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Authors: Friedrich Nietzsche

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La genealogía de la moral (21 page)

BOOK: La genealogía de la moral
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—Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos: ¿tenemos en ellos tal vez los buscados
adversarios
del ideal ascético, los
anfidealistas
de éste? De hecho se
creen
tales, esos «incrédulos» (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: —¿ya por esto ha de ser
verdadero
lo que ellos creen?… Nosotros «los que conocemos»
[115]
nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí una cierta
debilidad de la demostrabilidad
, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza
[116]
: cabalmente
por esto
negamos que la fe
demuestre
algo, —una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no es prueba de «verdad», es prueba de una cierta verosimilitud —de la
ilusión
. ¿Qué ocurre hoy en este caso? —Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, estos escépticos, efécticos,
hécticos de espíritu
(esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, —de hecho se creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismos no pueden ver —pues están demasiado cerca—: aquel ideal es precisamente también su
ideal
, ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: —¡si en algo soy yo descifrador de enigmas, quiero serlo con
esta
afirmación!… Se hallan muy lejos de ser espíritus
libres: pues creen todavía en la verdad
… Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos
[117]
, con aquella Orden de espíritus libres
par excellence, cuyos
grados ínfimos vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, una indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase-escudo, reservada sólo a los grados sumos, como su
secretum
: «Nada es verdadero, todo está permitido…» Pues bien,
esto
era
libertad
de espíritu,
con ello
se
dejaba de creer
en la verdad misma… ¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas
consecuencias
? ¿Conoce
por experiencia
el Minotauro de ese infierno?… Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: —nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a estos
así llamados
«espíritus libres», que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están más firmemente atados, justo en la fe en la verdad están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el
factum brutum
[hecho bruto], aquel fatalismo de los
petits faits
[hechos pequeños] (
ce petit faitalisme
, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás que pertenece a la
esencia
del interpretar) —esto es, hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación de la sensualidad (en el fondo, es sólo un
modus
de esa negación). Pero lo que
fuerza
a esto, aquella incondicional voluntad de verdad, es
la fe en el ideal ascético
mismo, si bien en la forma de su imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, —es la fe en un valor
metafísico
, en un valor
en sí de la verdad
, tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y confirmado (subsiste y desaparece juntamente con él). No existe, juzgando con rigor, una ciencia «libre de supuestos», el pensamiento de tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber allí una filosofía, una «fe», para que de ésta extraiga la ciencia una dirección, un sentido, un límite, un método, un
derecho
a existir. (Quien lo entiende al revés, quien, por ejemplo, se dispone a asentar la filosofía «sobre una base rigurosamente científica», necesita primero, para ello,
poner cabeza abajo
no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al decoro que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda —y aquí dejo hablar a mi
Gaya ciencia
, véase el libro quinto
[118]
—«el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone,
afirma con ello otro mundo distinto
del de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que afirma ese “otro mundo”, ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo,
nuestro
mundo?… Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una
fe metafísica
—también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos
nuestro
fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es
divina
… ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, —si Dios mismo se revela como nuestra
más larga mentira?
» —En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma
necesita
en adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las filosofías más antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay aquí una laguna en toda filosofía —¿a qué se debe? A que el ideal ascético ha sido hasta ahora
dueño
de toda filosofía, a que la verdad misma fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema, a que a la verdad no
le fue lícito
en absoluto ser problema. ¿Se entiende este «fue lícito»? —Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada,
hay también un nuevo problema
: el del valor de la verdad. —La voluntad de verdad necesita una crítica —con esto definimos nuestra propia tarea—,
el valor
de la verdad debe
ser puesto en entredicho
alguna vez, por vía experimental… (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le recomienda volver a leer el apartado de
La gaya ciencia
titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos»
[119]
, y, mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como el prólogo a Au
rora
).

25

¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el antagonista natural del ideal ascético, cuando pregunto: «¿dónde está la voluntad opuesta, en la que se exprese su
ideal
opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita primero, en todos los sentidos, un ideal del valor, un poder creador de valores, al
servicio
del cual
le es lícito
a ella
creer
en sí misma, —ella como tal no es nunca creadora de valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí, de ningún modo, una relación antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza propulsora en la configuración interna de aquél. Su contradicción y su lucha, examinadas de modo más sutil, no apuntan de ningún modo al ideal mismo, sino sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasionales endurecimiento, desecación, dogmatización —la ciencia devuelve la libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él. Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno —ya di a entender esto—: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son
necesariamente
aliados, —de modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir y poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación del valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación del valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en todos los tiempos! (El
arte
, dicho sea de manera anticipada, pues alguna vez volveré sobre el tema con más detenimiento, —el arte, en el cual precisamente la
mentira
se santifica, y
la voluntad de engaño
tiene a su favor la buena conciencia, se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia: así lo advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte
[120]
producido hasta ahora por Europa. Platón
contra
Homero: éste es el antagonismo total, genuino— de un lado el «allendista» con la mejor voluntad, el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario divinizador de ésta, la
áurea
naturaleza. Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por ello la más propia
corrupción
de aquel que pueda haber, y, por desgracia, una de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista). También consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto
empobrecimiento de la vida
constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto, —los afectos enfriados, el
tempo
retardado, la dialéctica ocupando el lugar del instinto,
la seriedad
grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad). Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son épocas de cansancio, a menudo de crepúsculo, de decadencia, —la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de
futuro
, han desaparecido. La preponderancia del mandarín no significa nunca algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida declinante. (La ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia? —véase sobre esto el prólogo a El
nacimiento de la tragedia
)
[121]
.
—¡No!, esta «ciencia moderna» —¡basta abrir los ojos!— es por el momento la
mejor
aliada del ideal ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntaria, más secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos de pensar, dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así como los
ricos
de espíritu: —no lo son, yo los he denominado hécticos del espíritu). Esas famosas
victorias
de los últimos: indudablemente son victorias, —¿pero sobre qué? El ideal ascético no fue vencido de ningún modo en ellas, antes bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había vuelto
más grosero su
aspecto. ¿Se piensa en serio que, por ejemplo, la derrota de la astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?… ¿Es que acaso el hombre se ha vuelto
menos necesitado
de una solución allendista de su enigma del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden
visible
de las cosas? ¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su
voluntad
de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, —el hombre se ha convertido en un
animal
, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de Dios», «hombre Dios»)… A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un plano inclinado, —rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central— ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «
horadante
sentimiento de su nada»?… ¡Bien!, éste precisamente sería el camino derecho —¿hacia el
antiguo
ideal?…
Toda
ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable confesión, «ella aniquila mi importancia …»)
[122]
, toda ciencia, tanto la natural como la
innatural
—así llamo yo a la autocrítica del conocimiento— tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en que hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción; incluso podría decirse que la ciencia pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia estoica en mantener en pie en sí misma ese difícilmente conseguido
autodespre
cio del hombre, como su última y más seria reivindicación de aprecio (con razón, de hecho: pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el apreciar…»). ¿Se
trabaja
en verdad así
en contra
del ideal ascético? ¿Acaso se piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos), que, por ejemplo, la
victoria
de Kant sobre la dogmática de los conceptos teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel ideal? —a este respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo tuvo siquiera el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido de nuevo ganada la partida, —se han emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! —Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito entregarse, con sus propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su corazón». Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como Dios el
signo mismo de interrogación
? (Xaver Doudan
[123]
habla en una ocasión de los
ravages
[estragos] producidos por
1'habitude d'admirer 1'inintelligible au lieu de rester tout simplement dans I'inconnu
[el hábito de admirar lo ininteligible en lugar de quedarse simplemente en lo desconocido]; él piensa que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bien los contradiga y espante, ¡qué divina escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en el «desear», sino en el «conocer»!… «No existe ningún conocer:
en consecuencia
—existe Dios»: ¡qué nueva
elegantia syllogismi
! [elegancia del silogismo], ¡qué
triunfo
del ideal ascético!—.

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