Lan se puso en pie con dificultad y se sacudió la ropa. Tenía algunas magulladuras, pero seguía de una pieza. A pesar de la herida en la rodilla, podía caminar sin problemas. Aquella ruptura había sido mucho más violenta que las demás. No había respetado los Límites de su clan, y probablemente tampoco los de ningún otro; por lo tanto, si su madre y sus amigos seguían con vida, podrían haber ido a parar a lugares distintos. Todos se habían perdido, pero no pensaba darse por vencida tan pronto.
—¡Mamáaaa! —gritó con todas sus fuerzas, a pesar de que se estaba quedando afónica—. ¡MAMÁAA!
No obtuvo respuesta.
Anduvo desorientada algunos pasos, hasta que se dirigió hacia las ruinas sepultadas en la arena. Tal vez allí encontraría una pista.
Escarbó con la intención de liberar la puerta principal de lo que parecía una casa semienterrada, pero le fue completamente imposible. Cuando sacaba un puñado de tierra, ésta volvía a su lugar con rapidez. La arena de aquel desierto era tan fina que se colaba incluso por las fisuras más diminutas. Era la primera vez que se encontraba en un lugar así, nunca había tocado una tierra tan suave y caliente. Durante unos instantes, Lan observó cómo la arena se filtraba entre sus dedos, y entonces recordó que aún llevaba las herramientas de jardinería colgadas en su cinturón. Extrajo rápidamente su pequeña pala y trató de desenterrar lo que quedaba de la construcción.
Al cabo de un rato, cuando se le empezaron a cansar los brazos, comprendió que, aunque lograra acceder al interior de la vivienda, allí dentro no encontraría más que cadáveres, así que decidió dejarlo estar y probar con sus amigos.
—¡Naaao! —chilló.
Una vez más, silencio.
—¡Mooona!
Siguió gritando en busca de auxilio. Llamando a su madre, a sus amigos, a quienquiera que pudiese oírla, hasta que se quedó con apenas un hilo de voz y, exhausta, se tendió en la arena.
Estaba completamente sola. No sabía si su madre aún seguía viva, si sus amigos se habían desplazado en solitario, como ella, o habían tenido la suerte de perderse en grupo con otra gente. Le pareció lejano el momento en que su amigo la había arropado entre sus brazos, aunque en realidad no habían transcurrido más que un par de horas. Lamentó no haber tenido tiempo de agradecerle que creyera en ella; Nao siempre se ponía de su parte. Incluso para una chica de Linde, resultaba difícil aceptar que la naturaleza podía arrebatárselo todo en un instante.
—Estéis donde estéis… os encontraré —pensó, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
La muchacha se puso la mano en la frente haciendo visera y trató de ver tan lejos como pudo. No había ni rastro de nada, excepto de la aridez más absoluta. Probablemente, había ido a parar al peor lugar del mundo después de la Herida. No tenía ni idea de lo que debía hacer para sobrevivir en esas condiciones tan extremas, pero, aun así, decidió intentarlo. Tenía que volver a casa, costara lo que costara.
Se puso en pie de nuevo para tratar de adivinar dónde se hallaba el norte mediante la situación del sol, la dirección en la que se desplazaban las dunas y otros rasgos del paisaje; sin embargo, no sabía lo suficiente, por lo que decidió caminar sin rumbo fijo, confiando en que tarde o temprano encontraría alguna indicación.
Tenía hambre, sed y calor, mucho calor. Lan pensó en su padre, ya que probablemente había pasado por lo mismo que ella. Fírel era un Corredor entrenado para salir airoso de las situaciones más peligrosas, pero, aun así, se perdió para siempre. ¿Cómo pretendía encontrar ella su hogar si ni siquiera los exploradores más expertos lo conseguían? Sabía que era prácticamente imposible, pero no podía hacer otra cosa. Si se quedaba quieta, moriría de todas formas.
Marchó durante horas sorteando las dunas más altas y oteando el horizonte en busca de sombra; sin embargo, el paisaje parecía repetirse una y otra vez. Empezó a sentir la boca seca y las piernas debilitadas, y entonces supo que necesitaba descansar.
Lan se dejó caer en el suelo, la arena ardía como fuego. Estaba convencida de que, si nada cambiaba, no tardaría en perder el conocimiento. Pero algo le hizo recuperar la esperanza. En lo alto de una duna, le pareció reconocer la silueta de un grupo de plantas meciéndose con el viento.
La muchacha hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y se convenció a sí misma de que quizás esas plantas formaran parte de un oasis. Estaba deshidratada, era su última oportunidad. Remontó el montículo, temiendo que sólo se tratara de un espejismo y, cuando al fin llegó a su cima, descubrió que aquella especie de arbusto era muy real, aunque le resultaba completamente desconocido.
Gracias al invernadero de su padre, sabia mejor que nadie que alimentarse de una planta de la que no se conocen todas las propiedades puede resultar muy peligroso. Algunas pueden tener efectos sedantes, otras provocar alucinaciones, muchas de ellas incluso ser letales. Pero ¿qué otra opción le quedaba?
Lan se acercó al arbusto y examinó sus hojas con detenimiento. Eran suaves como pluma, poseían unos colores intensos que iban del verde al rojo, y en su interior no albergaba ningún tipo de savia.
—Vaya planta más rara —se dijo—. Nunca he visto nada parecido.
La muchacha cortó una de las hojas y se la llevó a la boca. Su padre le había explicado que, cuando se trata de sobrevivir, existía un método para descartar la mayoría de plantas venenosas. Bastaba con acomodar un trocito de hoja en la punta de la lengua; si en un par de minutos no se te había adormecido ni sentías picor, ni ninguna clase de efecto adverso, lo más probable es que fuera comestible y no entrañara mayor peligro que una indigestión.
Lan paladeó el trocito de hoja, tratando de extraer todo el líquido que pudiera contener, pero aquella planta estaba realmente seca.
—No hay forma de comer esto sin atragantarme —pensó en voz alta—. Estas hojas sólo servirían de decoración para el pelo —dijo, escupiendo el trocito que se había llevado a la boca.
Observó el arbusto con detenimiento, y entonces recordó que muchas plantas que crecían en ambientes hostiles adaptaban su aspecto al entorno y a menudo protegían lo más importante bajo tierra. Así que, sin dudarlo ni un instante, cavó en la arena con una de sus herramientas y extrajo un puñado de raíces.
—Pero ¿qué demonios es esto? —dijo desconcertada.
Los extremos de aquellos filamentos alojaban una especie de cristales con burbujas en su interior. Lan comprobó su dureza con los dedos y descubrió que en realidad eran blandos y que podían romperse fácilmente para liberar el líquido que contenían. Rápidamente, se llevó uno de los cristales a la boca y jugueteó con él en la lengua. Tenía un sabor muy agradable, parecido a la caña de azúcar que crecía junto a los lagos de Salvia, pero mucho más refrescante, con un toque cítrico. Cuando le pareció que el fruto de aquella planta podía consumirse, se llenó la boca de cristales y los masticó salvajemente. Tenía tanta sed que se los habría comido todos; pero, como no sabía cuándo volvería a tropezar con una de esas plantas, decidió recolectar el resto y guardárselo en el bolsillo.
Ahora que había recobrado las fuerzas, analizó la situación con detenimiento y decidió descansar las piernas unos minutos. Seguía sin saber dónde se encontraba ni cómo salir de allí, pero no pensaba rendirse.
Si racionaba los frutos y tenía la suerte de encontrar algunas plantas más, tal vez podría seguir caminando en la misma dirección durante varios días y acabaría encontrando un clan.
Anduvo durante horas hasta que el sol se ocultó en el horizonte y la oscuridad la envolvió. Sin luz, era inútil seguir avanzando, ya que corría el riesgo de caminar en círculo, de manera que se acurrucó sobre sí misma e intentó dormir un rato. No le iba a resultar nada fácil alejar de su mente todo lo ocurrido durante el día; pero, si quería seguir viva, tenía que descansar.
***
A la mañana siguiente, a Lan la despertó un breve temblor. Las dunas aparecieron recortadas por el cielo violeta. La brisa del amanecer despejó a la muchacha y renovó sus fuerzas para poder enfrentarse a una nueva jornada. Debía aprovechar al máximo aquellas primeras horas del día para avanzar, antes de que el sol llegara a su cénit.
Extendió con sumo cuidado la pierna herida, y entonces los restos de sangre reseca le estiraron la piel de la rodilla, causándole tanto dolor que no pudo evitar maldecir a viva voz. No tenía nada con lo que desinfectarla, así que volvió a bajarse la pernera del pantalón y se resignó a seguir soportando el escozor. Antes de ponerse en pie, se llevó a la boca algunos de los cristales que guardaba en los bolsillos y vació las botas en la arena.
Lan suspiró, recordando que en Salvia, a la misma hora de un día cualquiera, aún estaría durmiendo a pierna suelta. Solía ser Nao el que la despertaba, ya que, antes de que saliera el sol, el muchacho entrenaba a escondidas de sus padres para convertirse en Corredor. Bien pensado, no echaba demasiado de menos la forma en que la despertaba, ya que siempre se le ocurría alguna excentricidad para sacarla de quicio; como cuando le metió en la cama dos lémures de ojos verdes que terminaron por comerse parte de su almohada.
Una vez levantada, a la muchacha le pareció sentir una ligera vibración en la planta de los pies. Al cabo de un instante, observó unos extraños surcos en la arena. Parecía algún tipo de huella, similar a la que deja un arado. Lan pensó que debía de ser reciente, ya que el aire no la había desdibujado, así que decidió seguirla para ver hasta dónde la conducía.
Descendió la duna siguiendo el rastro, caminando hasta comprobar que cada vez había más huellas. Seguía sin saber qué perseguía, pero pensó que, fuera quien fuera el responsable de esas marcas, lo más probable es que regresara a su hogar o, en el peor de los casos, buscara un lugar donde refugiarse. Quizá se trataba de un Corredor, o de otro superviviente de la ruptura con el que podría aliarse.
Tras varias horas siguiendo diligentemente las líneas, observó algo que de ningún modo había previsto: aquellos surcos aparecían a medida que ella caminaba.
—Eso es… imposible —farfulló, desconcertada.
Pensó que estaba perdiendo la cabeza. Las marcas empezaron a cruzarse entre ellas, formando toda clase de curvas sinuosas y figuras zigzagueantes.
—No lo entiendo —siguió murmurando.
Segundos después, las líneas se separaron, siguiendo una misma ruta en paralelo. Cada vez avanzaban más rápido, así que Lan tuvo que echar a correr para seguir su ritmo.
De pronto, uno de los surcos se detuvo, justo entre sus pies. La muchacha entrecerró los ojos para enfocar la imagen, después se agachó con ánimo de examinarlo de cerca y… ¡Una gigantesca bestia negra de cuerpo alargado surgió furiosa de la arena, serpenteando como una cinta al viento!
—¡¡¡ROOOAAAAAAR!!! —rugió el animal.
Lan gritó histérica. Pensó que el corazón se le iba a salir del pecho, que había llegado su hora. Esquivó al monstruo ágilmente y luego observó, atónita, cómo se introducía de nuevo en la arena. ¿Acaso se trataba de una alucinación producida por los cristales? Suspiró, convencida de que se había intoxicado y estaba viviendo una especie de pesadilla; pero entonces aparecieron más criaturas, saltando como un banco de peces voladores que entraban y salían a su antojo de aquel océano de arena.
Tres de esos animales se dirigían hacia ella, así que empezó a correr con todas sus fuerzas. Tenía que sobrevivir, se había prometido a sí misma que debía encontrar el camino a casa para recuperar a su madre y sus amigos. Los monstruos siguieron avanzando, levantando un densa nube de polvo a su alrededor. Aparecieron nuevas marcas en el suelo. Lan comprendió que aquellas líneas eran el rastro que dejaban sus colas cuando buceaban bajo tierra y que no tardaría en aparecer el resto de la manada.
—Corre. ¡Corre! ¡¡¡Correee!!!
La muchacha observó de cerca el rostro de una de esas temibles bestias; estaba cubierto de escamas negras y brillantes, tenía los ojos diminutos y una gran mandíbula, surtida de dientes afilados como cuchillos.
Continuó corriendo tan rápido como pudo, hasta que oyó un fuerte crujido. Temió que la Quietud fuera a romperse de nuevo, pero poco después descubrió que el sonido procedía de aquellas criaturas. ¡Masticaban piedras! Cuando se sumergían en la arena lo hacían con la boca abierta, como si se estuvieran alimentando, dejando a su paso túneles subterráneos que el viento no tardaría en cubrir. Inmersa en la estampida, a Lan se le hacía cada vez más difícil esquivar las peligrosas colas de los come-tierra. Se había armado un gran estruendo, y la polvareda no permitía ver más allá de unos pocos metros.
La muchacha estaba muerta de miedo, sabía que no podía hacer otra cosa que correr. De improviso, una de las bestias se interpuso en su camino y la golpeó con su cola, haciéndola volar varios metros hasta el lomo de otra de sus compañeras. Lan se agarró con fuerza al animal e intentó soportar el dolor, pero no pudo evitar soltar un grito desgarrador. La criatura abrió las tragaderas para introducirse de nuevo en la arena y entonces la muchacha se vio a la puerta de la muerte.
—¡Oh, no! ¡No! ¡No-no-no! ¡NOOO! —chilló histérica.
Tuvo que tomar una decisión rápida; saltó del lomo de un animal a la cola de otro hasta dejarse caer rodando al suelo. Giró como una peonza en un caos de arena y polvo, vio pasar por encima los cuerpos alargados de los monstruos y, finalmente, como si de una señal del destino se tratase, descubrió anonadada que el silbato de Nao se encontraba enredado en la pata de uno de los animales.
—¡Naaao! —lo llamó esperanzada—. ¡¡¡NAOOO!!!
Para variar no obtuvo respuesta alguna, pero seguía sin darse por vencida. Lan apretó los puños y empezó a correr a toda velocidad hasta que logró alcanzar de nuevo al come-tierra. Luego, saltó sobre él y se agarró tan fuerte como pudo. Sabía que el animal no tardaría en sumergirse otra vez, así que tanteó su cinturón de trabajo para extraer el cuchillo, que aunque no era muy grande estaba bien afilado, y estiró el brazo con la intención de alcanzar el silbato de su amigo. Tras varios intentos, consiguió acercarlo lo suficiente como para alcanzarlo con la punta de los dedos y cortar la cuerda.
¡Lo había recuperado! Aunque Lan estaba segura de que algún día se lo devolvería a Nao, mientras tanto no podía perder la oportunidad; se lo llevó a los labios con la certeza de que, si había algún
wimo
cerca, vendría a su encuentro. Silbó tan fuerte que el monstruo, molesto, se agitó con ferocidad, haciéndole perder el equilibrio y lanzándola por los aires.