El beso fue de nueces y castañas, de vino caliente, de chimenea encendida. Manchego y Berta, cara y cruz, uña y carne, en aquel momento recordaron cómo sonaban las campanas de San Martín en un día de boda. Cómo caía el eco de su tañido precipicio abajo hasta ir a estrellarse contra el riachuelo donde de niños se mojaban los pies. Y el sabor de la caldereta, todo el pueblo invitado, que por fin se nos casa la Berta, tan mayor, qué maja, con un chico estupendo, míralo qué buen mozo, se parece a George Clooney, pero más alto. Y el ruido de los petardos, la traca final, uno que se pone en lo alto del puente y lanza cohetes al cielo estrellado. Ése fue el beso.
El hotel, antes de ser hotel, había sido la casa palaciega de unos adinerados señores venidos a menos. Eso se notaba en que estaba lleno de recovecos, pasillos y escalones y en que el ascensor estaba incrustado en una pared de carga, un estorbo, vaya, y en que la escalera de incendios era de caoba y terminaba en una cochera con artesonado en el techo.
César Barbosa entró por la puerta de atrás, cruzó el garaje sin hacer ruido y se asomó a la oscuridad del patio. Todo era silencio menos el susurro de dos voces, una de hombre y otra de mujer, que pelaban la pava en el segundo piso.
De puntillas, rodeó el patio y al pasar por debajo de las voces le cayó un cigarro en la cabeza. Después escuchó el inconfundible sonido de los besos, pompas de jabón que estallan, y decidió que aquél era el mejor momento para pasar desapercibido entre las sombras, bien pegadito a las paredes, llegar a la puerta tras la cual dormía María, abrirla con una ganzúa de fabricación casera y darle un susto de muerte.
María había caído en un sueño profundo, inducido por el Valium, lo cual dificultó bastante el asalto. Barbosa la sacudió, la abofeteó, la salpicó con el agua que había en un vaso sobre la mesilla, la levantó sonámbula, la metió bajo la ducha fría, la golpeó con una toalla mojada y, por fin, logró que ella recobrara la angustia que había logrado dominar gracias a las drogas.
—Ponte la ropa, que nos vamos, puta —dijo en voz baja.
—¿A dónde nos vamos?
—Al Caribe, no te jode…
Tal y como había visto hacer en las películas policíacas, Barbosa anudó los extremos de la sábana con los de la colcha, y la soga resultante la ató a la barandilla del balcón. No habría más de cuatro o cinco metros de altura hasta la callecita lateral donde había aparcado la Harley Davidson, así que la punta de la sábana, al caer, se mojó con los charcos del suelo.
—¡Baja! —le ordenó a María—. Y no hagas ninguna tontería, mira que te mato.
María obedeció. Lo esperó al final de la cuerda, se subió sin rechistar a la moto de su amante, se agarró con fuerza a la chupa de cuero con letras en naranja y se dejó llevar rumbo a lo desconocido como una pluma empujada por el viento, su voluntad perdida el día mismo en el que le fue infiel a Bernabé por primera vez.
Tal vez fue consciente de que ya no volvería a ver a sus hijos, ni al hombre al que un día juró amar en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la alegría y en la tristeza, todos los días de su vida. Y si lo pensó, probablemente recordó sólo lo bueno de aquel matrimonio construido con ilusiones, fortalecido con la llegada de aquellos niños preciosos, detenido en la felicidad cotidiana del Cola-Cao y las tardes de domingo en la Casa de Campo y alimentado con los sueños de ir medrando poco a poco, bañarse en alguna playa del sur, conocer mundo, ver a sus hijos licenciarse en alguna universidad elegante y encontrarle a Bernabé, después de muchos años, la misma emoción del primer beso en el último.
La moto arrancó con el sonido brutal de las bujías multiplicado por cien al rebotar en las paredes mojadas y las calles estrechas, un ruido de mil demonios que hizo revolverse a Marlow y Moira Craftsman en sus camas y sacó a Manchego y a Berta del éxtasis de su abrazo para devolverlos a la realidad. Nada más escuchar la explosión de aquel motor y el acelerón que vino a continuación, ambos salieron corriendo hacia la habitación de María, conscientes de que ya no la encontrarían allí.
Al ver la ventana abierta y la sábana colgando, Manchego no lo pensó dos veces: se agarró con fuerza a la soga improvisada, saltó a la calle, sacó la pistola y apuntó al bultito en el que se había convertido la moto.
—¡No dispares! —exclamó Berta, asomada al balcón—. ¡Podrías darle a María!
—¡
Mecagonlamar
! —gritó Manchego, derrotado.
El inspector buscó el móvil a tientas y lo encontró en el bolsillo del pantalón. Hizo una sola llamada: a sus compañeros de la guardia civil de Granada, a los que dio la descripción de los hechos y la de las dos personas implicadas en el secuestro.
Berta, por su parte, también sacó su móvil. Con dedos temblorosos, llamó a Soleá.
—¡Soleá, haz algo, que Barbosa acaba de llevarse a María en la moto!
—¿Por dónde se han ido?
—Por la calle de detrás del hotel, la que sube para arriba.
Soleá colgó sin pedir más explicaciones. Acababa de llegar a casa después de pasar la mejor tarde de su vida envuelta en las caricias de Atticus. Él la había dejado al otro lado de la cancela, como si le costara un esfuerzo insuperable separarse de ella, aunque sólo fuera por unas horas, hasta que volviera a amanecer y pudiera llamar otra vez a la puerta, dar los buenos días e invitarse a desayunar, para verla recién levantada y comprobar que era cierto, que Soleá existía y le pertenecía.
—¿Arcángel? ¿Primo?
—¿Qué pasa, prima?
Las explicaciones de Soleá, probablemente, fueron desastrosas. Pero al Arcángel le bastaron tres o cuatro palabras más o menos coherentes para entender que había que perseguir una Harley Davidson por el Camino del Monte y darle una paliza al hijoputa que la conducía, que acababa de secuestrar a una amiga de su prima, y eso no se lo iban a consentir, ni los Heredia, ni los Amaya, ni ninguno de los primos del
Albicín
de Granada, entendiendo por primo la amplia acepción del término que se utilizaba en aquella familia.
Total, que en menos de dos minutos aquella llamada se había convertido en una
yihad
que involucraba a más de doscientos hombres despiadados dispuestos a descoyuntar a Barbosa. Unos en coche, otros a pie, otros en moto y muchos en furgonetas cercaron el Sacromonte, las calles adyacentes, el perímetro de la ciudad vieja, las nuevas salidas a las autopistas y, en algún punto inconcreto, se mezclaron con la policía nacional y la guardia civil, desconcertados los unos y otros al encontrarse luchando en el mismo bando por una vez en la vida, un ejército variopinto de uniformes, coches oficiales, Seat Lagunas, camisas negras, armas reglamentarias y varas de Talavera, la ciudad tomada por la gente buena para detener al malvado Barbosa, enemigo de Manchego y de Soleá a partes iguales.
César Barbosa no podía creer lo que veía. Calle por la que pretendía escapar, calle que encontraba cortada por la muchedumbre: seis o siete hombres armados dándole caza en cada esquina, esperándole con el brillo de los cuchillos, de los dientes de oro, de los crucifijos o de las placas policiales. Todos de acuerdo en una sola cosa, una sola noche: acabar con él.
A la desesperada, detuvo la moto en una calle ancha. Agarró a María por los pelos. Gritó:
—¡La mato! ¡O me dejáis salir de aquí u os juro que la mato ahora mismo! —Tenía una navaja en la mano y la mano muy cerca de la garganta de María.
—¡Quieto todo el mundo! —ordenó un jefe de policía, que tomó el mando en aquel momento—. ¡Necesitamos un negociador!
Pero de entre el gentío surgió otra voz más fuerte, más autoritaria y más indiscutible.
—¿¡Qué coño un negociador!? —bramó Manchego saltándose el cerco y entrando al galope en la calle donde Barbosa amenazaba con cortarle el pescuezo a la aterrada María.
El impacto de Manchego contra Barbosa se llevó por delante a María, la Harley Davidson, una papelera llena de porquería y un cartel que anunciaba un recital flamenco. Los dos hombres rodaron por el suelo, lucharon como gladiadores, sangraron, gimieron, se golpearon, se machacaron, y el resto de los espectadores miraron, como bobos, sin intervenir en aquel duelo no se sabe por qué, hasta que Berta, con voz de pito, logró hacerse oír por encima del escándalo:
—¡Alguien que le ayude, joder!
Eso dijo: «Joder». Por primera vez en su vida, Berta Quiñones utilizó una palabra malsonante, probablemente la única que se sabía, porque le pareció que la otra posibilidad —«alguien que le ayude, por favor»— no iba a tener el efecto deseado en su auditorio. Fue un taco consciente, planeado y eficaz que luego le recordarían toda su vida Manchego y sus amigos atragantados de risa en cualquier celebración. Sobre todo, por el tono agudo de su voz y el color grana de su cara desencajada.
—No tiene ninguna gracia —se quejaría ella, ofendida.
Y Manchego la rodearía con sus brazos para callarle la boca a besos.
El caso es que el grito de Berta logró romper el hechizo que había paralizado a todos los presentes y los trajo de vuelta a la vida. Más de veinte hombres fornidos, entre policías y primos Heredia, hicieron falta para reducir por fin a Barbosa y liberar a María. Pero lo verdaderamente difícil fue decidir después quién se quedaría con la presa, la cual se disputaban con el mismo derecho los defensores de las leyes civiles y los defensores de las leyes gitanas. Ganó la guardia civil, claro, pero a cambio y en agradecimiento por la ayuda prestada en el asunto de la detención de Barbosa, le entregaron al Tomás, como representante de la familia, una imagen de la Virgen del Pilar, a tamaño real, que simbolizaba la amistad y colaboración entre uno y otro cuerpo.
Lo cierto es que aquella noche los únicos que durmieron como dos angelotes, gracias a una infusión de hierbas «
made in Candela
», fueron Marlow y Moira Craftsman. Y no sólo conciliaron el sueño a las mil maravillas, sino que, por alguna extraña razón, durante la noche se avivó el fuego de su relación desganada y les entró hambre de lobo —qué tendría el té de la
señá
Candela— y al despertar a la mañana del día siguiente se amaron apasionadamente, como dos fieras salvajes, con dientes y uñas, gruñidos y arañazos, una batalla campal que agotó sus fuerzas hasta la hora de comer.
El resto de los habitantes del Sacromonte se reunieron aquella madrugada en la cueva de la Dolores para celebrar la captura de Barbosa con un guitarreo y unas copitas que atronaron como una tormenta tropical a la ciudad nueva de Granada. Esa noche hubo más de mil protestas desatendidas en la centralita de la policía municipal, por orden y consejo del jefe provincial de la guardia civil, el cual, junto con una decena de compañeros, formaba parte de aquella jarana de medianoche.
Cantaron y bailaron hasta que les dolieron las manos de dar palmas y los pies del taconeo, las uñas de enredarse en las cuerdas de las guitarras y los dedos de golpear los cajones flamencos, porque, tal y como recordó la Dolores a voz en grito, esa noche había mucho que celebrar: por una parte, que Barbosa estaría mucho tiempo entre rejas y, por otra, que la Soleá había encontrado al hombre de su vida, el Tico de la Dolores, gitano de corazón y de vestimenta, y de costumbres arraigadas, que no iba a haber ya quien lo sacara de allí, al Tico, de su nueva tierra, de su nueva identidad, de su nueva familia.
—¿Qué te pongo, Tico? —le preguntó su futura suegra con picardía.
—Jamón mismo —respondió él, y añadió—: ¡Voto a bríos!
Después de su insólita sesión amatoria desenfrenada, aquella mañana Marlow Craftsman estaba desayunando molletes con aceite, tomate y jamón en el patio alicatado de azulejos del hotelito con encanto cuando recibió la visita de su hijo Atticus, el cual venía sin haber pegado ojo en toda la noche, con las yemas de los dedos en carne viva y la garganta escocida. Pidió un vaso de agua del grifo y se sentó frente a su padre en aquella mesita para dos, el pelo revuelto y la ropa de anoche.
Siempre se habían llevado bien. Tal vez por oposición con su hermano Holden, el rebelde, que jamás se había doblegado a la autoridad paterna y había hecho siempre lo que le había venido en gana. La compenetración entre Marlow y Atticus era tanta que les bastaba con mirarse sin decirse nada para saber lo que estaban pensando en cada momento.
—Los negocios son los negocios —dijo Marlow—. No somos una ONG.
—Pero, padre…
—Ya hemos perdido mucho dinero con
Librarte
.
—No hubiéramos perdido tanto si no nos hubieran robado —protestó Atticus—. Concédenos un préstamo —le suplicó en primera persona, como si él también formara parte del desastre.
—¿Con qué garantías, Atticus? —replicó Marlow—.
Librarte
no tiene lectores, ni anunciantes, ni nombre, ni nada.
—Pero los tendrá. Ya lo verás.
Marlow negó con la cabeza y engulló medio mollete. El aceite le resbaló por la comisura de los labios. Tras unos segundos en silencio, Atticus tuvo una idea. Mientras su padre devoraba el desayuno, elaboró mentalmente un plan con el que lograría salvar de la quema aquella empresa y a sus trabajadoras. Él mismo, si era necesario, se pondría al frente del proyecto.
Librarte
se relanzaría, renacería de sus cenizas, como el ave fénix, gracias a la ayuda de Remedios Heredia, de su nieta Soleá y del mismísimo Hemingway.
—De acuerdo —se envalentonó—. ¿Quieres garantías? ¡Pues yo te daré garantías!
Entonces, se levantó de la mesa arrastrando la silla, agarró a su padre por el brazo, lo sacó del hotel empujado por una furia de sangre caliente, lo guio por las callejuelas y lo plantó a la puerta del carmen de las Heredia.
Llamó con fuerza, esperaron.
La familia estaba repartida en varias casas del Sacromonte. Unos habían encontrado alojamiento en sofás, colchonetas, hamacas o camas compartidas, otros continuaban todavía en la cueva la Dolores, a punto de caerse desmayados al suelo, y los demás dormían plácidamente en el maletero de sus furgonetas. La única que estaba despierta a aquella tardía hora del mediodía era la Remedios, enfundada en su bata de faena, con el delantal salpicado de tomate, los cabellos grises recogidos en un moño, la cara lavada, los andares ágiles de tanto yoga y la sonrisa de los dientes de oro, lista para enfrentarse a un día de papas con bacalao, resaca colectiva y sobremesa de historias viejas.
Para lo que no estaba preparada era para la sorpresa de encontrarse frente a la cara de póquer de Marlow y la excitación de Atticus, quien, nada más verla, se lanzó a sus brazos y la cubrió de besos sonoros.