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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (11 page)

BOOK: La Forja
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Afortunadamente para el escandalizado Saryon, habían llegado ya junto a la puerta; Dulchase se vio obligado a acallar su cínica lengua y Saryon se ahorró tener que responder a su último consejo, que le había parecido un tanto irreverente, incluso proviniendo de Dulchase.

Entrando inmediatamente detrás de los otros miembros del personal de Vanya, ambos realizaron las oblaciones de limpieza y purificación, para ser conducidos después, por un Diácono de la Catedral, hasta la cámara donde eran llevados todos los niños que nacían en Merilon para pasar las Pruebas. Normalmente, sólo había dos catalistas presentes. No obstante, aquella vez se había reunido un grupo ilustre. Tantos, de hecho, que apenas quedaba espacio suficiente para que los dos Diáconos pudieran introducirse en el interior de la pequeña cámara. Además del Patriarca Vanya, vestido con sus mejores ropas, había dos Cardinales —el Cardinal del Reino y el Cardinal Regional— y seis miembros del personal de Vanya: cuatro Sacerdotes que actuarían como testigos, y Saryon y Dulchase, los dos Diáconos que harían el trabajo. Estaba también presente el Catalista de la Casa Real, un lord, que sostenía al bebé en sus brazos, y el mismo bebé, el cual —habiendo sido amamantado hacía poco— dormía profundamente.

—Recemos a Almin —dijo el Patriarca Vanya, inclinando la cabeza.

Saryon inclinó la cabeza para orar, pero las palabras surgían de sus labios mecánicamente. Mentalmente repasaba, una vez más, la ceremonia de las Pruebas de la Vida.

Las Pruebas, que tenían siglos de antigüedad, y de las que se decía que fueron traídas del Mundo de las Tinieblas, eran bastante sencillas. Cuando el niño tiene diez días y se lo juzga lo bastante fuerte como para soportarlas, sus padres lo llevan a la Catedral —o al lugar de culto que tengan más cerca— y lo entregan a los catalistas. El bebé es conducido a una pequeña cámara aislada de influencias externas, y se llevan a cabo las Pruebas.

En primer lugar, al niño se lo despoja de todas sus ropas, luego se lo coloca de espaldas sobre agua previamente calentada hasta igualar su temperatura corporal. El Diácono que sujeta al niño, lo suelta entonces; un niño Vivo permanece flotando de espaldas, sin hundirse, sin darse la vuelta sobre sí mismo, y sin patalear —se queda flotando pacífica y tranquilamente—, ya que la Vida mágica que hay en su interior reacciona de inmediato para proteger su diminuto cuerpo.

Acabada esta primera prueba, un Diácono acerca un reluciente cetro de brillantes y cambiantes colores, y lo sostiene sobre el niño, que sigue flotando en el agua. Aunque los ojos del bebé aún no pueden discernir las cosas, éste se da cuenta de la presencia del cetro y alarga las manos hacia él. Cuando el Diácono lo deja caer, el objeto es arrastrado suavemente en dirección al niño, puesto que la Energía Vital mágica que hay en él reacciona, nuevamente, a los estímulos exteriores, atrayendo el cetro.

Finalmente, el Diácono saca al niño del agua; sosteniéndolo en sus brazos, el catalista lo acuna hasta que el bebé se siente seguro y a gusto. Entonces, el otro Diácono acerca una antorcha encendida, aproximándola cada vez más a la piel del niño hasta que —sin que medie ninguna acción del catalista— la antorcha queda detenida, al actuar de forma instintiva la Energía Vital del niño creando una barrera mágica de protección a su alrededor.

Éstas son las Pruebas: rápidas y fáciles de realizar. Era, tal y. como Dulchase le había asegurado a Saryon, un mero formulismo.

—No sé por qué se siguen realizando —había refunfuñado Dulchase justamente la noche anterior—, salvo que es una manera cómoda de que algunos Catalistas Campesinos pobres obtengan unos cuantos pollos y una fanega de maíz de los campesinos. Además de darle a la nobleza una excusa para dar una nueva fiesta. Aparte de eso, no tienen ningún sentido.

Y no lo habían tenido, hasta aquel momento.

—Diácono Dulchase, Diácono Saryon, empezad las Pruebas —dijo solemnemente el Patriarca.

Avanzando, Saryon tomó el bebé de los brazos del Lord Catalista de la Casa Real. El niño estaba totalmente envuelto en un suntuoso manto hecho de lana de cordero, y Saryon, que no estaba acostumbrado a manipular algo tan pequeño y delicado, se aturulló al intentar despojar a la criatura de su envoltura sin despertarla. Por fin, sintiendo todos los ojos clavados en él impacientes, Saryon consiguió desnudar al niño y devolvió el manto al Lord Catalista.

Dándose la vuelta para colocar al bebé en el agua, Saryon bajó la mirada hacia la criatura que dormía plácidamente en sus brazos e inmediatamente se olvidó de los ojos que le observaban. El joven catalista no había sostenido nunca antes a un bebé, y se sintió cautivado por aquél. Incluso Saryon pudo darse cuenta de que aquel niño era de una belleza extraordinaria; fuerte y saludable, con una mata de pelo negro y rizado, la piel del niño era como el alabastro, con un tinte azulado alrededor de los cerrados ojos. Las diminutas manos estaban crispadas, y Saryon, tocando una de ellas con suavidad, quedó maravillado al darse cuenta de la perfección de sus diminutas uñas, tanto las de las manos como las de los pies. Qué maravilloso, pensó, que Almin hubiera dedicado parte de su tiempo a ocuparse de detalles tan mundanos, en el momento de crear a aquella personita.

Una tosecilla impaciente de Dulchase le recordó a Saryon sus deberes. El mayor de los dos Diáconos había retirado el sello de la pila que contenía el agua templada, y un agradable y fragante aroma llenó el aire. Uno de los novicios había esparcido pétalos de rosa sobre su superficie.

Murmurando la oración ritual que había pasado la mitad de la noche memorizando, Saryon colocó a la criatura suavemente en el agua. Los ojos del niño se abrieron al sentir el contacto del líquido sobre su piel, pero no lloró.

—Éste es un chico valiente —musitó Saryon, sonriendo al bebé, que miraba a su alrededor con la típica expresión ausente y ligeramente desconcertada del recién nacido.

—Soltad al niño —ordenó el Patriarca ceremoniosamente.

Con gran suavidad, Saryon retiró las manos del cuerpo del bebé.

El Príncipe se hundió como una piedra.

Ligeramente sobresaltado, Dulchase se adelantó, pero Saryon llegó antes que él. Introduciendo las manos en el agua, agarró al niño y lo sacó fuera. Sujetando torpemente a la chorreante criatura, que tosía y balbuceaba, intentando llorar como protesta ante tan brusco tratamiento, Saryon miró a su alrededor indeciso.

—Quizás ha sido culpa mía, Divinidad —dijo apresuradamente, justo cuando el bebé, una vez que hubo conseguido tomar aire, lo dejó escapar con un agudo chillido—, lo dejé ir demasiado pronto...

—Tonterías, Diácono —dijo Vanya, tajante—. Seguid.

No era inusual que una criatura fallase una de las Pruebas, en particular si era excepcionalmente fuerte en uno de los Misterios. Un Señor de la Guerra con gran dominio del Misterio del Fuego, por ejemplo, podía fácilmente fallar la Prueba del Agua.

Recordando haberlo leído, Saryon se relajó y sostuvo al niño mientras el Diácono Dulchase acercaba el cetro y lo sostenía sobre la cabeza de la criatura. Al ver aquel brillante juguete, el Príncipe dejó de llorar y alargó sus diminutas manos con deleite. A una indicación del Patriarca Vanya, el Diácono Dulchase dejó caer el cetro.

El juguete le dio al Príncipe en la nariz y rebotó hasta el suelo en medio de un espantoso silencio, que fue roto inmediatamente por el aullido de dolor e indignación del bebé. En la blanca piel del niño apareció una mancha de sangre.

Saryon miró a Dulchase temerosamente, esperando ver alguna señal que lo tranquilizase; pero los labios de Dulchase, que normalmente mostraban una sonrisa burlona, estaban ahora apretados con fuerza, el brillo cínico de sus ojos había desaparecido y evitaba cuidadosamente encontrarse con la mirada de Saryon. El joven Diácono miró con frenesí a su alrededor, para encontrarse únicamente con que sus compañeros se miraban unos a otros confusos y alarmados.

El Patriarca Vanya le susurró algo al Lord Catalista, quien, con rostro pálido y tenso, asintió con energía.

—Repetid la primera Prueba —ordenó Vanya.

Con manos temblorosas, Saryon suspendió al niño, que no cesaba de chillar, sobre el agua y lo soltó. Tan pronto como quedó demostrado que el bebé se hundía, Saryon —a una apresurada señal del Patriarca— lo asió, sacándolo fuera del agua.

—¡Que Almin se apiade de nosotros! —suspiró el Lord Catalista con voz temblorosa.

—Me parece que es demasiado tarde para eso —replicó Vanya, fríamente—. Trae al niño aquí, Saryon —añadió, poniendo de manifiesto su nerviosismo al olvidar incluir el apelativo formal de «Diácono» al dar la orden.

Intentando torpemente consolar al bebé, Saryon se apresuró a obedecer y se colocó frente al Patriarca.

—Dame la antorcha —le ordenó Vanya al Diácono Dulchase, quien, habiéndola tomado muy en contra de su voluntad, se sintió muy feliz de entregársela a su superior.

Empuñando la llameante antorcha, la dirigió directamente al rostro del bebé. El niño gritó de dolor, y Saryon, sin poder contenerse, agarró el brazo del Patriarca empujándolo hacia atrás con un grito airado.

Nadie dijo ni una palabra. Todos los ocupantes de la habitación podían oler a cabellos chamuscados. Todos podían ver la roja huella de la quemadura en la sien del bebé.

Temblando, y apretando al lastimado niño contra su pecho, Saryon apartó la mirada de aquellos rostros lívidos y de aquellos ojos desorbitados, llenos de horror. Mientras intentaba consolar al niño, que en aquellos momentos chillaba presa de un arrebato histérico, el primer pensamiento incoherente de Saryon fue que había cometido otro pecado. Había osado tocar el cuerpo de su superior sin permiso, y, lo que era peor, incluso había llegado a empujarlo, encolerizado. El joven se encogió esperando una fuerte reprimenda, pero ésta no llegó. Mirando al Patriarca por encima del hombro, Saryon comprendió el porqué.

El Patriarca, probablemente, ni se había dado cuenta de que Saryon lo había tocado. Miraba fijamente al bebé, el semblante apenado y ceniciento, los ojos abiertos de par en par. El Lord Catalista se retorcía las manos y temblaba visiblemente, mientras los Cardinales permanecían a su lado, mirándose el uno al otro sin saber qué hacer.

Entretanto, el Príncipe seguía gritando con tanta violencia, a causa del dolor que le producía la quemadura, que parecía a punto de ahogarse. No sabiendo qué hacer y dándose cuenta de que el llanto del niño estaba destrozando los nervios a todos los presentes, Saryon intentó desesperadamente hacerlo callar. Por fin lo consiguió, aunque ello se debió más a que el niño quedó exhausto de tanto llorar, que no a que Saryon poseyese algún tipo de habilidad en el cuidado de niños. El silencio se enseñoreó de la habitación como una neblina malsana, siendo roto únicamente de vez en cuando por los hipos del bebé.

Entonces el Patriarca Vanya habló.

—Nunca sucedió algo parecido —susurró—, jamás en toda nuestra historia, ni siquiera si nos remontamos a antes de las Guerras de Hierro.

El temor era evidente en su voz, algo que Saryon podía entender puesto que se correspondía con el suyo. Pero en la voz de Vanya había otra nota que hizo que Saryon sintiera un escalofrío —una nota que no había oído nunca antes en la voz del Patriarca—, una nota de temor.

Suspirando al tiempo que se quitaba la pesada mitra, Vanya se pasó una mano temblorosa por la cabeza tonsurada. Al quitarse la mitra, pareció desaparecer toda la aureola de misterio y majestad que le rodeaba y Saryon vio, mientras palmeaba la espalda del pequeño, a un barrigudo hombre de mediana edad que parecía estar tremendamente fatigado y asustado. Aquello atemorizó a Saryon más que cualquier otra cosa y, a juzgar por las expresiones de los demás, él no había sido el único en recibir aquella impresión.

—Lo que estoy a punto de encomendaros, lo debéis hacer sin preguntar —dijo Vanya con voz velada, sus ojos fijos en la mitra que sostenía en las manos. Distraídamente, le acarició el reborde dorado con dedos temblorosos—. Os podría dar la razón para hacerlo... No. —Vanya levantó los ojos, su mirada era fría y severa—. No, me comprometí a guardar silencio. No puedo romper mi juramento. Vosotros me obedeceréis. No haréis preguntas. Que quede claro que yo asumo toda la responsabilidad de lo que os pediré que hagáis.

Calló un momento y luego, con la respiración temblorosa, empezó a orar en silencio.

Sujetando al sollozante niño en sus brazos, Saryon miró a los otros para ver si ellos comprendían. Él no entendía nada. No había oído nunca que un niño fallara las Pruebas. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué cosa terrible les iba a pedir el Patriarca que hicieran? Su mirada regresó a Vanya. Todos los ocupantes de la habitación tenían la vista clavada en el Patriarca, esperando que utilizara su magia para salvarlos. Era como si cada uno de ellos hubiera abierto un conducto en su dirección, pero no para darle Vida, sino para tomarla de él.

Es posible que esta misma dependencia le diera fuerzas, puesto que, enderezándose, el Patriarca levantó la cabeza. Sus labios formaron una fina línea, sus ojos miraron sin ver mientras fruncía el entrecejo, pensativo aún. Luego, habiendo aparentemente tomado una decisión, su frente se despejó y su rostro recuperó su fría compostura habitual. Volvió a colocarse la mitra y el Patriarca del Reino apareció de nuevo ante su gente.

—Lleva el niño directamente a la habitación de los niños —ordenó, volviéndose hacia Saryon—. No se lo lleves a su madre. Yo mismo hablaré con la Emperatriz y se lo explicaré. Será más fácil para ella a la larga si la separación la efectuamos de manera rápida y total.

El Lord Catalista dejó escapar un sonido confuso al oír aquello, una especie de gemido entrecortado, pero el Patriarca Vanya, con el rostro gordinflón totalmente inexpresivo como si el silencio helado de la habitación se le hubiera filtrado en la sangre, lo ignoró. Hablando con una voz que no denotaba la más mínima emoción, continuó:

—A partir de este momento, al niño no se le dará ni comida ni agua. Tampoco se le acunará. Está Muerto.

El Patriarca continuó diciendo algo más, pero Saryon no lo escuchó. El bebé seguía hipando apoyado en su hombro y sus mejores ropas de ceremonia estaban empapadas de las lágrimas del niño. El Príncipe, que había conseguido capturar una de sus diminutas manos, se la chupaba ruidosamente mirando a Saryon fijamente con los ojos muy abiertos. El Diácono podía sentir cómo el diminuto cuerpo se estremecía cada vez que un débil sollozo lo sacudía.

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