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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (18 page)

BOOK: La Forja
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Dándose de bofetadas mentalmente por haber metido a Anja en la conversación, Mosiah continuó hablando, tal y como hacía con normalidad, a un silencioso e impasible Joram.

—Cuando nacemos nos someten a unas Pruebas, y a veces los bebés no las pasan, lo cual quiere decir que no tienen Vida dentro de ellos.

—¿Qué les... sucede a esos bebés? —preguntó Joram con voz tan apagada que Mosiah apenas lo oyó.

—Los catalistas se los llevan a El Manantial —respondió Mosiah, bastante alarmado. Joram no le había formulado jamás ninguna pregunta—. Allí llevan a cabo la Vigilia. Se dice que algunas veces los padres esconden a esos niños para que los catalistas no puedan llevárselos. Sin embargo, a mí me parece que es mucho mejor para ellos que los dejen morir con rapidez. ¿Puedes imaginar lo que sería? ¿Vivir de esa forma? ¿Sin Vida?

—No —replicó Joram con voz forzada. Tomando el palo, lo lanzó lejos; luego, los ojos fijos en la piedra con expresión sombría y meditabunda, repitió—: No, ni idea.

Observando a su amigo, mientras se preguntaba inquieto el porqué de aquel inusual interés por un tema tan desagradable, Mosiah vio cómo una sombra envolvía a Joram en una oscuridad tan intensa que el muchacho casi levantó la cabeza para comprobar si una nube había cubierto el sol. A veces descendían sobre su amigo unos extraños y oscuros ataques de melancolía. Cuando así sucedía, Joram permanecía encerrado en la cabaña, mientras Anja le decía al capataz en tono retador que se encontraba enfermo.

Una vez, curioso y preocupado por su amigo, Mosiah había regresado furtivamente a la choza de Joram y había atisbado por la ventana. En el interior vio a Joram tendido boca arriba sobre el catre, inmóvil, con la mirada clavada en el techo. Mosiah golpeó en el cristal de la ventana, pero Joram ni se movió ni pareció que lo hubiera oído. Cuando Mosiah se deslizó hasta allí de nuevo por la noche para verlo, continuaba tendido en la misma posición. Su enfermedad duró uno o dos días, después de los cuales Joram volvió a su trabajo, manteniendo su acostumbrada actitud de hosca reserva.

Pero Mosiah había observado otra cosa, algo que nadie más, quizá ni siquiera Anja, había visto. Aquellos ataques de oscuro letargo eran seguidos casi siempre por otros de intensa actividad. Durante días seguidos, Joram se dedicaba a trabajar como si fuera tres personas en una, hasta llegar al borde del agotamiento, de tal modo que, literalmente, volvía a casa sonámbulo.

Ahora, a Joram lo envolvía algún pensamiento sombrío que lo obsesionaba y Mosiah, con la sensibilidad e intuición que había adquirido con los años con respecto a Joram, permaneció junto a él, sabiendo que, de alguna manera, se lo necesitaba.

Mientras permanecía allí, sin apenas atreverse a respirar en tanto que Joram luchaba con cualquiera que fuese el demonio que lo poseía en aquellos momentos, Mosiah estudió a su amigo con atención, intentando como siempre penetrar en aquella fortaleza tan fuertemente custodiada.

Como resultado de su trabajo en el campo, Joram era, a los dieciséis años, un joven fuerte y musculoso. Su belleza, que llamaba tanto la atención de niño, había sido brutalmente tallada y cincelada. Al igual que la estatua de su padre, las señales de su suplicio interior habían quedado grabadas en su rostro.

Su piel de alabastro había adquirido un tono bronceado de tanto trabajar al sol. Las negras cejas se habían espesado formando una oscura línea que le atravesaba la frente en una recta que se hundía ligeramente en el caballete de la nariz, dándole un aspecto de constante malhumor. La suave, infantil redondez de sus mejillas había dado paso a un rostro anguloso, de pómulos salientes y mandíbula enérgica. Los ojos eran grandes y se los podría haber considerado hermosos a causa de su brillante y transparente color marrón, y de las largas y espesas pestañas, pero existía tanta ira, resentimiento y desconfianza en ellos, que cualquiera que permaneciera durante demasiado tiempo bajo su penetrante mirada se sentía muy pronto incómodo y nervioso.

Sin embargo, la cabellera era la gran belleza que le había legado su infancia. Su madre no había permitido jamás que se cortara, y aquellos que, a veces, se atrevían a atisbar por la ventana de la cabaña por la noche, y veían cómo Anja le peinaba los cabellos, susurraban llenos de respeto que éstos le llegaban hasta la cintura, cayéndole en largos zarcillos negros sobre los hombros.

Aunque Joram no lo admitía, su cabellera se había convertido en su único orgullo y la llevaba peinada en una trenza mientras trabajaba —una gruesa cola que le colgaba por la espalda—, a diferencia de los otros jóvenes, que llevaban el pelo cortado a la altura de la barbilla. La imagen de Joram, sentado en una silla mientras Anja lo peinaba, hizo que corriera una historia entre los campesinos, quienes contaban que una araña con un peine tejía una negra tela de pelo alrededor del muchacho.

Aquella imagen estaba ahora en la mente de Mosiah, mientras contemplaba la negra tela de araña que Joram estaba tejiendo a su alrededor, cuando, de repente, Joram levantó la cabeza y se volvió hacia su amigo.

—Ven conmigo —le dijo.

Mosiah dio un respingo, mientras un estremecimiento le recorría las venas. El rostro de Joram mostraba una expresión tranquila, la sombra se había disipado, la tela se había roto.

—Claro. —Mosiah fue lo bastante inteligente como para contestarle con naturalidad, echando a andar junto al joven, que le sobrepasaba en estatura—. ¿Adónde?

Pero Joram no le contestó. Andando con rapidez, siguió adelante con una extraña y ansiosa expresión de entusiasmo y vigor en el rostro, que contrastaba tan vividamente con su anterior actitud hostil y sombría que parecía como si el sol hubiera aparecido detrás de un negro nubarrón.

Andaron sin parar por los terrenos arbolados que los magos iban recuperando gradualmente para los cultivos, y pronto abandonaron la zona donde habían estado trabajando. Los árboles se hicieron más espesos a medida que se internaban en el bosque; el suelo estaba plagado de matorrales haciendo casi imposible el paso. Viéndose obligado a utilizar su magia más de una vez para despejar el camino, Mosiah sentía cómo su ya escasa energía empezaba a agotarse. Dotado de un gran sentido de la orientación, sabía perfectamente adónde se dirigían, y un siniestro sonido le confirmó sus temores: el sonido de unas aguas impetuosas.

Aminorando el paso, Mosiah miró a su alrededor, inquieto.

—Joram —dijo, tocando a su amigo en el hombro, observando al hacerlo que Joram, a causa de su extraña excitación, no lo rechazaba como de costumbre—. Joram, estamos cerca del río.

Joram no le replicó, simplemente siguió andando.

—Joram —repitió Mosiah, sintiendo un nudo en la garganta—. Joram, ¿qué estás haciendo? ¿Adónde vas?

Consiguió detenerlo, sujetándolo con más fuerza por el hombro, esperando que en cualquier momento lo rechazaría con frialdad. Pero Joram únicamente se volvió al sentir el contacto de su mano para mirarlo fijamente.

—Ven conmigo —dijo con ojos relucientes—. Vamos a ver el río. Vamos a llegar hasta allí para descubrir qué hay al otro lado.

Mosiah se pasó la lengua por los labios, resecos de tanto andar bajo el brillante sol de media tarde. ¡Vaya idea insensata! Justamente cuando había sido capaz, o así lo creía, de descubrir el inicio de una grieta en aquella fortaleza de piedra, por donde podría penetrar algo de luz, ahora debería ser él mismo quien la cubriese con su propia mano.

—No podemos, Joram —dijo Mosiah pausadamente, aunque en su interior se sentía enfermo de desesperación—. Ésa es la frontera. El País del Destierro está al otro lado. Nadie va ahí.

—Pero

has hablado con gente de allí. Sé que lo has hecho —dijo Joram con aquella delirante ansia que resultaba tan inesperada.

—¿Cómo sabes eso? —murmuró Mosiah, ruborizándose—. No, no importa. Yo no hablé con ellos. Ellos me hablaron a mí. Y... no me gustó... lo que dijeron. —Agarrando a Joram del brazo, tiró de él con suavidad—. Vuelve a casa, Joram. ¿Por qué quieres ir allí?

—¡
Tengo
que irme! —respondió Joram con una voz que de repente se había convertido en ardiente y apasionada—. ¡Tengo que irme!

—Joram —dijo Mosiah, desesperado, intentando descubrir qué podría detenerlo, preguntándose cómo se le había metido aquella absurda idea en la cabeza—.
No te puedes
ir. ¡Detente y piénsalo con calma durante un minuto! Tu madre...

Ante la mención de aquella palabra, el rostro de Joram se quedó sin expresión. No se ensombreció, pero se quedó como sin vida. Su cara se tornó tan inexpresiva y fría como la piedra.

Encogiéndose de hombros, Joram hizo un movimiento brusco para librarse de la mano de Mosiah; luego, dándose la vuelta, se precipitó de nuevo entre los matorrales, sin que pareciera importarle demasiado si su amigo lo seguía o no.

Mosiah lo siguió con el corazón dolorido. La grieta había desaparecido de la fortaleza, y la fortaleza era ahora más sólida y duradera que antes. Y no tenía la menor idea del porqué.

11. Una amarga cosecha primaveral

El momento de la siembra de primavera llegó, y todo el mundo trabajaba en conjunción durante la siembra. Cada uno de ellos, desde el más joven al de más edad, se afanaba en los campos desde antes de la salida del sol hasta muy entrada la tarde, sembrando las simientes, o colocando los planteles criados cuidadosamente durante el invierno, en la tibia y recién arada tierra. Era un trabajo que debía realizarse con rapidez, pues muy pronto llegarían los
Sif-Hanar
para sembrar las nubes, de la misma manera que los Magos Campesinos sembraban la tierra, enviando las suaves lluvias que harían que los campos recuperaran su lozanía y su verdor.

De todas las estaciones del año, la que Joram odiaba más era la que correspondía a la siembra de primavera. A pesar de que ahora, a los dieciséis años, había alcanzado tal habilidad en el arte de la prestidigitación que era casi imposible descubrir sus trucos, las simientes eran tan diminutas que incluso a pesar de su destreza, resultaba torpe y lento en la siembra. Por la noche, las manos y los hombros le dolían terriblemente a causa del duro trabajo y la tensión para mantener viva la ilusión de que poseía magia.

Aquel año iba a resultar especialmente difícil, ya que tenían un nuevo capataz, porque había fallecido el anterior durante el invierno. El nuevo capataz había sido traído del norte de Thimhallan, donde hacía años que se fermentaba la rebelión entre los Magos Campesinos y las clases bajas. Por lo tanto, era una persona que estaba siempre alerta a las señales de sublevación; de hecho estaba siempre a la espera de verlas aparecer. Y las encontró inmediatamente en Joram. Desde un principio, decidió que apagaría aquel fuego colérico que podía ver en los ojos del joven.

Una mañana, los magos llegaron a los campos muy temprano, prácticamente antes de la salida del sol. Agrupándose, permanecieron ante el capataz, aguardando con paciencia a que les asignara sus tareas.

Joram no se quedó de pie pacientemente, no obstante. Empezó a moverse nerviosamente apoyándose primero en un pie y luego en el otro, doblando las bien proporcionadas manos para librarlas del entumecimiento matutino, sabiendo que el capataz lo observaba. Éste lo había elegido para someterlo a una vigilancia especial, aunque Joram no tenía idea del motivo de ello. Más de una vez, al levantar la mirada de su trabajo había descubierto, no sin cierta inquietud, los agudos ojos del capataz clavados en él.

—Claro que te vigila, orgullo mío —le decía Anja afectuosamente cuando Joram le mencionaba sus recelos—. Está celoso, como lo están todos los que te ven. Sabe reconocer a un miembro de la nobleza. Es posible que tenga miedo de tu cólera cuando recibas lo que te pertenece.

Pero Joram hacía tiempo que había dejado de hacer caso a aquellos discursos de su madre.

—Cualquiera que sea el motivo —le espetó, impaciente—, me está vigilando. Y no son celos, ten en cuenta lo que te digo.

Aunque quitaba importancia a los temores de su hijo, Anja estaba más asustada de lo que quería admitir; también ella había notado que el capataz parecía sentir un extraordinario y aparentemente hostil interés por su hijo y empezó a revolotear alrededor de Joram, trabajando junto a él en los campos siempre que podía, intentando encubrir su lentitud. Sin embargo, en su excesivo entusiasmo por protegerlo, la mayoría de las veces Anja atraía la atención del capataz en lugar de apartarla. A causa de todo ello, Joram se sentía cada vez más nervioso y preocupado, y la cólera que latía siempre en su interior empezó a arder con más fuerza, ahora que tenía un blanco.

—Tú —llamó el capataz, haciéndole una señal a Joram—. Hacia allí. Empieza a sembrar.

Malhumorado, Joram se alejó junto con los otros jóvenes, chicos y chicas, colgándose el saco de semillas al hombro. Aunque no se le había dicho que lo hiciera, Anja siguió a Joram rápidamente, temerosa de que el capataz la enviara a otro punto del campo.

—Catalista —se oyó la voz del capataz—, vamos atrasados. Quiero que le otorgues Vida a toda esta gente. Hoy flotarán en lugar de andar. Imagino que de esta forma podrán cubrir un tercio más de terreno.

Aquélla era una petición desacostumbrada, que hizo que el Padre Tolban mirara al capataz interrogativamente. No iban retrasados, y no había necesidad de aquello, pero, aunque al Padre Tolban no le gustaba aquel hombre, no le puso trabas. El catalista había quedado aprisionado en aquella vida de tediosa y dura labor. Incluso había abandonado finalmente sus estudios. Día tras día, ocupaba su puesto en los campos junto a los otros magos, día tras día recorría penosamente las largas hileras de terreno arado. El viento invernal lo helaba, y el sol del verano lo deshelaba. Todo él se había vuelto tan moreno, reseco y marchito como un tallo de maíz del año anterior.

Cuando el catalista empezó a salmodiar el ritual, Joram se quedó helado. Por mucha Vida que se le otorgara, él permanecería atado al suelo. Muy dentro de él, la vieja herida volvió a dolerle: La Diferencia. Estuvo a punto de dejar de andar, pero Anja, detrás de él, lo empujó hacia adelante, clavándole las afiladas uñas en el brazo.

—¡Sigue andando! —le susurró—. No se dará cuenta.

—Se dará cuenta —replicó Joram, apartando el brazo, enojado.

Anja se agarró a él sin inmutarse.

—Entonces le diremos lo que siempre le dijiste al otro —siseó—. No estás bien, y necesitas conservar tu Energía Vital.

BOOK: La Forja
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