El catalista parpadeó, asombrado. Era el mismo joven que lo había encontrado en el bosque, con el mismo pelo color castaño que se le rizaba sobre los hombros y con el mismo bigote castaño adornándole el labio superior, pero sus ropas de color marrón habían desaparecido, al igual que las botas de piel. Simkin no llevaba ahora por vestido más que brillantes hojas de color verde que se enroscaban por su cuerpo como la hiedra. Estaba frente a Saryon y mirando al catalista con una mirada de súplica en su expresivo rostro, mirada que se alteró al instante cuando apareció una figura que había estado oculta en la oscuridad detrás de Simkin.
La figura penetró en el círculo de resplandeciente luz. Saryon se olvidó del joven, del Patriarca, se olvidó incluso de las trampas hechizadas. A punto estuvo casi de olvidarse de respirar y no fue hasta sentirse aturdido y mareado cuando se acordó de expulsar el aire con un profundo y trémulo suspiro.
—Padre Saryon, permitidme que os presente a Su Majestad, la Reina de las Hadas, Elspeth.
Era la voz de Simkin, pero a Saryon le era imposible volver la vista hacia él. No tenía ojos más que para una cosa.
La mujer se acercó más.
Saryon sintió que la garganta se le secaba y se extendía por su pecho una aguda sensación de dolor.
La dorada cabellera le caía hasta el suelo, en una cascada de ondulantes rizos, formando un halo de luz alrededor de la mujer mientras avanzaba. Sus ojos, de un gris plateado, brillaban más fríos y resplandecientes que las estrellas que Saryon había contemplado durante la noche. No andaba, al menos eso le pareció, y sin embargo cada vez estaba más cerca de él, ocupando todo su campo de visión. Su cuerpo desnudo —y Saryon no había imaginado en toda su vida que pudiera existir algo tan suave, pálido y terso— estaba cubierto de flores. Y aquellas flores, que podrían haber sido usadas para ocultar con recato su desnudez, tenían precisamente un efecto totalmente contrario. Racimos de rosas y lilas sujetaban sus blancos pechos, realzándolos como si los ofrecieran al fascinado Catalista. Hileras de caléndulas le cruzaban el liso estómago y le acariciaban las bien proporcionadas piernas como diciéndole a Saryon: «¿No nos envidias? ¡Apártanos! ¡Ocupa nuestro lugar!».
Acercándose cada vez más, intoxicándolo con su fragancia, se deslizó hasta detenerse frente a él, rozando apenas el suelo con los pies. Saryon se sentía incapaz de hacer o decir nada. Tan sólo podía mirar fijamente aquellos ojos plateados, oler el perfume de las lilas y temblar ante su proximidad.
Inclinando la hermosa cabeza hacia un lado, Elspeth lo estudió con atención, con seriedad, los labios, dulcemente curvos, fruncidos en expresión severa. Levantando las manos, las colocó sobre los hombros de Saryon, y aquel movimiento de los brazos elevó los pechos del jardín de rosas y lilas en que reposaban... Saryon cerró los ojos, tragando saliva con dificultad, quedándose rígido y envarado mientras los dedos de ella le recorrían los hombros, se deslizaban por su pecho y le acariciaban el cuello.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó repentinamente aquella voz queda y ronca.
Saryon abrió los ojos.
—Alrededor de cuarenta —contestó Simkin alegremente.
La expresión de Elspeth se nubló, fue casi un puchero, las comisuras de los labios doblándose hacia abajo. Saryon volvió a tragar saliva cuando las manos de ella fueron a detenerse grácilmente sobre sus hombros.
—¿No son muchos años para un humano?
—¡Oh, no! —exclamó Simkin precipitadamente—. No es nada viejo. Muchos la consideran la edad ideal, incluso se dice que es estar en la flor de la vida.
Saryon, que finalmente se sintió capaz de apartar la mirada de la hermosa mujer que tenía ante sus ojos, tuvo la intención de preguntar a Simkin qué era lo que estaba pasando —si es que conseguía articular palabra, claro está—, pero el joven lo miró con un aspecto tan amenazador, indicando al mismo tiempo con tanto énfasis hacia la Reina, que el catalista se mantuvo en silencio.
Elspeth frunció aún más el entrecejo.
—Está delgado. No es fuerte.
—Es un erudito, un hombre sabio —le contestó Simkin con rapidez—. Se ha pasado la vida estudiando.
—¿De veras? —la voz de Elspeth sonaba interesada—. Un hombre sabio. Nos gusta eso. Hay mucho que podríamos aprender.
Tras reflexionar durante un buen rato, con la cabeza ladeada y manteniendo sus hechiceros ojos fijos en Saryon, Elspeth asintió finalmente con la cabeza, murmurando para sí:
—Muy bien.
Tomando la mano de Saryon en la suya, se elevó ligeramente, se giró luego para mirar a su pueblo y volvió a descender posándose junto a él. Su dorada cabellera flotó alrededor del catalista, envolviéndolo, y su mismo roce hizo que un estremecimiento le recorriera el cuerpo como un suave y punzante veneno. Alzando la sumisa mano del catalista, Elspeth exclamó:
—¡Habitantes del país de las hadas, inclinaos! ¡Preparaos para la celebración! ¡Rendid homenaje a aquel que hemos elegido para engendrar a nuestro hijo!
Saryon se paseó arriba y abajo, abajo y arriba, y arriba y abajo, de la pequeña habitación de la caverna hasta que, demasiado agotado para dar un paso más, se dejó caer en un blando y frondoso cenador hundiendo con un gemido la cabeza entre las manos.
—¡Vamos, muchacho, anímate! Eres el novio, el motivo del banquete, no su plato principal.
Al oír aquella alegre voz, Saryon levantó el macilento rostro.
—¡En qué me has metido! Has...
—Vamos, vamos, tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Simkin con una carcajada, entrando en la habitación. Señalando con la cabeza a su espalda como sin darle importancia, cogió a Saryon con fuerza por la muñeca y lo sacó del lecho—. Tenemos compañía —susurró en voz muy baja—. Podemos hablar ahí atrás —añadió, conduciendo al catalista al fondo de la caverna.
Mirando por encima del hombro, Saryon vio a varios de aquellos seres fantásticos que permanecían de pie o revoloteando en el umbral, mirándolo maliciosamente, entre risitas y guiños. Con la llegada de las hadas, la cueva que hasta aquel momento había sido un remanso de paz, sumido en la penumbra, estalló en un caos total. Tanto las hadas como sus compañeros son seres muy sensuales que viven literalmente momento a momento, y cuyo único objetivo en la vida es entregarse a todas aquellas sensaciones que les proporcionen un placer inmediato. La magia del mundo fluye por ellos como el vino y viven en constante estado de embriaguez. Sus acciones no están gobernadas por ninguna ley ni ningún sentido de la moralidad; ningún código del honor los guía. Cada uno hace lo que él o ella desea sin tener en cuenta a los demás, y el único vínculo, la única fuerza que hace que esta diminuta pandilla permanezca unida, es su inquebrantable lealtad para con su Reina. Mientras su mente está fija en ellos, se aprecia algo parecido al orden, pero una vez que la Reina deja de concentrarse en ellos...
Los ojos de Saryon se abrieron de par en par. Donde antes había habido un florido y fragante cenador, ocupando un rincón de la oscura cueva, había ahora un enorme estanque, con nenúfares y cisnes flotando sobre su superficie. En un abrir y cerrar de ojos, los cisnes se convirtieron en caballos que chapoteaban frenéticos intentando salir del agua, mientras que los nenúfares eran ahora papagayos, que lanzaban estridentes chillidos mientras revoloteaban por las diferentes cavernas; y, de repente, el estanque ya no fue estanque sino un carruaje, tirado por caballos, que se abalanzaba sobre el catalista. Saryon cerró los ojos y se cubrió la cabeza con los brazos lanzando un grito de terror, esperando verse aplastado de un momento a otro, sintiendo ya la ardiente respiración de los corceles mientras a sus oídos llegaba el retumbar de sus cascos. Alrededor de él sonaron unas alegres carcajadas, y, al abrir los ojos, vio que los caballos se habían convertido en mansas ovejas que brincaban a sus pies mientras él aullaba de terror. Incapaz de respirar, Saryon se tambaleó hacia atrás, sintiendo cómo el brazo de Simkin lo sujetaba con firmeza.
—No mires —le dijo el joven, haciendo que Saryon se diera la vuelta con energía.
Saryon cerró los ojos, aspirando profundamente para serenarse, arrepintiéndose de inmediato de haber hecho esto último, puesto que todos los aromas que imaginarse pueda se colaron por su nariz descendiendo hasta sus pulmones: perfumes delicados, el olor fétido de cuerpos putrefactos, el aroma del pan recién horneado.
—¿Y qué debo hacer ahora? ¿Dejar de respirar? —le preguntó a Simkin, pero el muchacho lo ignoró.
—Eso está mejor —dijo Simkin, dándole unas palmaditas en la mano a Saryon con aire solícito. Volviéndose hacia los duendes que se apiñaban en la entrada, añadió a modo de explicación—: Un ataque de nervios. Un miembro del clero. No ha estado nunca con una mujer..., si entendéis a lo que me refiero...
Obviamente, las hadas
sí
lo entendían, a juzgar por la algarabía que armaron.
A Saryon la sangre se le agolpó en la cabeza. Se sintió mareado, febril y muerto de frío, todo al mismo tiempo. Retirando bruscamente la mano que Simkin tenía entre las suyas, gimió de nuevo mientras intentaba obligarse a pensar con claridad.
—Será mejor que te sientes, viejo —dijo Simkin, guiando a Saryon hasta un almohadón de musgo que cambió para convertirse en un diván y luego en un gigantesco hongo antes de que hubieran llegado ni a medio camino de él—. Veré si puedo convencer a los invitados a la boda de que vayan a infligir sus atenciones sobre personajes más merecedores de ellas.
Siguiendo la indicación de Simkin sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, Saryon le lanzó al hongo una mirada estremecida y se dejó caer sobre el suelo, para encontrarse con que volvía a estar sentado en el blando y frondoso cenador.
Pensó en todos los peligros que había esperado tener que afrontar en el País del Destierro; cualquier cosa, desde ser descuartizado por los centauros hasta caer prisionero del terrible hechizo de un dragón. El ser capturado por la Reina de las Hadas y tener que... Bien, esto sí que era algo en lo que nunca había pensado.
«¡Ni siquiera
creo
en las hadas! —murmuró para sí—. O al menos no creía. ¡No son más que cuentos de críos!»
—¡El círculo de hongos! Es así como las hadas y los duendes atrapan a los mortales. —La voz de la anciana Maga Servidora sonaba melodiosa en sus oídos como las risas de las hadas—. Aquellos que sean lo bastante estúpidos como para penetrar en el círculo mágico serán engullidos hacia las profundidades, bajando hasta las cuevas que tienen bajo la superficie de la tierra. Y allí, el pobre mortal, aunque sea un brujo muy poderoso, se verá cautivado por los sortilegios de las hadas y de esa forma perderá sus propios poderes mágicos y se convertirá en un prisionero, pasando sus días en lujos sin fin y sus noches en actos inenarrables, hasta que tantos placeres lo hagan volverse loco.
De niño, Saryon había tenido una idea un tanto confusa de lo que podrían ser «actos inenarrables». Recordaba haber pensado vagamente que podrían tener algo que ver con cortarle la lengua a alguien; pero de todas maneras, la historia había sido lo suficientemente aterradora como para hacer que el muchacho huyera despavorido ante la visión de una simple seta sobre la hierba.
«Pero lo olvidé. Perdí la inocencia de aquel niño. Y aquí me veo, tumbado sobre un almohadón de hierbas olorosas, de tréboles y de musgo, más mullido que los mejores lechos del Emperador. Aquí estoy yo, con la sangre hirviendo en mi interior cada vez que conjuro en mi mente la imagen de Elspeth, con una parte de mí anhelando cometer esos "actos inenarrables".»
Volviéndose a medias, mirando por entre los entornados párpados, los ojos de Saryon se vieron atraídos muy a su pesar, fascinados, hacia aquellos seres que ocupaban el umbral, a quienes Simkin intentaba, sin demasiado éxito, ahuyentar.
«Sé que no estoy soñando —susurró Saryon para sí—, porque incluso en mis sueños, no poseo imaginación suficiente para crear seres así.»
Brotando de su misma puerta, de la misma forma en que brotaban sus hongos mágicos, las hadas y los duendes se desplazaban y transformaban ante sus ojos de la misma manera que sus insensatas creaciones mágicas. Algunos tenían casi metro veinte de altura y sus rostros de expresión maliciosa estaban morenos y arrugados, como niños que han crecido pero sin madurar. Otros eran diminutos, tan pequeños que hubieran cabido en la palma de Saryon. Asemejaban pequeñas bolas de luz, cada una de un color ligeramente diferente, sólo que, al mirarlas de cerca, a Saryon le pareció descubrir unos delicados y desnudos cuerpecillos alados, rodeados de un resplandor mágico. Y entre aquellos dos extremos existía toda una variedad de otras especies de hadas y duendes, algunos bajos, otros achaparrados, los había delgados, unos lo eran todo, otros nada. Había también niños —reproducciones en menor tamaño de los adultos— y animales de todo tipo que vagaban libremente, muchos de los cuales parecían servir de montura a los duendes de mayor tamaño.
Ninguna de las hadas era tan alta ni parecía tan humana como Elspeth, pero aquello no era raro por lo que recordaba Saryon de sus cuentos de la infancia. Al igual que la abeja reina era la de mayor tamaño y la más mimada de todas las de la colmena, también la Reina de las Hadas es alta, voluptuosa y bella. Lo cual también le servía, adivinó, ruborizándose, para continuar la especie, puesto que sin una Reina que los guiara, los irresponsables duendes morirían con toda seguridad. Era necesario, por lo tanto, que la Reina se apareara con un humano y tuviera descendencia...
Saryon se cubrió la cabeza con las manos, intentando hacer desaparecer de su vista las muecas lascivas y las parpadeantes luces. Pero lo que no podía era hacer desaparecer sus voces.
Existen tantas variedades diferentes de hadas y duendes, y son tan diversos sus timbres y tonos de voz —yendo desde el chirrido del ratón hasta el retumbo sordo parecido al canto de la rana—, que Saryon se sintió desconcertado e incapaz de decidir si hablaban o no todos el mismo lenguaje. Él no podía entender una sola palabra, pero observó que Simkin sí podía. Simkin era capaz, no sólo de comprenderlos, sino de conversar también con ellos, y era eso lo que estaba haciendo en aquellos momentos, haciéndolos reír a grandes carcajadas. Sintiéndose terriblemente avergonzado, a Saryon no le costó nada imaginarse lo que les estaría contando.