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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (19 page)

BOOK: La genealogía de la moral
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Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual», empléase contra los estados de depresión un
training
[entrenamiento] distinto, que es, en todo caso, más fácil:
la actividad maquinal
. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así aliviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente, «la bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento, —en que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es
estrecha
esa cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se relaciona —como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad», para olvidarse a sí-mismo, para la
incuria sui lei
[102]
[descuido de sí]—: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: —el descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los sacerdotes. —Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste en prescribir una
pequeña alegría
, que sea fácilmente accesible y pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la alegría del causar-alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la
voluntad de poder
. Esa felicidad de la «superioridad mínima» que todo hacer beneficios, todo socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo, es el más frecuente medio de consuelo de que suelen servirse los fisiológicamente impedidos, suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la sociedad de entonces, asociaciones en las cuales se cultivaba, con plena conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la pequeña alegría, la alegría de la mutua beneficencia, —¿tal vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa «voluntad de reciprocidad» así suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en mínimo grado, tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa:
formar un rebaño
es un paso y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. El crecimiento de la comunidad fortalece, incluso para el individuo, un nuevo interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo de su fastidio, de su aversión contra sí (la
despectio sui
[desprecio de sí] de Geulincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascético adivina ese instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que ha querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se debe pasar por alto esto: por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan,
complaciéndose
cabalmente en esa agrupación, —su instinto queda con esto apaciguado, tanto como queda irritado e inquietado en el fondo por la organización el instinto de los «señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada hombre). Bajo toda oligarquía yace siempre escondida —la historia entera lo enseña— la concupiscencia
tiránica
; toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la tensión que todo individuo necesita poner en juego en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en
Grecia
: Platón lo atestigua en cien pasajes, Platón, que conocía a sus iguales —y a sí mismo…)

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Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento —la sofocación global del sentimiento de vida, la actividad maquinal, la pequeña alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la organización gregaria, el despertamiento del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del cual el hastío del individuo con respeto a sí queda acallado por el placer que experimenta en el florecimiento de la comunidad —estos medios son, medidos con el metro moderno, sus medios
no-culpables
en la lucha contra el desplacer: volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los «culpables». En todos ellos se trata de una sola cosa: de algún
desenfreno de los sentimientos,
—utilizado, como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacerdotal en el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable: «
¿con qué medios
se alcanza un desenfreno de los sentimientos?»… Suena esto duro: es claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético se ha aprovechado siempre del
entusiasmo
existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados?. ¿Para qué ceder, ni siquiera un paso,
por nuestra parte
, a su tartufería de las palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la acción; prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su
buen gusto (
— otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente
moralizado
de que está viscosamente impregnado todo enjuiciamiento moderno del hombre y de las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: lo que constituye el distintivo más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira, sino su inveterada
inocencia
dentro de su mendacidad moralista. Tener que descubrir de nuevo esa «inocencia» en todas partes —esto es lo que constituye quizá la parte más repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy tiene que someterse un psicólogo; es una parte de
nuestro
gran peligro, —es un camino que tal vez
nos
lleve derechamente a la gran náusea… Yo no abrigo ninguna duda
acerca de cuál
es la única cosa para la que servirían, para la que podrían servir los libros modernos (suponiendo que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo asimismo que haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro,
más sano),
—la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa posteridad
todo lo
moderno: para hacer de vomitivos, —y ello en virtud de su edulcoramiento y de su falsedad morales, de su intimísimo feminismo, al que le gusta calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo caso, idealismo. Nuestros doctos de hoy, nuestros «buenos», no mienten —esto es verdad; ¡pero ello no les honra! La auténtica mentira, la mentira genuina, resuelta, «honesta» (sobre cuyo valor puede oírse a Platón)
[103]
, sería para ellos algo demasiado riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que
no es lícito
exigirles a ellos, a saber, que abriesen los ojos contra sí mismos, que supiesen distinguir entre «verdadero» y «falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien es la
mentira deshonesta
: todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser
con deshonesta mendacidad
, con abismal mendacidad, pero con inocente, candorosa, cándida, virtuosa mendacidad. Esos «hombres buenos», —todos ellos están ahora moralizados de los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han quedado malogrados y estropeados para toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría aún una
verdad
«sobre el hombre!…» O, para concretar más la pregunta: ¿quién de ellos soportaría una biografía
verdadera?
… Unos cuantos indicios: Lord Byron ha dejado escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo
[104]
. Lo mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez también contra sí («εις εαυτόν»)
[105]
. El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó más…
[106]
. Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí? —tendría que pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía
prudente?
….
[107]
Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma protestante alemana
[108]
; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese movimiento
de otra manera, si
alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase al verdadero Lutero, no ya con la simplicidad moralista de un clérigo de aldea, no ya con la dulzona y considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una impavidez a la manera de un
Taine
, partiendo de una
fortaleza del alma
y no de una sabia indulgencia para con la fortaleza?… (Los alemanes, dicho sea de paso, han producido últimamente bastante bien el tipo clásico de esta última, —pueden atribuírselo ya, reivindicarlo para bien: lo han producido en su Leopold Ranke
[109]
, ese nato y clásico
advocatus
[abogado] de toda
causa fortior
[causa más fuerte], el más inteligente de todos los inteligentes «hombres objetivos»).

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Pero ya se me habrá comprendido: —¿no es cierto que, tomadas las cosas en conjunto, hay bastante razón para que nosotros los psicólogos no podamos liberarnos hoy en día de una cierta desconfianza
respecto a nosotros mismos?
… Probablemente también nosotros somos todavía «demasiado buenos» para nuestro oficio, probablemente también nosotros somos todavía las víctimas, el botín, los enfermos de ese moralizado gusto de la época, aunque nos consideramos también como despreciadores del mismo—; probablemente también
a nosotros
nos infecta todavía ese gusto. ¿Contra qué ponía en guardia aquel diplomático cuando hablaba a sus congéneres? «¡Sobre todo, señores, desconfiemos de nuestros primeros movimientos!, decía,
son buenos casi siempre
…» También todo psicólogo debería hoy hablar así a sus congéneres… Y con esto volvemos a nuestro problema, el cual, en efecto, exige de nosotros cierto rigor, cierta desconfianza, en especial contra los «primeros movimientos». El
ideal ascético al servicio de un propósito de desenfreno del sentimiento:
—quien recuerde el tratado anterior podrá adivinar ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce palabras, de lo que ahora vamos a exponer. Sacar al alma humana de todos sus quicios, sumergirla en terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se desligue, como fulminantemente, de toda la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio: ¿cuáles son los caminos que conducen a
esa
meta? ¿Y cuáles son los más seguros?… En el fondo todos los grandes afectos, la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo que exploten de repente; y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y unas veces deja libre a uno y otras a otro, siempre con la misma finalidad de despabilar al hombre de la lenta tristeza, de hacer huir, al menos temporalmente, su sordo dolor, su vacilante miseria, y eso lo hace siempre también bajo una interpretación y una «justificación» religiosa. Todo desenfreno sentimental de ese tipo se cobra su precio, como es obvio —pone más enfermo al enfermo—: y por esto esa especie de remedios del dolor es, juzgada con medida moderna, una especie «culpable». Sin embargo, tanto más tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que se la utilizó con buena conciencia, en que el sacerdote ascético la prescribió creyendo profundísimamente en la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la misma, —y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes de dolor que él producía; digamos asimismo que las vehementes revanchas fisiológicas de tales excesos, e incluso acaso las perturbaciones espirituales, no contradicen propiamente en el fondo al sentido global de esa especie de medicación: pues, como antes mostramos, ésta no tendía a curar enfermedades, sino a combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a adormecerlo. Semejante meta se alcanzaba también así. El principal ardid que el sacerdote ascético se permitía para hacer resonar en el alma humana toda suerte de música arrebatadora y extática consistía —lo sabe todo el mundo— en aprovecharse del sentimiento de culpa. La procedencia del mismo la ha señalado brevemente el tratado anterior —como un fragmento de psicología animal, como nada más que eso: en él el sentimiento de culpa se nos presentó, por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese auténtico artista en sentimientos de culpa, llegó a cobrar forma —¡oh, qué forma! El «pecado» —pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la «mala conciencia» animal (de la crueldad vuelta hacia atrás)— ha sido hasta ahora el acontecimiento más grande en la historia del alma enferma: en el pecado tenemos la estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación religiosa. El hombre, sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso de un modo fisiológico, aproximadamente como un animal que está encerrado en una jaula, sin saber con claridad por qu_ y para qué, anhelante de encontrar razones —pues las razones alivian—, y anhelante también de encontrar remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a alguien que conoce incluso lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su mago, del sacerdote ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su sufrimiento: debe buscarla dentro de sí, en una culpa, en una parte del pasado, debe entender su propio sufrimiento como un estado de pena… El desventurado ha escuchado, ha comprendido: ahora le ocurre como a la gallina en torno a la cual se ha trazado una raya: no vuelve a salir de ese círculo de rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador…» Y ahora no nos libramos del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos milenios —¿nos libraremos alguna vez?—, mírese a donde se mire, en todas partes aparece la mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en todas partes, la mala conciencia, esa bestia horrible (grewliche thierj, para decirlo con palabras de Lutero; en todas partes, el pasado rumiado de nuevo, la acción tergiversada, los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer-malentender el sufrimiento, convertido en contenido de la vida, el reinterpretar el sufrimiento como sentimientos de culpa, de temor, de castigo; en todas partes, las disciplinas, el cilicio, el cuerpo dejado morir de hambre, la contrición; en todas partes el pecador que se impone a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una conciencia inquieta, enfermizamente libidinosa; en todas partes, el tormento mudo, el temor extremo, la agonía del corazón martirizado, los espasmos de una felicidad desconocida, el grito que pide «redención». De hecho, con este sistema de procedimientos se consiguió superar de raíz la vieja depresión, la vieja pesadez y la vieja fatiga; de nuevo la vida volvió a ser muy interesante: despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada, extenuada, y, sin embargo, no cansada —así es como se conducía el hombre, «el pecador», iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el desplacer, el sacerdote ascético —evidentemente había triunfado, su reino había llegado: la gente no se quejaba ya
contra
el dolor, sino que lo anhelaba. «
¡Más
dolor!
¡Más
dolor!», así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e iniciados. Todo desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que quebrantaba, trastornaba, aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las cámaras de tortura, la capacidad inventiva del mismo infierno —todo eso se hallaba ahora descubierto, adivinado, aprovechado, todo estaba al servicio de hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la victoria de su ideal, del ideal ascético… «Mi reino no es de
este
mundo»
[110]
—seguía diciendo ahora igual que antes: ¿tenía realmente derecho a seguir hablando así?… Goethe afirmó que únicamente existen treinta y seis situaciones trágicas
[111]
: esto permite adivinar, aunque no supiéramos ninguna otra cosa, que Goethe no fue un sacerdote ascético. Éste —conoce un número mayor…

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