La gesta del marrano (27 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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En ese año de conversiones masivas el populacho invadió la aljama de Sevilla y mató cuatro mil hombres, mujeres y niños; las sinagogas fueron derribadas o transformadas en iglesias. Meses después se prendió fuego al barrio judío de Córdoba; en sus calles quedaron tendidos unos mil cadáveres. En seguida se propagaron los asesinatos a la bella Toledo y de allí a setenta localidades de Castilla. Luego aparecieron múltiples crímenes en Valencia, Barcelona, Gaona, Lérida.

Francisco escuchaba, absorbía, trepidaba.

51

Desde cierta altura los viajeros pudieron apreciar la bonita Salta erigida sobre terreno cenagoso y rodeada por aguas, como si se tratase de un chato castillo. Hernando de Lerma la fundó sobreagua como los aztecas a México. Soñaba levantar una urbe tan grandiosa como aquélla. Rodeando a la ciudad se extendían los potreros que reunían más mulas que en ninguna otra parte del mundo.

La caravana llegó al final de su viaje. Las carretas no podían seguir hacia el Norte: eran dinosaurios que sólo recorrían caminos llanos: desde la pampeana Buenos Aires junto al Río de la Plata —el río más ancho del planeta— hasta la remota Salta, en el pórtico del Altiplano.

Diego López de Lisboa permanecería en Salta, en lo de un proveedor amigo, para ampliar sus transacciones comerciales. Luego regresaría a Córdoba. Llamó a Francisco.

—Quiero despedirme —su nariz respingada se había sonrosado—. Quizá llegues a conocer a mi hijo Antonio, si vuelves a Córdoba.

—O si él va a Lima.

—¿Te quedarás en Lima?

—Estudiaré medicina. Después... Dios proveerá.

—Presiento que Antonio también irá a Lima —se sentó sobre unos fardos.

—Cuando abraces a tu padre —recomendó mientras pasaba el pañuelo por su nuca y su frente— le contarás que hemos hablado mucho y que yo estoy de acuerdo con él.

La cara de Francisco se convirtió en pregunta.

—Sí, de acuerdo con él —aclaró—. Él ha renunciado al judaísmo. Definitivamente. Hizo lo correcto.

—¿Está seguro?

—La Inquisición le impuso una condena leve. Procede así, únicamente, con los arrepentidos de verdad —suspiró—. Tanto sufrimiento para nada. Ya ni es historia, sólo carnicería.

—¿Se puede interrumpir la historia?, ¿ponerle fin?

—Los teólogos demuestran que el pueblo judío existió, y fue elegido, para anunciar y preparar la venida de Cristo. Una vez cumplida esa misión, terminó su historia. Su sobrevivencia agravia el plan divino.

—Pero la realidad...

—La realidad debe someterse a la teología, que es la verdad —volvió a pasarse el pañuelo por el rostro y lo metió en su bolsillo—. No justifico la obstinación de José Ignacio, por ejemplo, que prefiere un camino imposible.

—No es obstinación —José Ignacio Sevilla apareció junto a ellos y los miró con lástima—. No es obstinación, querido Diego: es convicción.

—¿Estabas escuchando? —se irritó López.

—Sólo la última parte, no te preocupes. Además, creo que no has dicho algo nuevo. Sólo que, me parece, lo has dicho con más énfasis.

—Porque ya no dudo.

—Lamento desengañarte: sigues dudando; por eso necesitas del énfasis.

Diego López de Lisboa volvió a frotarse con el pañuelo.

—Los nuestros son tiempos de prueba —lo consoló Sevilla.

52

Francisco advirtió que en Salta algunas personas rodeaban sus cuellos con pañuelos y creyó que era una coquetería local. El desengaño lo contrarió. Lorenzo, en cambio, se puso a reír porque el bocio endémico de esa gente le parecía cómico: una bola instalada delante de la garganta. A Francisco le disgustó que se burlase de una enfermedad. Lorenzo no pensaba en enfermedades: esa gente era así, monstruosa, y algunos monstruos existen para divertir a quienes no lo son; ¿para qué Dios creó los acondroplásicos y otros bufones? De todos modos no le interesaban los portadores de bocio sino las mujeres salteñas cuya hermosura lo excitó. Usaban el pelo suelto y boscoso, otras lo ataban en relucientes trenzas; su tez era delicada y miraban con desparpajo.

Buscó y encontró el prostíbulo donde pudo meter sus dedos entre las espesas cabelleras y regodearse con la bella tez. Así lo contó. Pero en realidad se acostó con una mestiza regenteada por una vieja maligna que casi le robó la escarcela mientras se revolcaba en el sucio jergón. Satisfecha la urgencia, Lorenzo volvió a concentrarse en su objetivo más próximo: conseguir mulas, y gratis. «Los botines de guerra sólo cuestan sudor y coraje, no dinero.» Dijo a Francisco que sólo necesitaba una noche para proveerse de una media docena. A la mañana siguiente ya podrían emprender el viaje hacia Jujuy. Si Francisco no tenía ganas de arriesgarse, que lo esperase en el camino.

—Estuviste demasiado tiempo con los frailes para animarte a robar —le dio un cariñoso golpe de puño en el brazo.

Por el amplio valle de Lerma se sucedían los potreros llenos de animales listos para la subasta. Eran corrales construidos con troncos y ramazones de los bosquecillos circundantes. Algunas mulas díscolas hacían excavaciones para burlar el cerco y debían ser trasladadas a potreros reforzados; otras eran mañosas y agitaban a las vecinas. Montado en su caballo rubio, Lorenzo parecía un rico mercader dispuesto a efectuar transacciones honestas. Recorrió los límites de varios potreros, se detuvo a escuchar las negociaciones de los comerciantes e hizo preguntas a los arrieros despistados, se mezcló con otros jinetes, examinó atajos y esperó que la noche encapotada borrase los contrastes. Una fina garúa —anunciadora de las próximas lluvias de temporada— contribuyó a facilitarle la tarea.

La familia Sevilla partió al alborecer. Pretendía llegar a Jujuy esa misma tarde. Convenía segmentar el trayecto con cierta precisión para no quedar a la intemperie: se avecinaba mal tiempo. Francisco siguió al grupo. Don José Ignacio había contratado una recua de mulas con varios cargadores y José Yaru continuaba de ayudante. Llovió durante media hora a poco de abandonar Salta. Los equipajes fueron cubiertos con lonas y los viajeros se subieron los ponchos a la cabeza. Los indios descalzos tironeaban el cabestro de los animales. Era preciso avanzar de todos modos. Estos chaparrones serán en adelante una vista frecuente. Al cesar la lluvia el camino quedó salpicado de vidrios y una fragancia intensa se elevó hasta las nubes por entre cuyos escarmenados vellones se presentaba nuevamente el cielo azul.

Cuando Salta quedó atrás, oculta por lomas, divisaron a Lorenzo. Descendía trabajosamente de un monte a arrastrando tres mulas. No había logrado un pingüe botín.

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Abundaba tanto la piedra suelta que las mulas y el caballo de Lorenzo ya no podían trotar. La Puna producía dolor en el estómago, mareos y fatiga. A cada rato bebían agua o sorbían un poco de caldo con ají. De a ratos caminaban junto a las cabalgaduras para que no se empacasen. Sólo el indio José Yaru tenía aspecto saludable a pesar de su permanente hosquedad; estas tierras eran su patria y esta atmósfera le sentaba bien. Marchaba al encuentro de sí mismo; una progresiva armonía acomodaba su relación con el mundo. Su bienestar se asociaba a hechos terribles —pero también grandiosos— que no podía comunicar a nadie.

Francisco miraba con atención el paisaje espectral. Estaban más cerca del cielo y quizá de Dios. Por aquí había venido su padre cuando era joven, escapando de Portugal y del Brasil. Lo imaginaba viniendo del Este, a través de selvas feroces, y encontrándose de súbito en esta meseta elevadísima y árida rumbo a la legendaria Potosí cuyos cerros manaban la plata. Ya entonces se decía que en diez años ordeñaron a estos cerros más metales preciosos que los indios en dos mil. Decenas de millares de hombres fueron empujados a las minas por el sistema de la
mita
[22]
. El trabajo compulsivo se fue haciendo cruel e insalubre a medida que se agotaban los filones y debían perseguidos en las entrañas del suelo. Francisco penetró en las calles bulliciosas de Potosí. Los muros no eran de plata ni las tejas de oro. Pero circulaban carruajes fastuosos, los hombres y las mujeres usaban ropas coloridas. Los ricos destinaban algo de sus ganancias a la vanagloria y el grueso a los arcones. Predominaban dos entretenimientos: los prostíbulos y los titiriteros. A los primeros los condenaba la Iglesia y a los segundos la Inquisición.

Sermón de por medio era destinado a condenar el pecado de la carne. Insistían que en los lenocinios se regodeaba Satanás atrapando almas. Los sacerdotes acusaban y amenazaban en su lucha desigual. Desde el púlpito miraban con reproche a los varones irresponsables y a las mujeres desvergonzadas —porque todos concurrían a los servicios, incluidas las administradoras de burdel—, pero no conseguían enderezar sus conductas. La Inquisición, en cambio, concentraba sus ataques contra los titiriteros. Sostenía que era arte maligno hacer hablar a muñecos. Las mentes débiles confundían la materia inerte con el espíritu y podían creer en el poder de una imagen profana. Hacía poco toda la región había sido conmovida por una plaga:
la enfermedad del canto
. Miles de indios se habían entregado a canciones y danzas esotéricas porque se les inculcó el regreso de las
huacas
, ridículos dioses de la naturaleza: lagos, montañas, piedras, árboles. Peor aún, se les inculcó que los dioses ya no permanecían en los objetos, sino saltaban a la boca de los indios y se introducían en sus entrañas, cabeza, piernas y brazos. Los hacían danzar frenéticamente durante días y noches. Sus inmundos predicadores decían que retornaban para combatir a Cristo. La enfermedad del canto —
Taki Onkoy
— convulsionó la montaña. Hubo que mandar expediciones para reprimida. Se descubrió un gran número de hechiceros, hechiceras y
curacas
[23]
comprometidos en la nefasta rebelión idolátrica. Hubo que castigar y matar hasta restablecer el orden.

Pero la Inquisición no se ocupaba únicamente de la idolatría. Los titiriteros eran, sobre todo, unos insolentes que pretendían hacer reír y ganar dinero a costa de los dignatarios. En forma oblicua se referían a los pecadillos de un corregidor, los sobornos de un juez, las desventuras de un alguacil o las tentaciones de un sacerdote. Espantoso. Los títeres mostraban cómo hombres de fortuna solían caer en las trampas de un pícaro, así como un obispo podía entregarse a los brazos de una hermosa mujer. Estas historias arrancaban carcajadas pero debilitaban la fe. Los atentados contra la fe, por cualquier procedimiento que fuese, eran merecedores del más severo castigo. En consecuencia, la Inquisición prohibió los títeres.

Lorenzo Valdés no se iba a perder tanto jolgorio. Un buen guerrero necesita saber divertirse, afirmaba. Sus virtudes empiezan con un beso a la cruz y una reverencia a la espada, pero el buen ánimo requiere culos, tetas y vino. Así lo decía su padre ante la redonda jeta de fray Bartolomé. Nadie lo iba a desmentir. El soldado tiene un duro oficio y merece una rotunda paga. La paga se la cobra en las tabernas y los burdeles cuando reina la paz, en el pillaje y las violaciones cuando arde la guerra. Es simple, conocido. Y está consagrado por la costumbre.

Arrastró a Francisco. El lupanar no se distinguía de las casas vecinas, aunque parecía más bajo y oscuro. Estaba en un extremo de la agitada ciudad. La puerta de color verde tenía por aldaba la cabecita de un monstruo que sacaba la lengua. Fueron conducidos al salón por una mestiza e invitados a sentarse. Encontraron varios hombres ocupados en recibir las atenciones de unas mujeres. Reían bajito mientras intercambiaban caricias. Una mulata ofrecía vasos de pisco.

Francisco y Lorenzo empezaron a beber. En seguida se les acercaron dos mujeres. La de tez perlada depositó suavemente su mano sobre la de Francisco. Era tierna y embriagadora. Francisco fue recorrido por una corriente de hormigas. Tras las pestañas oscuras le miraban ojos húmedos. Sus mejillas avivadas por el carmín eran tersas como un prado. La boca pintada balbuceaba turbulencias. Liberó la mano para beber medio vaso. La mujer sonrió; también se apartó un poco. Reconoció al novato, un ejemplar poco frecuente. La divertía seducirlo.

Lorenzo Valdés, en cambio, se incorporó, rodeó la cintura de su compañera y le preguntó dónde podían estar solos. Ella lo guió hacia el patio que conducía a los aposentos con jergones. Se acercó a Francisco otra mujer, muy gorda y desdentada. La envolvía una nube de lavanda. El muchacho temió que viniera a reemplazar a la joven que le había tocado la mano. La vieja sonrió y su fruncida boca se convirtió en un espantoso círculo negro. Francisco se echó hacia atrás. Ella le masajeó la nuca.

—Hijito —lo tranquilizó—: vengo a cobrarte. Quiero que lo pases bien. ¿Te gusta nuestra hermosa Babel?

Francisco miró a la joven y asintió. La gorda extendió su mano cargada de anillos y pulseras. El muchacho hurgó en su escarcela mientras la prostituta y la vieja administradora lo observaban con atención. Unas fuertes carcajadas estallaron en el extremo opuesto de la sala y un hombre enfundado en jubón de seda azul corrió tras dos mujeres que huían hacia el patio.

—¿Me quieres correr? —susurró la muchacha.

—¿Cómo es eso?

—Me corres y... cuando me agarras... ¡me agarras!

—¿Te agarro?

—Sí —entrecerró los párpados violetas con gesto de vencida—. Haces conmigo lo que quieres. Lo que te gustaría hacerme.

Francisco encogió levemente los hombros y estiró las comisuras labiales.

—¿Qué te gustaría? Vamos, dime —acercó su mejilla ardiente. Te gustaría... ¿tocarme la cara? ¿Te gustaría tocarme el cuello? Mira —levantó su cabeza y estiró su garganta de nieve.

Él estaba contraído. Un temblor le recorría el abdomen. Tenía los pies fríos y las manos transpiradas.

—¿Te gustaría meter los dedos por debajo de mi falda? Si me atrapas, soy tuya. Es el trato.

—No quiero correrte —le salió una voz áspera.

—¿Acariciarme?

Francisco la miró con desconfianza, temor, excitación y rabia. Rabia contra sí mismo. Ella volvió a tocarle la mano. Sus dedos dibujaron suaves espirales sobre el dorso y luego se aventuraron hacia la palma. Le hizo cosquillas. Francisco rió apenas y ella aprovechó para trasladar la mano dolorosa a su cuello desnudo.

—Toca —invitó.

Los pulpejos anhelantes de Francisco se extraviaron en la cálida lisura de pétalo y, dirigidos por la gentil Babel, recorrieron su nuca, sus hombros y resbalaron cautelosamente hacia la maravilla de los senos. La cabeza de Francisco se inflamó. Necesitaba poseer, comprimir, besar, derramar. Abrazó con torpeza a Babel y le mordió los labios de ciruela caliente. Ella introdujo sus manos bajo la camisa de Francisco y hurgó bajo las calzas. Comprobó que había eyaculado.

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