La fiesta del chivo (47 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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XX

Cuando la limousine del jefe partió, abandonándolo en el hediondo lodazal, el general José René Román temblaba de pies a cabeza, como los soldaditos que había visto morir de paludismo en Dajabón, guarnición de la frontera haitian-ominicana, en los comienzos de su carrera militar. Hacía muchos años que Trujillo se encarnizaba con él, haciéndole sentir en familia y ante extraños el poco respeto que le merecía, llamándolo tonto con cualquier pretexto. Pero nunca antes había llevado su menosprecio y sus ofensas al extremo de esta noche.

Esperó que disminuyera la tembladera antes de dirigirse a la Base Aérea de San Isidro. El oficial de guardia se llevó un susto al ver surgir, en medio de la noche, a pie y embarrado, al mismísimo jefe de las Fuerzas Armadas. El general Virgilio García Trujillo, comandante de San Isidro y cuñado de Román —era hermano gemelo de Mireya— no estaba, pero el ministro de las Fuerzas Armadas reunió a todos los oficiales y los recriminó: la cañería rota que había sacado de sus casillas a Su Excelencia debía ser reparada ipso facto, so pena de severísimos castigos. El Jefe vendría a verificarlo y todos sabían que era implacable en lo concerniente a la limpieza. Ordenó un jeep con un chofer para regresar a su casa; no se cambió ni aseó antes de partir.

En el jeep, rumbo a Ciudad Trujillo, se dijo que, en verdad, aquella tembladera no se debió a los insultos del jefe sino a la tensión, desde la llamada por la que supo que el Benefactor estaba bravo. A lo largo del día, mil veces se dijo que era imposible, absolutamente imposible, que pudiera haberse enterado de la conspiración tramada por su compadre Luis Amiama y su íntimo amigo el general Juan Tomás Díaz. No lo hubiera llamado por teléfono; lo habría hecho arrestar y estaría ahora en La Cuarenta o El Nueve. Pese a ello, el gusanito de la duda no le permitió probar bocado a la hora de la comida. En fin, pese al mal rato, era un alivio que los insultos se debieran a una cañería rota y no a una conjura. La sola idea de que Trujillo hubiera podido enterarse de que era uno de los conspiradores, le heló los huesos.

Podía ser acusado de muchas cosas, menos de cobarde. Desde cadete, y en todos sus destinos, mostró arrojo físico y actuó con una temeridad ante el peligro que le ganó fama de macho entre compañeros y subordinados. Siempre fue bueno peleando, con guantes o a puño limpio. jamás permitió a nadie faltarle el respeto. Pero, como tantos oficiales, como tantos dominicanos, frente a Trujillo su valentía y su sentido del honor se eclipsaban, y se apoderaba de él una parálisis de la razón y de los músculos, una docilidad y reverencia serviles. Muchas veces se había preguntado por qué la sola presencia del jefe —su vocecita aflautada y la fijeza de su mirada— lo aniquilaba moralmente.

Porque conocía el poder que Trujillo tenía sobre su carácter, el general Román respondió instantáneamente, cinco meses y medio atrás, a Luis Amiama, cuando éste le habló por primera vez de una conspiración para acabar con este régimen:

—¿Secuestrarlo? ¡Qué pendejada! Mientras esté Vivo, nada cambiará. Hay que matarlo.

Estaban en la finca de guineos que Luis Amiama tenía en Guayubín, en Montecristi, viendo discurrir desde la terraza soleada las aguas terrosas del río Yaque. Su compadre le explicó que él y Juan Tomás armaban esta operación para evitar que el régimen hundiera del todo al país y precipitara otra revolución comunista, estilo Cuba. Era un plan serio, que contaba con el respaldo de Estados Unidos. Henry Dearborn, John Banfield y Bob Owen, de la legación, habían dado su apoyo formal y encargado al responsable de la CIA en Ciudad Trujillo, Lorenzo D. Berry («¿El dueño del supermercado Wimpy's?» «Sí, él mismo.»), que les suministrara dinero, armas y explosivos. Estados Unidos se hallaba inquieto con los excesos de Trujillo, desde el atentado contra el Presidente venezolano Rómulo Betancourt, y quería sacárselo de encima; y, al mismo tiempo, asegurarse de que no lo reemplazara un segundo Fidel Castro. Por eso, apoyaría a un grupo serio, claramente anticomunista, que constituyera una Junta cívic-ilitar, que, a los seis meses, convocara elecciones. Amiama, Juan Tomás Díaz y los gringos estaban de acuerdo: Pupo Román debía presidir esa junta. ¿Quién mejor para conseguir la adhesión de las guarniciones y una transición ordenada hacia la democracia?

—¿Secuestrarlo, pedirle la renuncia? —se escandalizó Pupo—. Se equivocan de país y de persona, compadre. Parece que no lo conocieras. Jamás se dejará capturar vivo. Y nunca le sacarán la renuncia. Hay que matarlo.

El chofer del jeep, un sargento, conducía en silencio, y Román daba hondos copazos de Lucky Strike, sus cigarrillos preferidos. ¿Por qué aceptó plegarse a la conjura? A diferencia de Juan Tomás, caído en desgracia y apartado del Ejército, él sí tenía todo que perder. Había llegado al cargo más alto que podía aspirar un Militar, y, aunque no le fuera bien en los negocios, sus fincas estaban siempre en su poder. El peligro de que las embargaran desapareció con el pago de cuatrocientos mil pesos al Banco Agrícola. El jefe no cubrió esa deuda por deferencia a su persona, sino por ese arrogante sentimiento de que su familia no debía dar nunca una mala impresión, de que la imagen de los Trujillo y allegados quedara siempre inmaculada. Tampoco fue el apetito de poder, la perspectiva de verse ungido Presidente provisional de la República Dominicana —y la posibilidad, grande, de pasar luego a Presidente elegido— lo que lo llevó a dar su visto bueno a la conspiración. Fue el rencor, acumulado por las infinitas ofensas de que Trujillo lo había hecho víctima desde ese matrimonio con Mireya que lo convirtió en miembro del clan privilegiado e intocable. Por eso, el jefe lo hizo ascender antes que a otros, lo nombró a puestos importantes, y, de vez en cuando, le hizo esos regalos en efectivo o en prebendas que le permitieron el alto nivel de vida que tenía. Pero, favores y distinciones los tuvo que pagar con desplantes y malos tratos. «Y eso es lo que más cuenta», pensó.

En estos cinco meses y medio, cada vez que el Jefe lo humillaba, el general Román, igual que ahora, mientras el jeep cruzaba el Puente Radhamés, se decía que pronto se sentiría un hombre entero, con vida propia, y no, como Trujillo se esmeraba en hacerlo sentir, un ser baldado. Aunque Luis Amiama y Juan Tomás no lo sospecharan, él estaba en la conspiración para demostrarle al jefe que no era el inútil que creía.

Sus condiciones fueron muy concretas. No movería un dedo mientras sus ojos no lo vieran ajusticiado. Sólo entonces procedería a movilizar tropas y capturar a los hermanos Trujillo y a los oficiales y civiles más comprometidos con el régimen, empezando por Johnny Abbes García. Ni Luis Amiama ni el general Díaz debían mencionar a nadie —ni siquiera al jefe del grupo de acción, Antonio de la Maza, que formaba parte de la conjura. No habría mensajes escritos ni llamadas telefónicas, sólo conversaciones directas. Él iría, con cautela, colocando a oficiales de confianza en los cargos claves, de modo que llegado el día las guarniciones le obedecieran a una sola voz.

Así lo había hecho, poniendo al frente de la Fortaleza de Santiago de los Caballeros, la segunda del país, al general César A. Oliva, compañero de promoción y amigo íntimo. También se las arregló para llevar a la comandancia de la Cuarta Brigada, con sede en Dajabón, al general García Urbáez, leal aliado suyo. Del otro lado, contaba con el general Guarionex Estrella, comandante de la Segunda Brigada, estacionada en La Vega. No era muy amigo con Guaro, trujillista acérrimo, pero, siendo hermano del Turco Estrella Sadhalá, del grupo de acción, era lógico suponer que tomaría partido por su hermano. No había confiado su secreto a ninguno de esos generales; era demasiado astuto para exponerse a una delación. Pero contaba con que, ocurridos los hechos, todos ellos se plegarían sin titubear.

¿Cuándo ocurriría? Muy pronto, sin duda. El día de su cumpleaños, 24 de mayo, apenas seis días atrás, Luis Amiama y Juan Tomás Díaz, invitados por él a su casa de campo, le aseguraron que todo estaba a punto. Juan Tomás fue categórico: «En cualquier momento, Pupo». Le dijeron que el Presidente Joaquín Balaguer habría aceptado formar parte de la junta cívic-ilitar, presidida por él. Les pidió detalles, pero no pudieron dárselos; había hecho la gestión el doctor Rafael Batlle Viñas, casado con Indiana, prima de Antonio de la Maza y médico de cabecera de Balaguer. Sondeó al Presidente fantoche, preguntándole si, en caso de desaparición súbita de Trujillo, «colaboraría con los patriotas». Su respuesta fue críptica: «Según la Constitución, si Trujillo desapareciera, se tendría que contar conmigo». ¿Era una buena noticia? A Pupo Román, ese hombrecito suave y astuto le inspiró siempre la desconfianza instintiva que le merecían burócratas e intelectuales. Era imposible saber lo que pensaba; detrás de sus maneras afables y su desenvoltura, había un enigma. Pero, en fin, lo que decían sus amigos era cierto: la complicidad de Balaguer tranquilizaría a los yanquis.

Al llegar a su casa de Gazcue eran las nueve y media de la noche. Despachó al jeep de vuelta a San Isidro. Mireya y su hijo Alvaro, joven teniente del Ejército que estaba en su día libre y había venido a visitarlos, se alarmaron al verlo en ese estado. Mientras se quitaba las ropas sucias, les explicó. Hizo que Mireya llamara por teléfono a su hermano y puso al general Virgilio García Trujillo al tanto de la rabieta del jefe:

—Lo siento, cuñado, pero estoy obligado a amonestarte. Preséntate mañana en mi despacho, antes de las diez.

—¡Por una cañería rota, coño! —exclamó Virgilio, divertido—. ¡El hombre no puede con su genio!

Tomó una ducha y se jabonó de pies a cabeza. Al salir de la bañera, Mireya le alcanzó un pijama limpio y una bata de seda. Lo acompañó mientras se secaba, echaba colonia y vestía. Contrariamente a lo que muchos creían, empezando por el jefe, no se casó con Mireya por interés. Se enamoró de esa muchacha morocha y tímida, y arriesgó la vida cortejándola pese a la oposición de Trujillo. Eran una pareja feliz, sin peleas ni rupturas en esos veintitantos años juntos. Mientras platicaba con Mireya y Alvaro en la mesa —no tenía hambre, se limitó a tomar un ron en la roca— se preguntaba cuál sería la reacción de su mujer. ¿Tomar partido por su marido o con el clan? La duda lo mortificaba. Muchas veces vio a Mireya indignada por las maneras despectivas del jefe; tal vez esto inclinaría la balanza a su favor. Además, ¿a qué dominicana no le gustaría convertirse en la primera dama de la nación?

Acabada la cena, Álvaro salió a tomar una cerveza con unos amigos. Mireya y él subieron al dormitorio, en el segundo piso, y encendieron La Voz Dominicana. Pasaban un programa de música bailable con cantantes y orquestas de moda. Antes de las sanciones, la estación contrataba a los mejores artistas latinoamericanos, pero, el último año, debido a la crisis, casi toda la producción de la televisora de Petán Trujillo se hacía con artistas locales. Mientras oían los merengues y danzones de la orquesta Generalísimo, dirigida por el maestro Luis Alberti, Mireya comentó apenada que ojalá terminaran pronto estos líos con la Iglesia. Había un ambiente malo y sus amigas, durante la canasta, hablaban de rumores de una revolución, de que Kennedy mandaría a los marines. Pupo la tranquilizó: el jefe se saldría con la suya también esta vez y el país volvería a ser tranquilo y próspero. Su voz le sonaba tan falsa que se calló, simulando una tos.

Poco después, los frenos de un auto chirriaron y estalló un bocinazo frenético. El general saltó de la cama y se asomó al ventanal. Saliendo del automóvil recién llegado, divisó la silueta cortante del general Arturo Espaillat, Navajita. Apenas divisó su cara, amarillando a la luz del farol, su corazón brincó: ya está.

—¿Qué pasa, Arturo? —preguntó, sacando la cabeza.

—Algo muy grave —dijo el general Espaillat, acercándose—. Estaba con mi mujer en El Pony y pasó el Chevrolet del Jefe. Poco después, oí un tiroteo. Fui a ver y me di con una balacera, en plena pista.

—Bajo, bajo —gritó Pupo Román. Mireya se ponía una bata al tiempo que se santiguaba: «Dios mío, mi tío», «Dios no lo quiera, Jesús santo».

Desde ese momento, y en todos los minutos y horas siguientes, tiempo en el que se decidió su suerte, la de su familia, la de los conjurados, y, a fin de cuentas, la de la República Dominicana, el general José René Román supo siempre, con total lucidez, lo que debía hacer. ¿Por qué hizo exactamente lo contrario? Se lo preguntaría muchas veces los meses siguientes, sin encontrar respuesta. Supo, mientras bajaba las escaleras, que en aquellas circunstancias lo único sensato si tenía apego a la vida y no quería que la conjura se frustrara, era abrir la puerta al ex jefe del SIM, el militar más comprometido con las operaciones criminales del régimen, ejecutor de incontables secuestros, chantajes, torturas y asesinatos por orden de Trujillo, y descerrajarle todos los tiros de su revólver. A Navajita su prontuario no le dejaba otra alternativa que mantener una lealtad perruna a Trujillo y al régimen, para no ir a la cárcel o ser asesinado.

Aunque sabía esto muy bien, abrió la puerta e hizo entrar al general Espaillat y a su esposa, a la que besó en la mejilla y tranquilizó, pues Ligia Fernández de Espaillat había perdido el control y balbuceaba incoherencias. Navajita le dio precisiones: al acercar su auto, se dio con un tiroteo ensordecedor, de revólveres, carabinas y metralletas; en los fogonazos reconoció el Chevrolet del jefe y alcanzó a ver una figura en la pista, disparando, acaso Trujillo. No pudo prestarle ayuda; vestía de civil, no iba armado, y, ante el temor de que una bala alcanzara a Ligia, vino aquí. Había ocurrido hacía quince, a lo más veinte minutos.

—Espérame, me visto —Román subió a saltos la escalera, seguido de Mireya, que movía las manos y la cabeza como loca.

—Hay que avisar a tío Negro —exclamó, mientras él se ponía el uniforme de diario. La vio correr al teléfono y marcar, sin darle tiempo de abrir la boca. Y, aunque supo que debió impedir esa llamada, no lo hizo. Cogió el auricular, y, abotonándose la camisa, previno al general Héctor Bienvenido Trujillo:

—Acaban de informarme de un posible atentado contra Su Excelencia, en la carretera a San Cristóbal. Voy para allá. Lo mantendré informado.

Terminó de vestirse y bajó, con una carabina M—1 en las manos, que llevaba el cargador puesto. En vez de descargarle una ráfaga y acabar con Navajita, le preservó la vida otra vez y asintió cuando Espaillat, los ojillos ratoniles comidos por la preocupación, le aconsejó alertar al Estado Mayor y dar orden de inamovilidad. El general Román llamó a la Fortaleza 18 de Diciembre y comunicó a todas las guarniciones un acuartelamiento riguroso, que se cerraban las salidas de la ciudad capital, y previno a los comandantes del interior que en breve se pondría en contacto telefónico o radial con ellos, para un asunto de máxima urgencia. Estaba perdiendo un tiempo irrecuperable, pero no podía dejar de actuar de esa manera, que, pensaba, despejaría cualquier duda sobre él en la mente de Navajita.

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