el pórtico que vigilan dos soldados: es la vivienda del alcalde cuyos fondos —se sabía— comunican con las cárceles secretas. Le ordenan desmontar. Después le ordenan cruzar el pórtico.

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Cometí el error de atribuir a mi hermana sentimientos que sólo latían en mi pecho. Mis expresiones golpearon más duro que el látigo y la malherí. A pesar de los años transcurridos, ella no había superado los sucesivos mazazos que recibió nuestra familia. Nadie la había ayudado a ver en nuestra desgracia otra cosa que un castigo y no toleraba ser castigada de nuevo. Judaizar, para ella, era absurdo y malo: era pactar con el demonio. Por lo tanto, mi boca ya no era mía y las palabras que yo pronunciaba no venían de mi corazón. No podía ser. Después de aquella tarde la descubrí mirándome como a un desconocido. Cuando mis ojos atrapaban los suyos, huían espantados.

De vuelta en casa descubrí un papel bajo la puerta de mi alcoba. Reconocí su caligrafía y tuve la jubilosa presunción de que me había comprendido y deseaba reanudar el diálogo. De una zancada alcancé la silla y me apoltroné para disfrutar su mensaje, el nacimiento de una hermandad plena. Pero no tardé en decepcionarme: rogaba que abandonase mi locura, que por el amor de Dios me apartara de los ruines pensamientos. En ningún caso había de Creer lo que yo decía (ni siquiera se atrevía a mencionar las palabras que generaban su pavor).

Su resistencia era la manifestación de su lucha. Preferí suponer que no habría tenido necesidad de escribirme si mis palabras no hubieran hecho impacto. Algo se había roto en ella, evidentemente. Lo conversado en los baños, aunque en forma atropellada, había operado como las trompetas de Jericó: bastaría que las hiciese sonar de nuevo —me entusiasmé— para que cayeran las murallas. Unté pues la pluma y comencé a escribir. Debía ser diáfano y preciso: alumbrar cada concepto con un racimo de bujías. Demostrarle que el demonio habitaba en la Inquisición, no en los perseguidos; en quienes silencian y asfixian, no en quienes piensan. Hablé de historia, mártires, sabios, obras bellas. Y la ardiente necesidad de articularnos con nuestras raíces. Le dije que trataba de ser cada vez más coherente: ayunaba, respetaba el sábado y oraba a Dios. Que incluso hacía un año había dejado de confesarme en la Compañía de Jesús —donde encontraba el mejor nivel intelectual— porque me bastaba confiar mis pecados directamente al Señor.

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