—
Milady
—dijo el capataz, con una inclinación de cabeza a modo de reverencia, pero sin quitarse el sombrero, como era correcto.
Ahora que la tenía más cerca, pudo ver que su vestido, aunque suntuoso y hecho con tela de excelente calidad, estaba estropeado y hecho jirones. El dobladillo mostraba señales de haber sido arrastrado por el lodo y la suciedad de la carretera, y tenía la falda rota. Sus pies desnudos estaban heridos y ensangrentados.
—¿Su Señoría se ha perdido o necesita ayuda...? —balbuceó el catalista, algo perplejo ante el aspecto andrajoso de la mujer y la feroz y desafiante expresión de su rostro lleno de suciedad.
—No me pasa ninguna de las dos cosas —contestó la mujer en voz baja y tirante. Su mirada pasaba rápidamente del uno al otro; con aire altanero añadió—: Necesito trabajo.
El catalista abrió la boca para negarse, pero en aquel momento el capataz tosió e hizo un ligero movimiento con la mano, indicando el fardo que la mujer llevaba a la espalda. Mirando hacia donde le indicaban, el catalista se vio obligado a callar. El fardo se había movido; un par de ojos castaño oscuro lo miraron fijamente por encima del hombro de la mujer.
Un bebé.
El catalista y el capataz intercambiaron una mirada.
—¿De dónde venís, señora? —preguntó el capataz, sintiendo que era él quien debía hacerse cargo.
—¿Y dónde está el padre del bebé? —intervino, no obstante, el catalista, dando un tono severo a su pregunta, tal y como correspondía a un miembro del clero.
La mujer permaneció impávida ante ambas preguntas. Sus labios se fruncieron en una mueca de desprecio, y, cuando habló, se dirigió al capataz, no al catalista.
—Vengo de allá. —Señaló en dirección a Merilon con un movimiento de cabeza—. En cuanto al padre del niño, mi esposo —dijo esto con especial énfasis—, está muerto. Desafió al Emperador y fue enviado al Más Allá.
Ambos hombres intercambiaron miradas de nuevo. Sabían que estaba mintiendo —hacía un año que no se había enviado a nadie al Más Allá—, pero sus ojos centelleaban de una forma tan extraña y salvaje que ninguno de los dos osaba desafiarla.
—¿Y bien? —preguntó bruscamente, cambiando de posición al bebé, que estaba envuelto en el fardo que llevaba a la espalda—. ¿Me das trabajo o no?
—¿Habéis solicitado ayuda de la Iglesia,
milady
? —preguntó el catalista—. Estoy seguro de...
Ante su asombro, la mujer escupió en el suelo en dirección a sus pies.
—Mi bebé y yo nos moriríamos, nos
moriremos
de hambre antes que aceptar un mendrugo de las manos de tipos como tú. —Tras dirigirle una dura mirada al catalista, le dio la espalda y se enfrentó al capataz—. ¿Necesitas otro peón? —preguntó con su voz profunda y ronca—. Soy fuerte. Trabajaré duro.
El capataz carraspeó, incómodo. Podía ver al bebé asomando por el fardo, clavando en él sus enormes y oscuros ojos. ¿Qué debía hacer? Desde luego nada parecido había sucedido con anterioridad, ¡una mujer de la nobleza buscando trabajo de simple peón!
El capataz lanzó una rápida mirada al catalista, aunque sabía que no podía esperar ninguna ayuda por aquel lado. Técnicamente, el capataz, como Mago Mayor, era el responsable de la colonia, y aunque la Iglesia podía poner en duda sus decisiones, nunca dudaría de su autoridad para tomarlas. Pero ahora el capataz se encontraba en un aprieto. No le gustaba aquella mujer; en realidad, sintió una cierta repugnancia al mirarla a ella y a su hijo. En el mejor de los casos, habría sido probablemente una unión ilegal: había algunos catalistas sin escrúpulos que realizarían algo así si se les pagaba lo suficiente. En el peor, se trataría de un apareamiento, el resultado de la detestable unión del cuerpo de un hombre con el de una mujer. O a lo mejor el niño estaba Muerto; había oído rumores de que se estaban sacando de Merilon, clandestinamente, a niños así. Su primera inclinación fue echar a la mujer y al niño.
Pero hacerlo, él lo sabía, significaba enviarlos a una muerte cierta.
Viendo dudar al capataz, el catalista frunció el entrecejo y avanzó pesadamente hasta colocarse debajo del capataz, que seguía flotando en el aire. Indicando malhumorado al capataz que descendiera a su nivel, el catalista musitó:
—¡No puedo creer que realmente estéis considerando esa posibilidad! Evidentemente ella es..., bien..., ya sabéis... —El catalista se sonrojó, turbado, al ver al capataz sonreír con malicia, y siguió apresuradamente—: Decidle que siga su camino. O, mejor aún, llamad a los Ejecutores...
El capataz frunció el entrecejo.
—No necesito que los
Duuk-tsarith
me digan cómo debo manejar mi colonia. ¿Y qué te gustaría que hiciera?, enviarla a ella y a su bebé al País del Destierro? Ésta es la última colonia a este lado del río. ¿Quieres intentar dormir por las noches, pensando qué les habrá pasado a ellos ahí fuera?
Volvió a echarle de nuevo una mirada a la mujer. Era joven, probablemente no tendría más de veinte años. Debía de haber sido hermosa alguna vez, pero ahora su orgulloso rostro estaba marcado por la cólera y el odio, su cuerpo era demasiado delgado y el vestido colgaba sin gracia de su cuerpo enjuto.
La agria expresión del catalista le indicó que éste estaba dispuesto a arriesgarse a perder unas pocas noches de sueño a cambio de librarse de aquel miembro del sexo opuesto. Aquello ayudó al capataz a decidirse.
—Muy bien,
milady
—dijo el capataz a regañadientes, fingiendo ignorar la mirada de escandalizada desaprobación del catalista—, tengo trabajo para uno más. Se os dará alojamiento, a cargo de Su Señoría, un pedazo de terreno para que hagáis con él lo que os parezca y una porción de la cosecha. Estaréis en los campos al amanecer y os iréis al anochecer. Se descansa al mediodía. Marm Huspeth cuidará del bebé...
—El bebé se queda conmigo —le informó la mujer fríamente, tirando hacia adelante de las correas del fardo, acomodándolo mejor en la espalda—; lo llevaré con esto mientras trabajo, para tener las manos libres.
El capataz sacudió la cabeza.
—Espero de vos una jornada completa de trabajo...
—La tendrás —lo interrumpió la mujer, irguiéndose en toda su estatura—. ¿Empiezo ahora?
Observando su macilento y pálido rostro, el capataz se movió, incómodo.
—No —contestó de malhumor—. Instalaos vos y el niño. La cabaña de allá abajo, la que está cerca de los árboles, está libre. Por lo menos id a ver a Marm. Os preparará algo de comida.
—Yo no acepto limosnas —dijo la mujer y empezó a alejarse.
—¡Eh! ¿Cómo os llamáis? —preguntó el capataz.
Deteniéndose, la mujer volvió la cabeza, mirándolo por encima del hombro.
—Anja.
—¿Y el bebé?
—Joram.
—¿Se le han efectuado las Pruebas y ha recibido la bendición de conformidad con las leyes de la Iglesia? —preguntó con severidad el catalista, decidido a intentar recuperar algo de su dignidad perdida.
Pero el intento falló. Girando en redondo, la mujer lo miró directamente a la cara por vez primera, y la expresión de sus brillantes ojos era tan extraña, tan burlona y tan salvaje que el catalista, involuntariamente, dio un paso atrás.
—¡Oh, sí! —musitó Anja—. ¡Ha pasado por la ceremonia de las Pruebas y ha recibido la bendición de la Iglesia, puedes estar seguro!
Dicho eso, prorrumpió en unas carcajadas tan agudas y horripilantes que el catalista le lanzó al capataz una mirada de autocomplacencia. Si no hubiera sido por aquella mirada, el capataz hubiera podido volverse atrás de su decisión y echarla de allí. También él notó un dejo de locura en aquella carcajada; pero maldito si se iba a retractar delante de aquel hombrecillo calvo y corto de vista, que había sido un incordio desde que llegara un mes atrás.
—¿Qué estáis mirando todos vosotros? —les gritó a los Magos Campesinos, que habían estado observando con interés lo que sucedía, ansiosos por encontrar cualquier cosa que mitigara el aburrimiento y la monotonía diaria de sus vidas—. Se acabó el descanso. Volved al trabajo. Tolban, otórgales Vida —le dijo al catalista, quien, con el aire afectado de aquel que ha resultado estar en lo cierto, inspiró desdeñosamente y empezó a salmodiar el ritual.
Dirigiendo una sonrisa burlona de triunfo al capataz, como si compartieran un chiste que sólo ellos dos sabían, la mujer se dio la vuelta y avanzó con dificultad en dirección a la pequeña y miserable choza que se encontraba alejada del resto de cabañas de la colonia, con el hermoso vestido verde arrastrando por el barro, enganchándose en las zarzas y enredándose en los matorrales.
El capataz llegaría a conocer muy bien aquel vestido. Seis años más tarde, Anja aún llevaba sus andrajosos restos.
Joram sabía que era diferente del resto de los habitantes del poblado. Era algo que parecía como si lo hubiese sabido siempre, de la misma manera que sabía su nombre o el de su madre o la reconocía por el simple contacto. Pero la razón de aquella diferencia desconcertaba a aquel niño de seis años.
—¿Por qué no me dejas que juegue con los otros niños? —preguntaba Joram cada anochecer cuando se le permitía salir de la vivienda para hacer ejercicio a solas bajo la estricta vigilancia de Anja.
—Porque tú eres diferente —le respondía Anja secamente.
—¿Por qué tengo que aprender a leer? —preguntaba también Joram—. Los otros niños no tienen que hacerlo.
—Porque eres diferente de los otros niños —le contestaba ella.
Diferente, diferente, diferente. Aquella palabra cobró mucha importancia en la mente de Joram, al igual que las palabras que Anja le obligaba a copiar laboriosamente en su pizarra. Era a causa de La Diferencia por lo que se lo mantenía encerrado en el interior de la choza donde vivían, cada vez que Anja iba a los campos. Era a causa de La Diferencia por lo que él y Anja se mantenían apartados de los otros Magos Campesinos, sin participar jamás en sus pequeñas celebraciones o en las breves charlas que sostenían al anochecer, aun cuando se iban a dormir muy temprano.
—¿Por qué soy diferente? —preguntó Joram un día, de mal humor, observando cómo los otros niños jugaban en la sucia calle—. Yo no quiero ser diferente.
—Que Almin te perdone por decir esas tonterías —le espetó Anja, lanzando una mirada de desprecio a los niños que jugaban en el exterior—. Tú estás tan por encima de ésos como la luna lo está de este despreciable suelo que pisamos.
Joram levantó los ojos hacia el firmamento nocturno, donde la pálida luna flotaba en la oscuridad, apartada del mundo y de las débiles estrellas crepusculares que la rodeaban.
—Pero la luna es fría y solitaria, Anja —observó Joram.
—Mucho mejor para ella, hijo. ¡Así no hay nada que pueda herirla! —respondió Anja. Arrodillándose junto a su hijo, lo tomó en sus brazos abrazándolo furiosamente—. ¡Si estás tan solo como la luna no hay nada que pueda herirte!
Bueno, aquélla era una razón, ciertamente, pero no era una razón muy convincente, pensó Joram. Tenía mucho tiempo para pensar, ya que se pasaba solo todo el día, así que mantuvo ojos y oídos muy atentos, espiando a su madre, buscando La Diferencia. Una vez, pensó que podría haberla encontrado.
—¿Qué quieres
tú
, catalista? —exigió Anja groseramente, abriendo la puerta de golpe al oír llamar una mañana antes de que empezara la jornada de trabajo.
El Padre Tolban intentó mantener una sonrisa en los labios, pero era una sonrisa forzada, formando los labios una fina línea.
—Que el sol te alumbre, Anja. Que la bendición de Almin te acompañe en este día.
—Si así es, no será gracias a ti —replicó Anja—. Te lo vuelvo a preguntar, catalista: ¿qué quieres? Sé rápido. Tengo que ir a los campos.
—He venido a discutir —empezó el catalista ceremoniosamente. Pero, empezando a perder el coraje bajo la gélida mirada de Anja, se le fue de la cabeza su bien preparado discurso y tartamudeó a toda velocidad—: ¿Cuántos años tiene tu..., tiene Joram?
Todavía adormecido en las primeras luces del alba, el muchacho yacía acurrucado entre mantas remendadas en un catre que había en un rincón.
—Tiene seis —respondió Anja, desafiante, como si retara al Padre Tolban a enfrentarse con ella.
El catalista asintió e intentó recuperar su compostura.
—Exactamente —dijo en un intento de ser agradable—. Ésa es la edad a la que debería iniciar su educación. Me reúno con los niños durante la Hora Máxima, ya sabes. Déjame... Quiero decir...
Su voz se apagó, al secarse la sonrisa y las palabras lentamente frente a la fría sonrisa sardónica de Anja.
—¡Yo me ocuparé de su educación, no tú, catalista! Después de todo, es de sangre noble —añadió, airada, al parecerle que el Padre Tolban iba a protestar—. ¡Será educado como corresponde a alguien de noble origen, no como tus torpes campesinos!
Dicho esto, se precipitó al exterior, apartándolo al pasar, y selló la puerta de la cabaña. La puerta, hecha de ramas de árbol, había sido diseñada originalmente, como todas las del poblado, representando unas manos que daban la bienvenida; pero las ramas descuidadas y mal acabadas de la puerta de Anja hacían que se parecieran más a unas garras codiciosas y esqueléticas. Echándole al catalista una última mirada de sospecha, Anja rodeó la choza con la aureola mágica de protección que la dejaba tan exhausta de energía cada mañana, que se veía obligada a andar hasta los campos de trabajo en lugar de flotar, como lo hacían los otros magos.
En el interior, Joram levantó la cabeza por entre las mantas cautelosamente. El catalista aún no se había ido. Lo podía oír arrastrando los pies por el exterior. Luego oyó otros pasos que se acercaban.
—¿Lo oísteis? —preguntó el Padre Tolban amargamente.
—Lo mejor es que la dejes en paz —aconsejó el capataz—. Y al crío también.
—Pero debería recibir una educación...
—¡Bah! —resopló el capataz—. ¿Así que el mocoso no sabe el catecismo? Mientras esté listo para ir a los campos cuando cumpla los ocho años, a mí no me importa si puede o no recitar los Nueve Misterios.
—Si vos pudierais hablar con ella...
—¿Con ella? Antes le hablaría a un centauro. Si quieres al crío, arráncaselo de las garras.
—Quizá tengáis razón —musitó precipitadamente el Padre Tolban—. No creo que importe mucho después de todo...
Ambos se alejaron.
«De modo que eso forma parte de La Diferencia —pensó Joram—. Soy de sangre noble, sea lo que fuere lo que eso signifique.»