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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

La Estrella (12 page)

BOOK: La Estrella
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—¿Qué haces, muchacha? ¡Tienes la cabeza llena de pajaritos! —bromeó Embo—. Venga, vamos. Toma asiento. —La instó dando golpecitos en la grada.

Lan observó por última vez al chico, que permanecía con el semblante serio junto a su padre, y después obedeció al anciano.

Era de noche y, como siempre en aquella ciudad, el cielo seguía encapotado. Aunque la luna se abría paso entre las nubes, a Lan le llamó la atención la ausencia total de estrellas. Pensó que la mayoría de esa gente no las había visto nunca y se sintió de lo más afortunada. Recordó los largos ratos que pasaba a solas en el tejado de su casa, contemplando el firmamento sin ninguna otra preocupación.

La luz de los molinos de cuarzo candil bañaba las gradas con largos intervalos intermitentes de luz naranja, azul, roja y verde… No deslumbraba, era un brillo suave y relajante como el de la llama de una vela. Lan contempló al pueblo de Rundaris reunido en aquel extraño cráter y entonces recordó las hogueras de Salvia. Luego se entretuvo analizando el aspecto de sus habitantes, tratando de clasificarlos en grupos.

Le resultó curioso ver que lucían una especie de paraguas de metal bruñido, algo en lo que ya había reparado al caminar por algunas calles de la ciudad. Parecía evidente que éstos pertenecían a la clase más acomodada. La muchacha no entendía la utilidad de aquellos complementos, ya que no llovía y a esas horas tampoco podía ser utilizado como sombrillas, pero tenía claro que sólo podían permitírselo los más ricos. Por otro lado estaba la clase media, la más multitudinaria; aunque no parecían preocuparse por los lujos innecesarios, todos vestían con abrigo. «Estará de moda», pensó. Le resultó insólito que los ricos se resguardaran de la lluvia y del sol, aun siendo una noche realmente seca, y el resto de la gente se empeñara en vestir de abrigo, a pesar de las elevadas temperaturas. Empezaba a pensar que los rundaritas estaban algo chiflados.

Para finalizar, existía también un pequeño grupo de hombres que ni llevaban paraguas ni vestían excéntricos abrigos. Al principio pensó que eran gente despreocupada, pero después advirtió que eran lo más parecido a un vagabundo.

A Lan se le ocurrió llamarlos «los Jaspeados» porque su piel no poseía un color uniforme; no era blanca ni negra, roja ni amarilla, su piel parecía haber sufrido algún tipo de despigmentación. Algunos lucían un brazo teja y el otro mostaza, una mejilla blanca salpicada de negro y la otra de amarillo. Cualquiera habría dicho que la piel se les estaba cayendo a tiras, pero resultaba evidente que sólo se estaban destiñendo.

—¿Un caramelo? —le ofreció el joven que se había sentado detrás de ella.

—No, gracias… —respondió, fijándose en que aquel chico era toda una rareza.

Su pelo trigueño caía largo y despeinado sobre su abrigo con hombreras varias tallas más grande de lo que le correspondía, adornado con plumas y probablemente tejido con piel de vaca peluda. Asimismo, también lucía un paraguas metálico, aunque en su caso éste no brillaba lo más mínimo, ya que estaba tan oxidado como la Esfera de los Errantes. Lan lo miró fijamente, descubriendo que a menudo cruzaba los ojos y que su piel lo identificaba como uno de los Jaspeados.

—No le hagas mucho caso —le susurró Embo al oído—, es el hijo de Mezvan.

—¡¿Qué?! —exclamó.

—¡Baja la voz!

—Lo siento —se disculpó.

—No es un mal muchacho, pero suele meterse en líos. Le falta un tornillo —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Tú ya me entiendes.

Lan se giró disimuladamente para controlar al hijo del rey, pero éste parecía haber perdido el interés en cualquiera otra cosa que no fuera seguir con la mirada una y otra vez el recorrido de las aspas de uno de los molinos de cuarzo.

Cuando todo el mundo se hubo sentado, se escuchó el tañido de unas enormes campanas de cristal y luego el cráter quedó en silencio. Sin excepción, todos permanecían atentos al círculo central.

Mezvan hizo acto de presencia con paso firme y una sonrisa asomando bajo la barba:

—Ciudadanos, los Intocables han vuelto a nuestra querida ciudad para ilustrarnos con su sabiduría y darnos buenos consejos —retumbó su voz en el eco de las paredes. La multitud asintió al unísono; parecían haberse convertido en autómatas: respetaban a su rey más allá de lo imaginable—. Han recorrido un largo camino para llegar hasta aquí, así que os ruego el máximo respeto.

Seguía sin oírse nada más que el rítmico sonido que emitían las aspas de los molinos al girar. La gente estaba expectante.

Acto seguido, los Errantes salieron de uno de los túneles de lava. Estaba la comitiva al completo, con su líder a la cabeza. Cuando todos hubieron entrado en la arena, se sumaron El Verde y su hijo.

El Guía levantó las palmas de las manos teatralmente para reclamar la atención de los espectadores, y entonces inició su discurso.

—Habitantes de Rundaris —se dirigió a ellos con un tono de voz firme, pero no severo—, una vez más os visitamos para informaros del estado de salud de nuestro querido planeta y, aunque esta vez no traemos buenas noticias, os rogamos fuerza y valor.

Como en su clan, la gente contuvo la respiración.

—La Herida se está haciendo cada vez más grande y…

En ese instante, Lan dejó de prestar atención a Nicar. Ya había escuchado ese discurso antes y no deseaba volver a sentir la tristeza que la embargó la primera vez. Además, ahora sabía que los Errantes no decían toda la verdad y por lo tanto había dejado de creer en ellos. ¿Quién le asegura que aquello no era puro teatro, que no se trataba de una patraña? El Secuestrador había reconocido que ya no podían hacer nada para arreglarlo, así que lo mejor era dejarse llevar y pensar en la forma de encontrar a su madre.

Lan distinguió a la pelirroja entre el grupo de Caminantes, pero se dedicó a observar al Secuestrador. A pesar de su arrogancia, la muchacha era consciente de que se había creado un vínculo entre ellos. De alguna manera, todo lo ocurrido había afectado a los dos por igual. Aunque no le agradaba la idea de trabajar con él en el invernadero, Lan se convenció de que aquello sería una buena oportunidad para interrogarlo y, quién sabe, incluso para pedirle un consejo. Si algo le había quedado claro era que los Errantes sabían mucho más de lo que nunca admitirían y que, si quería recuperar a sus amigos, aliarse con uno de ellos le resultaría beneficioso.

El chico permanecía tieso como un palo. Lan sabía que, aunque el Secuestrador no comulgaba con las ideas de su Guía, se esforzaba por interpretar el papel de Errante comprometido con la causa. La muchacha entrecerró los ojos para escrutarlo mejor y entonces repasó su cuidado cabello oscuro, las desvencijadas ropas que vestía, y que le daban un aire desenfadado, a su cuello, estirado como el de un cisn…

Y entonces escuchó su voz susurrándole al oído: «
Deja de mirarme
».

Lan se puso colorada. ¡Lo había vuelto a hacer! ¿Por qué podía susurrarle desde tan lejos? ¿Cómo podía haberse dado cuenta de que lo estaba observando? Tragó saliva y agachó la cabeza para disimular que se estaba muriendo de vergüenza. Después fingió que escuchaba a Nicar con interés y se cruzó de piernas.

—Terrible, es terrible… —murmuraba Embo una y otra vez.

Maese Nicar terminó su discurso y por fin tomó asiento. Los habitantes de Rundaris seguían en silencio, tratando de asimilar la información. La luz bañaba las gradas cercenándoles el ánimo. Las estrellas seguían sin aparecer. Cada vez hacía más calor. Y de repente, una exultante columna de agua surgió a alta presión entre los molinos de cuarzo. Nadie le prestó atención, pero Lan se dio un buen susto.

—Es el generador —le indicó su compañero—. El géiser más grande de la montaña despierta varias veces al día, activando la bomba hidráulica que…

La muchacha dejó de escuchar al anciano. Su corazón seguía latiendo deprisa. «Deja de mirarme», recordó.

Poco a poco, la gente hizo exactamente las mismas preguntas que en su clan: ¿Qué debían hacer para protegerse? ¿Cómo podían evitar que la Herida empeorara? Y todos obtuvieron las mismas respuestas.

A Lan le pareció que los Caminantes de la Estrella se habían convertido en los mensajeros del horror. Anunciaban que el mundo se iba a acabar y que nadie podía impedirlo.

La gente empezó a ponerse de pie con pesadez. La fiesta había terminado antes de tiempo y todos querían volver a sus casas cuanto antes. En Salvia organizaban toda clase de bailes y festejos, y estaba segura de que una ciudad como Rundaris también tendría toda clase de actos preparados; pero la tristeza se había adueñado de sus habitantes. La historia se repetía. No había nada que celebrar.

Un trueno se oyó a lo lejos.

—¡Lan! —escuchó.

La muchacha miró a uno y otro lado.

—¡Laaan! —gritó alguien otra vez.

—¿Mona? —murmuró ilusionada.

—¡Por fin te encuentro! —celebró la niña—. ¡Ja, ja, ja! —rio mientras se fundían en un fuerte abrazo.

—¡MONAAA! —gritó con lagrimas en los ojos.

La niña apretó tan fuerte a su amiga que apenas la dejaba respirar.

—Pensaba que habías muerto. —dijo apenada.

—Y yo que te habías perdido.

Un relámpago irrumpió en el cráter, alterando el ritmo de la luz marcado por las aspas de cuarzo.

—¿Sabes algo de mi madre? —se apresuró a preguntarle, sosteniéndola de los hombros con firmeza.

La niña bajó la mirada y luego negó con la cabeza.

—Lo siento… me perdí con la señora Orlaya y Priez, el fortachón; pero no te preocupes, seguro que tu madre está viva. Ya lo verás… —trató de consolarla.

Lan sonrió, agradeciéndole con su cariño, y después la miro de nuevo a los ojos.

—Lo siento, yo… soy una maleducada. Ni siquiera te he preguntado cómo estás.

—Me encuentro perfectamente —respondió arqueando los ojos—. Ya se me han curado las heridas y aquí me han cuidado muy bien. Esta ciudad es de lo más acogedora, ¿verdad?

Lan supo al instante que su amiga fingía. Mona siempre procuraba ayudar, era una niña muy considerada; ocupaba sus sentimientos para no afectar a los demás aunque, a menudo, era ella la que necesitaba ser consolada.

La muchacha abrazó a su amiga de nuevo, esta vez con suavidad, y le dijo:

—También encontraremos a tus padres, Mona. Te lo prometo.

Un último trueno inicio la tormenta. Mona rompió en llanto, pero sus lágrimas se confundieron con gotas de lluvia y Lan no se dio cuenta.

—¡Lluvia ácida! —exclamó Embo—. Rápido, jovencitas, tenemos que ponernos a cubierto de inmediato —las apremió, empezando a caminar despavorido.

Los rundaritas abrieron sus paraguas metálicos rápidamente, convirtiendo la muchedumbre en una forma errática repleta de círculos brillantes. Mona se cubrió la cabeza con la capucha de su gracioso chubasquero y dijo:

—Tengo que volver. No quiero preocupar a la señora Orlaya.

Lan asintió, fascinada por la fortaleza de su amiga.

—¡Seguiremos en contacto! ¿Vale? —gritó mientras se abría paso entre la multitud.

La muchacha cerró los ojos de la misma forma que en la caverna, sintiendo las gotas deslizándosele por el rostro; la lluvia ácida escocía al contacto con la piel y olía a azufre. Aquél era uno más de los inconvenientes que tenía vivir junto a un volcán. Cuando los abrió de nuevo, la gente de su fila había desaparecido y frente a ella sólo quedaba el Secuestrador, que estaba completamente empapado.

—Ten. Yo no lo necesito —dijo, ofreciéndole un paraguas.

—Gracias —farfulló, el chico se dio la vuelta y se marchó evitando el gentío.

Lan abrió el paraguas y contempló Las Aspas por última vez. El cielo encapotado. Su extraña luz. Su eco perturbador. Bajo la lluvia ácida, los Errantes habían vuelto a corroer una ciudad con sus palabras envenenadas. Y entonces le asaltó un dilema: ¿Valía la pena advertir a la gente de que el Linde se estaba muriendo o resultaría más noble ocultárselo, para que continuaran viviendo en la ignorancia, pero felices al fin y al cabo?

10

Corazas

L
an despertó con los primeros rayos del alba. Aunque agradecía volver a dormir en una habitación propia, con una cama mullida mucho más cómoda que los improvisados colchones de los Errantes, a la muchacha le había costado una barbaridad conciliar el sueño.

Pese a desconocer lo que le iba a deparar el resto de la jornada, se sentía preparada para afrontar su primer día de trabajo. Mientras se incorporaba, el recuerdo de la noche anterior fluctuó por su mente como si se tratara de algo que hubiera soñado: el cuarzo candil, Las Aspas, los Jaspeados, Mona, la lluvia ácida… «
Deja de mirarme
».

—¡Despertad perezosos! —escuchó a Embo gritando por el pasillo.

Lan se puso en pie con dificultad, se acercó con los ojos entreabiertos a un espejo de cuerpo entero y se contempló con extrañeza. No había prestado mucha atención a su aspecto desde que se rompiera la Quietud. Las penalidades sufridas en los últimos días le habían pasado factura: llevaba el cabello revuelto y, a tenor de las marcadas ojeras que subrayaban sus ojos y los hoyuelos que se le insinuaban en las mejillas, podía deducir que había perdido algo de peso. Aun así, sentía que sus brazos y piernas continuaban en forma, y no habían perdido ni pizca de vitalidad.

Inspiró con fuerza, hinchando los pulmones tanto como le fue posible para deshacerse de todo el pesimismo y cargarse de energía. Cuando se sintió un poco más despejada, decidió vestirse con las ropas que le habían dejado a los pies de la cama y enfrentarse a su primer día en aquel extraño lugar. El atuendo consistía en una sencilla camiseta de tirantes, unos pantalones color tierra adornados con remaches de hierro y unas robusta botas con protecciones. La indumentaria rundarita también aprovechaba la abundancia de los metales.

Mientras se recogía el pelo en un moño alto, recordó que a Mona le encantaba jugar a hacerle peinados y que a menudo le ponía todo tipo de adornos en el cabello. Tenía ganas de volverla a ver. Quería pasar una tarde a solas con su amiga, como antes. Además, seguro que en aquella ciudad habría tiendecitas en las que comprar cuentas y otro tipo de accesorios.

Con esos pensamientos, salió de su habitación sonriendo, en busca de…

«
Llegas tarde
», le susurró el muchacho desde el otro lado del pasillo.

—¡Eh! ¡Deja de hacer eso! —se enfadó ella.

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