Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Dos semanas más tarde apareció un mensajero en el hospital. Traía una esquela de don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, gobernador interino, que se había convertido en mi paciente. Me invitaba a su residencia para una tertulia. Hice girar el grueso papel entre mis dedos con cierta incredulidad. Mi nombre estaba bien escrito y el abultado sello identificaba a la más alta autoridad del país. Si bien yo lo había empezado a asistir por sus crónicas dolencias, esta invitación implicaba un acercamiento a Isabel.
El gobernador interino había asumido sus funciones pocos meses atrás. Era un hombre de carácter que deseaba acumular títulos, méritos y fortuna para convertirse en gobernador efectivo. Ya llevaba diez años de servicios en la magistratura y consideraba que aún no había acaparado el poder ni las riquezas que su talento y sacrificio merecían. Sus antepasados integraron las primeras y gloriosas legiones que conquistaron Nueva España. Había estudiado jurisprudencia civil y canónica en la Universidad de Salamanca, donde fue galardonado con el título de Doctor en ambos Derechos. Llegó al agitado reino de Chile en mayo de 1619 (yo aguardaba mi designación en el hospital de Santiago). Encontró que la Real Audiencia, donde debía asumir como oidor, había dejado de funcionar por muerte de casi todos los restantes miembros. Sin tardanza, acompañándose de algunos abogados, reinstaló el tribunal. Estaba decidido a hacerse notar: advirtió que estaba muy difundida la costumbre de hacer promesas y regalos a familiares o criados de los jueces para conseguir beneficios y, sin pensarlo mucho, mandó pregonar un bando en el que apercibía con multas e inhabilitaciones a quienes usaran esos métodos corruptos para conseguir sus pretensiones. El obispo lo felicitó públicamente por tan oportuno y saludable decreto.
Tanta aceleración conmocionaba el tradicional ritmo de los asuntos públicos. Podría decirse que este hombre fue un ataque por sorpresa a todo Chile. En efecto, por hallarse el entonces gobernador López de Ulloa ocupado en la guerra del Sur contra los indómitos araucanos, asumió intempestivamente el gobierno civil de Santiago y se dedicó a las construcciones y otras obras públicas que hicieran campanillar su nombre y le proveyesen (indirectamente, con hábiles garabatos contables) un importante ingreso extra. Pensaba que si era el autor de las iniciativas y quien se esforzaba por hacerlas realidad, era justo que una parte del gasto se convirtiera en su ganancia privada. Esto no agradó al obispo.
En diciembre de 1620 llegó a Santiago la noticia de que en la ciudad austral de Concepción había muerto López de Ulloa. El mensajero traía dos documentos en sus manos fatigadas: la certificación del deceso y ¡la designación de Cristóbal de la Cerda y Sotomayor como su sucesor en el mando! (el fallecido gobernador tuvo la grandeza de firmar el decreto antes de expirar). Era necesaria la confirmación del nuevo mandatario ante la Real Audiencia, pero Cristóbal de la Cerda no iba a permitir que esa oportunidad naufragase en los laberintos burocráticos que conocía muy bien. Como la Real Audiencia carecía de algunos miembros (murieron unos oidores y el fiscal se hallaba en Lima) decidió que era urgente el pronto despacho. Sin pérdida de un solo día, se adueñó del sello de la Audiencia, de la representación del Rey, y él mismo legalizó su propio nombramiento. Luego convocó al Cabildo de Santiago ante el cual, solemnemente, prestó el juramento de estilo. Para que no flotaran dudas sobre el poder que investía, uno de sus primeros actos fue anular otro, que era un nombramiento hecho por su predecesor: elocuente forma para demostrar que «a rey muerto, rey puesto»...
Quienes pensaban que la suya era sólo fogosidad de letras, números y trámites, se equivocaron. A su despacho de flamante gobernador interino llegó en seguida el reclamo de auxilio militar: los capitanes de los fuertes del Sur pedían socorro ante el incremento de las sublevaciones indígenas. Don Cristóbal no perdió tiempo. Aunque era ajeno al ejercicio de las armas, reunió una columna de ciento treinta hombres y se instaló a la cabeza de las tropas. En su decidido avance recibió más noticias desalentadoras: miles de indios cruzaban la frontera del ancho río Bío—Bío, robaban tropillas de caballos, mataban españoles e incendiaban las viviendas. Estas correrías demostraban que la
guerra defensiva
inventada por el jesuita Luis de Valdivia y respaldada por el Rey y el virrey fracasaba estrepitosamente. En Concepción reunió a muchos capitanes y les pidió su evaluación descarnada. Coincidieron en el repudio: la estrategia defensiva provocaba la despoblación creciente de los fuertes y la agresividad, también creciente, de los indios. En lugar de pacificar el reino, se lo estaba convirtiendo en una hoguera. El gobernador interino, fiel a su carácter, decidió escribirle al Rey una carta frontal. Suponía que estaba en condiciones de producir un cambio que elevaría su nombre a las nubes.
Mientras esperaba la respuesta del soberano y proseguían las acciones contra los indios rebeldes, retornó a su actividad administrativa. A pesar de los escasos recursos, llevó adelante obras públicas como edificios para el Cabildo y la Audiencia, una cárcel y un amplio tajamar de piedra sobre el río Mapocho. Esto, con ser controvertido, no produjo aún el escándalo que vendría con la ordenanza sobre la abolición del servicio personal de los indígenas. Sobre ello se polemizó en la tertulia.
Llegué a la residencia oficial a media tarde. En los portones hacían guardia soldados armados. Presenté la esquela y fui conducido al interior. Era la primera vez que entraba en un palacio como visita. Evoqué a mis lejanos ancestros, cuando ingresaron tímidamente en el castillo de un califa para después convertirse en príncipes poderosos. Los atenazaba el miedo por su ilegitimidad: eran plebeyos y eran judíos. Prestaron grandes servicios, tenían estudios y buenas intenciones. Pero algunos provocaron demasiada envidia y acabaron trágicamente.
Me guiaron a la sala de recepción en la que ya estaban reunidas varias personas. A medida que me acostumbré a la penumbra pude distinguir en un extremo a un grupo de mujeres.
El gobernador interino me recibió con exageradas muestras de afecto, pero no se movió de su mullida butaca como correspondía a su investidura o comodidad. Una pierna se apoyaba sobre un cojinete de raso y sus dedos acariciaban las puntas redondeadas de los apoyabrazos como si fuesen frutas. Estaba prolijamente afeitado en torno a un bigote fino y una barbita triangular. Los ojos pequeños pinchaban como agujas y no perdían detalle. Sentí que me había examinado de abajo hacia arriba: calculó mis bienes por la forma de vestir y mi temperamento por la de pararme; después puso atención en mis palabras. No eran falsas las versiones sobre su sagacidad.
Don Cristóbal me presentó a los otros invitados: un teólogo desdentado, un capitán, un matemático flaco bizco, un notario y un joven mercader cuyo rostro conocido me estremeció. En estas reuniones tomaba contacto con las personalidades de la ciudad —dijo— y alimentaba su espíritu. En el extremo del salón estaban su esposa, su hija y algunas damas que gustaban entretenerse escuchando las sustanciosas conversaciones. Abrí mis pupilas para capturar la imagen de Isabel y alcanzar a percibir la melodía de sus ojos, pero tuve que mantener mi compostura.
El gobernador pidió que contara sobre mis estudios en San Marcos. Agradecí su interés. Un criado me acercó la bandeja con una taza de chocolate y varios alfeñiques. Los seis hombres concentraron sus miradas en mi boca. Pensé que formaban un conjunto algo grotesco y sorbí el espeso chocolate.
—La Universidad de San Marcos jerarquiza a la reina de las ciencias —empecé con la necesaria solemnidad, dirigiéndome al esperpéntico teólogo—. Los conocimientos que provienen de otras vertientes deben conciliarse con el río central, que es el conocimiento de Dios. Durante todos los años de la carrera se amplían y profundizan estos estudios.
El teólogo movió su lengua dentro de la boca vacía: sus mejillas fláccidas se estiraron alternativamente. Pronunció unos conceptos en latín (con fallas en las declinaciones y pésima dicción) para demostrar que no lo sorprendía mi información; él también había estudiado en una Universidad.
Después me referí al curso de matemáticas que se nos impartió. El hombre flaco y bizco pareció animarse. Quiso saber si se acentuaba la atención en el álgebra o la trigonometría. Él había aprendido en Alcalá de Henares y después se perfeccionó solo. Tomó la palabra con entusiasmo.
—También nos dirá algo sobre el arte de los notarios. Aquí tenemos a una figura ilustre —señaló cortésmente al caballero rígido que, al sentirse mencionado por el gobernador, forzó una sonrisa y levantó la nariz.
—No tengo palabras para esa profesión.
Se produjo un incómodo silencio. El gobernador movió sus manos pidiendo auxilio: que aclarase. Del grupo de mujeres llegó una asordinada risita. El notario se movió en su silla y corrió la banqueta que tenía enfrente. Parecía acondicionarse para una reacción física.
—¡Qué insinúa, doctor! —exclamó desafiante.
—Que mi carrera no incluyó asuntos de notariado, simplemente.
Volvió a producirse la oculta risita. Yo continué:
—Estudiamos teología, matemáticas, anatomía, astrología, química, gramática, lógica, herboristería. Pero nada de lo suyo, lamentablemente.
—¡Ah! —suspiró aliviado como si mi explicación hubiera sido una disculpa. Su boca no aflojó la mueca de desdén.
—En Santiago tenemos pocos profesionales aún —dijo el gobernador—. Ni siquiera una biblioteca.
—Yo traje muchos libros —comenté.
Me miraron con sorpresa.
—¿Aprobados por el Santo Oficio? —preguntó el teólogo en voz baja y haciendo pantalla.
—Por supuesto —respondí sonoramente—. Los compré en Lima —no dije que en su mayoría los heredé de mi padre.
—¿Muchos? —el matemático aumentó su bizquera.
—Dos baúles, casi doscientos tomos.
—¿Han sido debidamente registrados? —el notario levantó más su nariz.
—¿Qué quiere decir? —repliqué; esa pregunta me inquietó.
—Me refiero a su paso por la aduana.
—Todos mis enseres y pertenencias han sido controlados por la aduana.
—¡Por supuesto! —intervino el gobernador dándose una palmada en el muslo—. ¡Y celebro que esta ciudad se haya enriquecido con su primera biblioteca! Soy un hombre que ama y valora la cultura.
—Si Su Excelencia me permite —carraspeó el notario—, desearía señalar que no se trata de la primera biblioteca. Yo tengo varios libros. También los hay en el convento dominico, franciscano y jesuita.
—Tengo unos cuarenta —comentó el teólogo.
—Yo he llenado una repisa con veinticinco volúmenes —precisó el matemático pegando sus ojos en medio del entrecejo.
—¡Qué bien! —aplaudió el gobernador—. En mi despacho he reunido sólo diez o quince. Pero son, ¿cómo decir?... colecciones. Una biblioteca, queridos amigos, es por lo menos dos baúles —me sonrió.
Su respaldo me inquietó más. Era demasiado elogio para alguien que recién conocía. Provocaba la envidia y yo no necesitaba competir en este rubro. Mis libros eran amigos íntimos, no una corte para exhibir.
El fornido capitán se llamaba Pedro de Valdivia.
—El mismo nombre del conquistador y fundador —dije maravillado.
—Soy su hijo.
Lo miré con simpatía. Lorenzo Valdés, con los años se le parecerá.
El mercader (¿quién era?) dijo que nos veríamos a menudo. (¿Dónde lo había encontrado antes?)
—¿Por qué?
—Proveo la botica del hospital.
—Ah —exclamé—. Entonces deberá soportar mis reclamos: la botica es un desierto.
El gobernador aplaudió nuevamente.
—¡Así me gusta! Que se ponga orden y virtud en este desquiciado reino.
No soy responsable de la botica... —el mercader llevó la mano a su pecho—: sólo el proveedor.
—Ya lo sé —dibujó un gesto tranquilizante—. Sólo quería elogiar la actitud del doctor Maldonado da Silva.
—Gracias, Excelencia —giré involuntariamente hacia el rincón de las mujeres: ¿mejoraban mis posibilidades con Isabel?—. No hice nada extraordinario —se imponía una frase de modestia.
—¡Demostró energía, resolución! Eso nos hace falta.
—Su Excelencia es un hombre decidido y valiente —comentó el capitán Pedro de Valdivia—, por eso valora también la energía en los demás. Lo está demostrando a diario —miraba sonriente al gobernador—. Desde que usted se instaló entre nosotros pareciera habernos contagiado su fuerza.
—No todos piensan así, mi amigo.
—Son quienes piensan con mezquindad.
—Es cierto —intervino el teólogo; su dicción desdentada impedía entenderlo y, además, intercalaba cortas frases en latín—. Yo encomio la reciente ordenanza de Su Excelencia como justicia de Dios.
—Admiro a Su Excelencia —terció el notario—, pero su justicia no es de Dios: es secular.
—¡De Dios! —gritó el viejo—. La ordenanza contra la servidumbre de los indios es como un jubileo.
—Explíquese —terció el matemático—. No relaciono la ordenanza con Dios ni me suena a jubileo. ¿Es correcto usar la palabra jubileo para entender esta ordenanza?
Un impulso irrefrenable puso en movimiento mi lengua:
—Recordemos qué es el jubileo —dije—: es el mandato divino de restablecer las condiciones originales del Universo. Dice el
Levítico
: «Contarás siete semanas de años, el tiempo equivalente a cuarenta y nueve años. Declararéis santo el año cincuenta y proclamaréis la liberación de todos los habitantes de la tierra. Será para vosotros el año jubilar. Cada uno recobrará su propiedad, cada uno se reintegrará a su clan.»
El teólogo se estremeció.
—¡Poderosa memoria! —celebró don Cristóbal.
—¡Es el jubileo de los indígenas! ¿Se dan cuenta? —se exaltó el teólogo—. Tengo razón.
Había hablado demasiado. La fama de tener la Biblia en mi cabeza no me brindaría paz ni seguridad. Un exceso de amor a la Biblia es un dato sospechoso: para ser buen católico alcanza con otras virtudes. Mi padre había insistido en que tuviera cuidado. Estas demostraciones vanas implicaban riesgo.
—La ordenanza contra la servidumbre de los indios no es exactamente un jubileo —aclaró el gobernador—. Tampoco es mía; yo sólo la he proclamado. Pretende abolir el servicio personal que ha sido tantas veces condenado por los reyes de España y por la Iglesia. Pero voy a serles sincero (no se asusten): intuyo que fracasará. He tenido que pregonarla solemnemente y he mandado que los corregidores la publiquen en otras ciudades porque así me lo ha solicitado el virrey.