—Ea, Manchego, Mancheguito —le cortó Berta—, ya pasó.
—¡Por el hijoputa de Barbosa! —gritó Manchego desencajado. Y se bebió todo el vino de un trago.
También hubo baile, a las nueve en la plaza, aprovechando la orquesta Starlight que había contratado el pueblo para celebrar las fiestas patronales y que tocó pasodobles y lady gagas en una mezcla brutal de tradición y modernidad hasta que a las diez y media se hizo el silencio para dar paso al toro de fuego.
Ya se lo había advertido Berta a sus amigos, que fueran cómodos, sin tacones, que lo del toro era serio, que ella todavía se moría de miedo sólo de pensarlo. Pero no le hicieron caso. Esperaron a puerta gayola la salida del mozo Adalberto envuelto en cohetes, y se llevaron un susto de los gordos, porque el hombre no veía bien debajo de la armadura, y se estaba quemando los brazos, así que se echó a correr sin tener en cuenta que aquella gente era forastera, pijos de Madrid, vaya, y no sabían que el que embestía era el toro y el que se apartaba el público, y se quedaron quietos, como pasmarotes, y él tuvo que gritar «¡quita de delante!» antes de arrollarlos, a cinco policías y a sus mujeres, vaya tela, los uniformes oliendo a chamusquina.
Berta se había subido al balcón del casino y desde allí gritaba desencajada, porque Manchego se había echado a correr detrás del toro, para tirarlo a la fuente, «¡que eso no se hace, que te vas a quemar!», y Adalberto trataba de escapar calle arriba.
Por fin, los mozos del pueblo redujeron a Manchego y al final el que acabó en la fuente fue él. Nada grave, sólo un chapuzón en agua fría y babas de vaca.
—Déjame que te quite la ropa —le pidió Berta, aguantándose la risa, más tranquila ya, en el dormitorio grande de la casa de sus padres—. Y métete en la cama, anda, que te vas a coger un pasmo y nos vamos a quedar sin viaje de novios.
—No me hace falta calor —respondió él, dejándose querer—. Por dentro estoy ardiendo, aunque no te lo creas.
Berta le desabrochó los botones dorados de la casaca del uniforme, le quitó la camisa, le abrió el cinturón.
Manchego la abrazó como se abraza al primer amor, con curiosidad y miedo, con los ojos cerrados, con las manos abiertas.
Y se amaron cincuenta años en una sola noche, chisporroteando y consumiéndose hasta las brasas, dos teas encendidas que jamás volvieron a apagarse.
Moira Craftsman se negó en redondo a volver a Granada para asistir a la «fantochada», como ella describió los tres días y las tres noches de celebraciones en que consistió la boda española de su hijo Atticus y en la que, según le contaron, ocurrieron cosas tan sorprendentes como que algunos hombres se rompieran las camisas y luego bailaran con la barriga al aire, los novios fueran levantados en hombros bajo una lluvia de peladillas o se cortara la corbata de Atticus con unas tijeras de cocina para repartir los trozos entre los invitados.
Prefirió ignorar los ecos de la música que retumbaron en su cabeza durante aquellos tres días y dedicarse en cuerpo y alma a ultimar los preparativos para la auténtica boda, la que tendría lugar el primer sábado de septiembre en su residencia de Kent.
Afortunadamente, la novia no había mostrado el menor interés por intervenir en la organización del evento, porque, tal y como le explicó Atticus, un poco violento al teléfono, Soleá consideraba que ya estaban casados, tanto por el rito católico como por el gitano, y había preferido marcharse de viaje de novios a Ibiza, donde las puestas de sol eran de un color inexplicable.
Tampoco esta vez pudo Moira quitarse de la cabeza el sonido de los muelles del colchón de una desvencijada cama ibicenca, que la mantuvieron despierta durante diez noches seguidas, ni el golpeteo del cabecero en la pared. Cuando cerraba los ojos veía con claridad una casita blanca, encalada, rodeada de pinos y macetas de flores, amueblada con sillas de mimbre y tapizada con rebozos mexicanos, de cuyas paredes de colores colgaban los más estrambóticos objetos de decoración. Al fondo, bajo un dosel de pareos de colores, veía una cama cubierta de almohadas y, sobre ella, a Soleá desnuda y despeinada, abrazada a Atticus como si fuera a ahogarlo. Él la amaba con desgarro, con sufrimiento, con tensión, porque había descubierto un nuevo modo de respirar sin aire, y se había dado cuenta de que sin Soleá ya no iba a poder seguir viviendo.
La escena era tan violenta que volaban plumillas blancas de las almohadas y se rasgaban las sábanas y se rompía la cama. Pero ellos seguían amándose en el suelo, como si tal cosa, sin darse cuenta de que las paredes de la casa comenzaban a temblar y los cimientos a desmoronarse.
Las invitaciones se habían enviado en mayo, dentro de unos enormes sobres forrados de papel de seda con rosas estampadas y tarjetones con la explicación, en elegantes letras de molde, del lugar, la hora, la etiqueta, la lista de regalos, los hoteles de la zona, el mapa para localizar la propiedad y la advertencia de que habría un menú especial para vegetarianos, celíacos, intolerantes a la lactosa y alérgicos a los frutos secos.
Por supuesto, la etiqueta no era otra que el chaqué claro para los caballeros y el vestido cóctel con pamela o tocado para las damas. En una línea se avisaba de que la madre del novio iría de lila, para evitar que otras invitadas utilizaran el mismo color y le hicieran sombra a la auténtica protagonista del evento.
Porque una cosa estaba clara: dado el desastre de la elección de esposa por parte de su hijo Atticus, Moira debía tomar las riendas y ocupar el lugar que le hubiera correspondido a una novia más presentable, por muy agotadora que fuera la misión que la vida le acababa de encomendar.
Lo primero, por tanto, era escoger el vestido, en Alexander McQueen o en Stella McCartney, no había más opciones, y engarzar en una diadema de seda blanca la pulsera de brillantes de la abuela Craftsman para lucirla como tiara sujetando el velo de encaje.
Los zapatos los encargó en Stuart Weitzman, a pesar de que hubiera preferido algo más tradicional, pero es que, al pasar por delante del escaparate, vio un par escandalosamente delicado y no tuvo más remedio que entrar a probárselo. Como resultaba que tenía la misma talla de pie que Soleá, Moira pudo comprobar en carne propia su comodidad y suavidad y secretamente discurrió que en cuanto terminara la boda pasaría a recogerlos a la habitación de su nuera, lo mismo que la tiara, el velo y el vestido, ya que no le correspondía a Soleá guardar aquellas delicadezas en el desván de su abuela, sino a Moira Craftsman en el vestidor de su cuarto, y, tal vez, llegado el caso, podrían ser utilizados de nuevo, cuando Atticus recuperara el juicio y se casara por segunda vez, en este hipotético caso, evidentemente, con alguna jovencita inglesa de postín.
A principios de junio empezaron a llegar los regalos de boda. Como el apartamento de Atticus llevaba varios meses deshabitado y el domicilio de la novia estaba fuera del mapa, se remitió a la casa de Kent como lugar de recepción de objetos varios y, de este modo, Moira pudo llevar la cuenta de todo lo que llegaba, dato interesante para decidir después la colocación de los invitados en las mesas, dependiendo del valor del obsequio enviado. El salón de la casa se transformó en una exposición de obras de arte, platería, porcelana, cristalería y demás enseres de fabricación fina.
En la libreta de tapas negras Moira elaboró una lista de nombres seguida de la descripción del regalo y el cálculo a ojo de lo que se había gastado cada invitado, además de una nota explicativa del grado de esfuerzo que había realizado cada uno dependiendo de su situación económica. Es decir, que no era tanto de agradecer la jarra de plata de los Cromwell como la bandeja de los Snowdon, dado lo mal que les había ido a estos últimos en los negocios desde que se hundió el sector inmobiliario.
Victoria Bestman, como siempre, se llevó el premio imaginario a la generosidad, ya que envió en una cajita de Cartier unos pendientes de brillantes que habían pertenecido a su madre, con una nota en la que advertía que aquél era un regalo hereditario y debía pasar directamente a las hijas de Atticus, sin detenerse en Soleá, que, al fin y al cabo, no era de la familia.
La abuela Craftsman, en cambio, se llevó el galardón a la falta de juicio. Se presentó sin avisar un domingo a la hora del té, al volante de un Bentley descapotable, con su chófer en el asiento del copiloto, y anunció a voz en grito que no se le ocurría mejor regalo para su nieto Atticus que semejante bólido biplaza. Había venido conduciendo desde Londres, jugándose la vida por las estrechas carreteras interiores, con el
Adagio
de Albinoni a todo volumen y un cigarro con boquilla entre los dedos. Tomaron el té en la biblioteca, el silencio denso como puré de garbanzos, después de que la abuela comentara de pasada que «tú tampoco me gustaste a mí cuando llegaste a esta casa», cosa que Moira se tomó como algo personal por mucho que Marlow trató de convencerla de lo contrario.
—¿Cómo quieres que me lo tome, Marlow?
—En abstracto, Moira, en abstracto.
Uno de los peores escollos a la hora de organizar la boda resultó ser la iglesia. La familia Craftsman no solía asistir a los servicios religiosos de la parroquia de Seven Oaks a pesar de ser grandes benefactores de ella y poseer un mausoleo en la parte trasera del cementerio, pero sí eran respetados por la comunidad y siempre habían mantenido una buena relación con el reverendo Fellow, así que, en cuanto pusieron la fecha de la boda, lo invitaron a comer para darle la noticia y encargarle la celebración religiosa.
—Imposible —se excusó—. Los chicos ya se han casado por el rito católico.
—Pues que se casen ahora por el nuestro —replicó Moira.
—La cuestión, señora Craftsman, es que, según me han informado, su hijo Atticus se bautizó y recibió los sacramentos de la Iglesia católica antes de su boda. Es decir, que ha cambiado de religión.
Después del soponcio que siguió a semejante descubrimiento, Moira despidió al pastor con cajas destempladas, echándole en cara su falta de autoridad para con sus ovejas. Luego se echó a llorar desconsoladamente al recordar lo desafortunada que había sido con sus hijos en cuestiones matrimoniales: primero, Holden, con una novia embarazada de seis meses, y ahora, Atticus, con una española católica apostólica romana.
No habría iglesia, qué vergüenza, pero sí un altar con flores en la pequeña capilla de la casa, alguien que recitara poemas de Keats y un coro de voces blancas. La novia entraría del brazo de Marlow y el novio de su propio brazo envuelto en muselina lila, ella caminaría solemne, haciendo de tripas corazón, y los invitados creerían que las lágrimas que se tragaba eran de emoción y no de rabia. Desplegaría una alfombra roja desde el salón, cruzando el
hall
. Soleá bajaría por la escalera y Atticus saldría después desde la biblioteca y se encontraría con ella en la capilla. Un poco chocante, pero podría valer.
En el jardín, entre la rosaleda y el lago, se levantó una carpa blanca de cuyo techo de lona colgaron ocho lámparas de araña y cuyas paredes se adornaron con algunos de los retratos de familia de la casa. Entre mesa y mesa plantaron árboles de verdad y los centros se encargaron a una famosa floristería de Londres: la misma que escogieron los Middleton para la boda de su hija.
Lo del menú fue una labor de diplomacia magistral por parte de Marlow, que en 1979, antes incluso de nacer sus hijos, le había prometido a su gran amigo el conde de Bradford que su restaurante, Porters, sería el encargado de servir todas y cada una de las celebraciones de su casa. Así había sucedido hasta entonces por mucho que Moira se lamentase de su suerte. Ella prefería la cocina francesa a la tradicional inglesa y hubiera dado la vida por poder servir
soufflé
y lenguado
meunière
en lugar de los consabidos crema de tomate asado al aroma de basilisco, tarrina de salmón ahumado y pastel de carne con champiñones y salsa al
brandy
, pero cuando se le ocurrió sugerirle a su esposo el cambio de costumbres, éste estalló en un discurso sin precedentes sobre la palabra dada por un caballero y su permanencia en el tiempo, la lealtad como principio, la honra como valor y el odio visceral del pueblo británico hacia los hijos de Francia como herencia inevitable. El puñetazo en la mesa que vino después fue lo que terminó de convencer a Moira de la inutilidad de sus esfuerzos. Al final, su única victoria consistió en sustituir el postre de gelatina con arándanos por una crema caramelizada y la posibilidad de ofrecer menús adaptados a las condiciones particulares de algunos de sus particulares invitados. De este modo, amparándose en alergias, intolerancias, prohibiciones religiosas, ortorexias, vegetarianismos o dificultades para masticar, logró elaborar un menú paralelo y casi clandestino que recomendó por lo bajini a todos los comensales sin excepción.
Como remate de su espanto, en el último momento descubrió que el pastel de boda, en lo alto, llevaba una reproducción comestible de Atticus y Soleá subidos a horcajadas en una trainera; detalle aportado por Holden, quien, en su propia tarta nupcial, mandó plantar una figurita de su novia embarazada llevándole a él a rastras hacia el altar.
De este modo, victoria a victoria, fracaso a fracaso, Moira logró a duras penas sobrevivir hasta el primer sábado del mes de septiembre y aparecer elegante, sonriente y pluscuamperfecta ante los invitados, que no quisieron perderse aquella boda intrigante del heredero y la gitanilla.
Lo que sucedió aquel día en la vieja casa de Kent no tiene más fundamento científico que el del duende y la brujería. Cómo si no explicar que del cielo bajara un rayo de sol capaz de despejar de nubes grises el firmamento, o que un millar de aves migratorias decidieran sobrevolar al unísono el jardín de la casa, o que al descender Soleá por las escaleras, vestida de blanco, todas las miradas quedaran atrapadas en el color azul de los ojos de Hemingway, o que aquel hechizo, el mismo que había enamorado a Atticus, poseyera una fuerza de atracción tan irresistible que todos los hombres se vieran obligados a agarrarse con fuerza a sus mujeres para no perder la cabeza y todas las mujeres estuvieran de acuerdo en anclarlos a la realidad.
Soleá, una vestal de largo cabello negro, crin de purasangre desbocado, descendió como un sueño desde un templo romano de la antigüedad y recorrió el pasillo hasta Atticus flotando envuelta en la seda de su vestido, sin tocar el suelo, sin mirar a nadie, porque para ella no existía nadie más que aquel soldado rubio que la esperaba ante el altar con los brazos abiertos y la armadura de piel.