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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (33 page)

BOOK: La Forja
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—Echcapemos —susurró Simkin, frunciendo el entrecejo con solemnidad—. Ahora.

—¿Cómo? —musitó Saryon, vagamente consciente de que se estaba cantando a su alrededor.

Con gran consternación, vio que la luz de la luna empezaba a filtrarse sobre la mesa a través de las fisuras que había en el alto techo de la caverna, y que Elspeth se estaba poniendo en pie, su hermoso rostro tan frío y pálido como la luz que brillaba sobre él.

—Di... diles que echtoy enfermo —dijo Simkin, eructando de nuevo—. Una ho... ho... horrible enfermedad. Pechte.

—¡Pero si estás completamente borracho! —gruño, furioso, Saryon.

De repente Simkin se tambaleó hacia adelante y el peso de su cuerpo arrastró a Saryon al suelo con él. Los duendes rieron, vitoreándolos, y Elspeth empezó a gritar algo. Completamente enredado en Simkin, su propia túnica y la silla, Saryon yacía de espaldas sobre el suelo con Simkin encima de él, mientras pies de todos los tipos y tamaños bailoteaban y se movían a toda velocidad junto a su cuerpo.

Levantando la cabeza del pecho de Saryon, donde descansaba, Simkin miró al catalista con ojos muy abiertos y solemnes.

—Verach... —susurró oliendo terriblemente a vino—, lach hadach y loch duendech nunca che emborrachan. Ech fíchi... camente im... pochible. Creerán que echtoy enfermo. Echcaparemos. ¿Entiendech?

Saryon se quedó mirando al joven, esperanzado.

—¿Así que sólo finges estar borracho?

—¡Oh, no! —exclamó Simkin muy serio—. Nu... nunca hago nada a mediach. Chólo... ayúdame a... ponerme... de pie. Con... loch cuatro piech.

En aquel momento, varios de los duendes más fuertes agarraron a Simkin y lo apartaron del catalista. Algunos más ayudaron a Saryon a ponerse en pie, mientras el catalista fingía tener problemas para levantarse para tener tiempo de pensar qué podría decir y hacer, preguntándose si no podría huir por sí mismo.

Entretanto, Simkin se mantenía derecho gracias al esfuerzo combinado de cuatro duendes, dos sujetándole los pies y los otros dos revoloteando sobre su cabeza, sujetándolo con firmeza por los cabellos. Mirando al joven, que tenía los ojos en blanco, una mueca estúpida en los labios y las piernas que se le doblaban por momentos, Saryon se tranquilizó de repente, invadido por aquella calma que es fruto de la desesperación más profunda. ¿Irse sin Simkin? Imposible. Saryon no tenía la menor idea de dónde estaba y adivinaba, por lo que había visto, que el Reino de las Hadas era una enorme catacumba de retorcidos y sinuosos túneles y cavernas. Él solo se perdería. Además, si conseguía volver al bosque, su vida tampoco valdría nada.

Si se quedaba allí... con Elspeth... Se volvería loco muy pronto. Pero qué locura tan agradable...

Suspirando débilmente, Saryon se volvió hacia la Reina de las Hadas.

—Envía a buscar a tu Hacedor de Salud —le ordenó con su voz más severa.

—¿Qué? —Pareció asombrada y, levantando la mano, acalló al instante el clamor y el alboroto que organizaban las hadas. La oscuridad descendió súbitamente sobre la enorme sala exceptuando un resplandor que brotaba de sus áureos cabellos—. ¿Un Hacedor de Salud? No tenemos ningún Hacedor de Salud.

—¿Qué, ninguno? —Saryon se escandalizó—. ¿Ningún
Mannanish
, por lo menos?

—¿Para qué? —le respondió desdeñosa Elspeth—. Nosotros no estamos nunca enfermos. ¿Por qué crees que evitamos que los humanos nos contami...?

Deteniéndose, miró a Simkin atentamente, entrecerrando los ojos.

—Hasta ahora —dijo Saryon con severidad, señalando a Simkin, que cada vez tenía peor aspecto.

Su rostro se había vuelto de un tono verdoso que se apreciaba perfectamente a pesar de la barba, y los ojos seguían en blanco. Los duendes que sujetaban al débil y vacilante joven miraron a su Reina asustados.

—Tranquilos —se ofreció Saryon, acercándose y rodeando con su brazo el decaído cuerpo de Simkin—, lo llevaré a sus habitaciones...

—¡Yo me encargaré de él! —dijo Elspeth con calma—. ¡Inmediatamente!

El corazón de Saryon dio un vuelco al ver que se preparaba para realizar un conjuro mágico que probablemente enviaría a Simkin al fondo del río.

—¡No! ¡Espera! —exclamó el catalista, pegándose a Simkin, que sonreía con expresión estúpida, mientras se balanceaba tranquilamente de un lado a otro, tarareando una cancioncilla—. No, no debes echarlo. ¡Tenemos... tenemos que averiguar lo que tiene! —terminó Saryon en un arranque de inspiración—. Para ver si es... contagioso.

—Fatal —dijo lúgubremente Simkin, y empezó a vomitar sobre el suelo.

Los duendes que se habían estado ocupando de él empezaron a chillar y parlotear entre ellos asustados y furiosos, retrocediendo hasta formar un claro círculo alrededor del catalista y su guía.

—¿Tan débiles son los humanos? —preguntó Elspeth frunciendo el entrecejo.

—¡Sí, oh sí! —dijo Saryon sin aliento, viendo cómo un rayo de esperanza se mezclaba con los rayos de la luna—. ¡A mí me pasa constantemente!

Elspeth le sonrió.

—Entonces será bueno que mezclemos la sangre de tu hijo con la mía. Quizá, con el tiempo, consigamos borrar ese punto flaco de los humanos. Llévalo a sus habitaciones, pues. Vosotros cuatro —destacó a cuatro de los duendes más altos— acompañadles. Cuando Simkin esté instalado, traed a mi amado a mi lecho.

Acercándose, acarició la mejilla de Saryon con sus labios. Su cuerpo cálido, suave y redondeado se apretó contra el suyo y por un momento el catalista se sintió tan débil como Simkin. Luego se alejó, la nube que formaban sus áureos cabellos reluciendo a su alrededor.

—¡Que continúe la diversión! —gritó y la oscuridad cobró vida de nuevo.

Saryon se volvió totalmente desesperado, y empezó a empujar y a arrastrar al embriagado Simkin a través de la sala, seguido de una escolta de cuatro duendes danzarines.

—Bueno, al menos lo intentamos —le cuchicheó Saryon a Simkin con un suspiro—. Pero no funcionó.

—¿No? —preguntó Simkin, mirando a su alrededor con sorpresa—. ¿Noch cogieron? ¡No recuerdo haber corrido!

—¡Corrido! —exclamó Saryon, desconcertado—. ¿Qué quieres decir con... haber corrido? Yo creía que estabas intentando convencerlos de que nos dejaran marchar porque estabas enfermo.

—¡Eh, echta ech una buena idea! —exclamó Simkin, contemplando a Saryon con ojos empañados por la admiración—. Vamoch a probarla.

—Ya lo hice —soltó con brusquedad Saryon. Los brazos y la espalda le dolían por el esfuerzo a que estaban sometidos, las hojas que Simkin llevaba como vestido le pinchaban las manos y por si esto fuera poco, cada vez se sentía más mareado a causa del olor a bosque, vino y vómitos—. Pero no salió bien.

—¡Oh! —Simkin pareció quedar abatido, pero casi inmediatamente se animó otra vez—. Me pareche que tendremoch que... echar a correr.

—¡Shhh! —le advirtió Saryon, volviendo la cabeza hacia los guardias—. ¡Eso es una tontería! No puedes ni andar, cómo vas a correr.

—Olvidach —dijo Simkin, altanero— que soy un hábil mago. Un
Albanara
. Abre un con... ducto hacia mí, catalichta, y yo... me elevaré por loch airech.

—¿Realmente conoces el camino de salida? —preguntó Saryon, no sabiendo si creerle.

—Dechde luego.

—¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor... dechde que vomité.

—Muy bien —murmuró Saryon, nervioso, volviendo la mirada hacia los guardianes, quienes no les estaban prestando la menor atención—. ¿Por dónde?

Simkin miró a su alrededor, girando la cabeza igual que un búho.

—Por aquí —indicó, señalando con la cabeza un pasillo oscuro poco utilizado que se bifurcaba a su derecha.

Volviendo la mirada de nuevo, Saryon vio cómo los cuatro guardias se rezagaban, contemplando melancólicamente la diversión que se estaban perdiendo.

—¡Ahora! —chilló Simkin.

Saryon empezó a murmurar una plegaria dirigida a Almin. Pero recordando amargamente que ahora sólo dependía de sí mismo, abrió un conducto para absorber la magia que lo rodeaba. Atrayéndola hacia su cuerpo, efectuó a toda velocidad los cálculos necesarios para transferir Vida al joven, pero no tanta como para quedarse él sin nada. Repleto de una magia que nunca podría utilizar, extendió el conducto hacia Simkin y notó cómo la magia surgía en oleadas cuando el joven empezó a absorberla.

Bañado en energía mágica, Simkin se elevó en el aire con la gracia de un somormujo borracho.

Viendo que el joven estaba ya seguro y en movimiento, Saryon rompió a correr pasillo abajo en pos de Simkin, con una energía desconocida en él, producto del miedo contenido y del nerviosismo que le hervía en la sangre. Oyó gritar a los guardias, pero no se atrevió a arriesgarse a mirar atrás para ver qué estaba pasando. Tal y como estaban las cosas, le costaba bastante mantener el equilibrio, ya que a pesar de que aquí y allí chisporroteaban algunas antorchas, el corredor estaba oscuro y el suelo cubierto de piedras y escombros; además, no tenía ni idea de adónde se dirigían. En todas direcciones surgían pasillos, pero Simkin pasaba junto a ellos sin detenerse, con las hojas de su vestido revoloteando a su alrededor como las de un árbol bajo un fuerte viento.

Los gritos aumentaron a sus espaldas, resonando por las paredes de la caverna de manera alarmante. A Saryon le pareció oír la voz furiosa de Elspeth, levantándose aguda y discordante por encima de todas las demás. Las antorchas se apagaron con un parpadeo, sumergiéndolos en una oscuridad tal que Saryon perdió al momento toda noción de lo que tenía ante él, encima de él o debajo de él.

—¡Augh! ¡Caramba!

—¿Simkin? —gritó Saryon, temeroso, deteniéndose sin atreverse a dar un paso más en aquella oscuridad, a pesar de que podía oír los gritos de los duendes exultantes de júbilo.

—¡Más Vida, catalista! —chilló Simkin. Jadeante y con el corazón a punto de saltarle del pecho, Saryon abrió el conducto una vez más. Inmediatamente el pasillo quedó iluminado por una débil luz que brotaba de las manos de Simkin. El joven mago flotó ante él, frotándose la nariz.

—Me di contra una pared —dijo, pesaroso.

Echando una ojeada a su espalda, Saryon vio luces que bajaban dando saltos por el pasillo, ganando terreno rápidamente.

—¡Vámonos! —jadeó, echando a correr hacia adelante para retroceder de nuevo a toda velocidad exhalando un grito.

Una enorme y negra araña, casi tan grande como el mismo corredor, colgaba de una gigantesca tela que les impedía el paso. En la mente de Saryon se agolparon a toda velocidad imágenes de él chocando en la oscuridad contra aquella tela de araña, de unas patas peludas arrastrándose sobre su cuerpo y de un aguijón venenoso que se clavaba en su carne paralizándolo. Y se sintió tan aterrado y agotado que apenas si podía tenerse en pie.

Recostándose contra la pared, se quedó mirando fijamente aquella repugnante araña que los observaba con furibundos ojos rojos.

—Es inútil —dijo con resignación—. ¡No podemos luchar contra ellos!

—¡Ton... terías! —observó Simkin.

Volando hacia Saryon, agarró al catalista por el brazo y lo arrastró pasillo abajo, en dirección a la tela de araña.

—¿Estás loco? —jadeó Saryon.

—¡Vamos! —insistió Simkin.

Arrastrando al aterrorizado catalista con él, arremetió directamente contra el cuerpo de la enorme araña.

Saryon intentó desasirse frenético de los brazos de Simkin, pero el joven, que ahora estaba lleno de energía mágica, era demasiado fuerte. Los rojos ojos de la araña surgían amenazadores, más grandes aún que soles gemelos, las peludas patas se extendían hacia ellos, la tela lo envolvía sofocándolo...

Saryon cerró los ojos.

—Escucha, viejo amigo, no puedo seguir así para siempre —oyó decir a una voz en tono de queja.

Abriendo los ojos, Saryon vio con gran sorpresa que no había nada.

El oscuro pasillo se extendía ante ellos, vacío a excepción de Simkin, que flotaba en el aire cerca de él.

—¿Qué? La araña... —Saryon miró frenéticamente a su alrededor.

—Una ilusión —dijo Simkin con desdén—, estaba... bastante seguro... de que no era real. Elspeth es buena..., pero no tan buena. ¿Una araña auténtica chasqueando un... dedo? ¡Ja! —Lanzó un resoplido—. Claro —añadió, al ocurrírsele una idea de repente, abriendo desmesuradamente los ojos—. Supongo que siempre estaba la posibilidad de... una araña auténtica... colocada para custodiar el pasillo. No se me ocurrió. ¡Por la sangre de Almin, nos precipitamos justo al centro de la tela de araña! —Viendo la horrorizada expresión de Saryon, el joven mago se encogió de hombros y le dio unas palmaditas al catalista en la espalda—. Podría habernos resultado un poco pegajoso, ¿no es verdad, amigo?

Saryon, que estaba demasiado exhausto para hablar, no podía hacer más que respirar entrecortadamente mientras intentaba alejar de su mente aquel sentimiento de terror. Unos gritos que sonaron a sus espaldas lo ayudaron considerablemente en esto último.

—¿Estamos muy lejos? —consiguió preguntar, tambaleándose hacia adelante.

—Después de ese... recodo. —Simkin lo señaló con el dedo—. Creo... —Lanzando una mirada al catalista, que andaba fatigosamente a su lado, el joven preguntó—: ¿Lo conseguirás?

Saryon asintió con determinación, a pesar de que sus piernas habían perdido toda sensibilidad hacía tiempo y parecían no ser más que un peso muerto que él debía arrastrar. Los gritos sonaban cada vez más cerca. Mirando hacia atrás, vio aquellas luces saltarinas, o quizás eran manchas que estallaban ante sus cansados ojos. No estaba seguro y, en aquellos momentos, tampoco le importaba demasiado.

—Se están acercando —graznó, la voz se le quebró en la garganta al sentir un repentino y punzante dolor en un costado.

—¡Yo los detendré! —dijo Simkin.

Girándose en pleno aire, levantó una mano. De sus dedos brotaron relámpagos que fueron a estrellarse contra el techo de la caverna, e inmediatamente el aire a su alrededor se pobló de un ruido atronador de rocas que se desprendían y un asfixiante olor a sulfuro.

Deslumbrado, ensordecido y en grave peligro de ser golpeado en la cabeza por el techo de la caverna, que empezaba a desplomarse, Saryon se precipitó hacia adelante, ayudado por Simkin.

—Eso debería mantenerlos ocupados —murmuró el joven con voz satisfecha mientras corrían a toda velocidad por el pasillo.

El catalista no supo nunca lo que ocurrió después de aquello. Corrió, tropezó y cayó, y le quedó la vaga idea de que Simkin tiraba de él para ponerle en pie, y que seguía corriendo. Recordaba confusamente haberle suplicado a Simkin que lo dejara tumbarse y morir en aquella oscuridad, y acabar así con aquel agudo dolor que le desgarraba el cuerpo. Oyó gritos a su espalda y luego éstos dejaron de oírse y él quiso detenerse, pero Simkin no se lo permitió y entonces se volvieron a oír los gritos otra vez y finalmente... vio la luz del sol.

BOOK: La Forja
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