La Estrella de los Elfos (57 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: La Estrella de los Elfos
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Y, entonces, aquella oscuridad extraña y terrible volvió a emanar de las murallas de la ciudad, extendiéndose lentamente por la montaña y por la jungla como las aguas de una inundación. Sin embargo, aunque abajo reinaban las tinieblas, la torre de cristal seguía iluminando desde arriba, seguía lanzando su radiante llamada blanca a un mundo que había olvidado la manera de responder. La luz deslumbrante de la torre hacía que cada objeto quedara visible o invisible, sin términos medios: o bien cegadoramente bañado por su resplandor, o perdido en sombras insondables.

La oscuridad era aterradora, y aún la hacía más terrible el hecho de que el sol seguía luciendo en el cielo. Debido a la oscuridad, oyeron la presencia del dragón antes de verlo. La roca se estremeció bajo sus pies y las murallas de la ciudad temblaron bajo la mano del enano. Se dispusieron a huir hacia la jungla, pero la visión de la oscuridad engullendo los árboles los paralizó. Además, por lo que sabían, era probable que el dragón viniera precisamente de allí. Así pues, se pegaron a la muralla de la ciudad, reacios a abandonar aquel refugio aunque supieran que no les brindaba la menor protección.

El dragón surgió de las sombras con su respiración siseante. La luz de la torre arrancaba destellos de las escamas de su cabeza y se reflejaba en el rojo de sus ojos brillantes. La criatura abrió la boca y mostró unos dientes teñidos de una sangre que parecía negra bajo la luz blanquísima. Ensartado en un colmillo afilado y marfileño, vieron agitarse horriblemente un retal de tela de color parduzco.

Los mensch cerraron filas. Roland, delante de Aleatha en un ademán protector; Paithan y Rega, uno al lado del otro y cogidos de la mano.

Todos blandieron sus armas con desesperación, conscientes de su inutilidad.

Drugar, en cambio, permaneció de espaldas al peligro, sin prestar atención al dragón. El enano seguía contemplando, fascinado, la puerta hexagonal y sus runas, cuyo relieve quedaba resaltado bajo la luz de la torre.

—Las reconozco todas —murmuró, alargando la mano y pasando los dedos amorosamente por aquella extraña sustancia cuya superficie pulimentada reflejaba la luz y la imagen de la muerte que se acercaba—. Reconozco cada uno de estos signos mágicos —repitió, y los pronunció como leería las letras de un cartel sobre la puerta de una posada un niño que conociera el alfabeto pero aún no supiera leer palabras enteras.

Los demás oyeron al enano murmurar algo para sí en su idioma.

—¡Drugar! —exclamó Roland en tono apremiante y con la mirada fija en el dragón, sin arriesgarse a volver la cabeza para mirar atrás—. ¡Te necesitamos!.

El enano no respondió y siguió mirando la puerta, hipnotizado. En el centro mismo del hexágono, la superficie era lisa. Este centro estaba rodeado por un círculo de runas cuyos trazos superiores e inferiores se fundían o quedaban cortados, dejando amplios huecos en lo que, de otro modo, sería un flujo continuo. Drugar vio mentalmente a Haplo trazando sus runas. La mano del enano rebuscó bajo la túnica y sus dedos helados se cerraron en torno al medallón de obsidiana que llevaba en el pecho. Extrayéndolo, lo sostuvo ante la puerta a la altura del punto central libre de runas y empezó a girar el amuleto.

—Déjalo en paz —dijo Paithan cuando Roland empezó a maldecir al enano—. Al fin y al cabo, ¿qué ayuda puede prestarnos?.

—En eso tienes razón, supongo —murmuró Roland. El sudor se mezclaba con la sangre adherida a su rostro. Notó los fríos dedos de Aleatha hincados en su brazo, el cuerpo de la elfa apretado contra el suyo, su larga melena rozándole el hombro. En realidad, las maldiciones de Roland no iban dirigidas contra el enano, sino que eran amargas protestas contra el destino—. ¿Por qué ese condenado espanto no ataca y acaba con nosotros de una vez?.

El dragón seguía ante ellos, con su cuerpo desprovisto de alas o extremidades enroscado hacia lo alto y la cabeza casi al nivel de la parte superior de la muralla. Parecía deleitarse ante la visión del tormento de sus víctimas y saborear su miedo, oler su aroma, tentador para el paladar.

—¿Por qué ha sido precisa la muerte para unirnos? —susurró Rega, apretando con fuerza la mano de Paithan.

—Porque, como dijo nuestro «salvador», no aprendemos nunca.

Rega volvió la cabeza y contempló con nostalgia las murallas blanquísimas y la puerta sellada.

—Yo creo que esta vez habríamos podido. Sí, creo que podría haber sido distinto.

El dragón bajó la cabeza y los cuatro mensch que le hacían frente pudieron contemplarse reflejados en sus ojos. El aliento pestilente de la bestia, que hedía a sangre, bañó de ponzoñoso calor sus cuerpos helados mientras se preparaban para el ataque. Roland notó un suave beso en el brazo y la humedad de una lágrima tocó su piel. Volvió la mirada hacia Aleatha y vio su sonrisa. Roland cerró los ojos, rogando que aquella sonrisa fuera lo último que viese.

Drugar no se volvió. Mantuvo el medallón superpuesto al punto libre de runas de la puerta y, poco a poco, empezó a comprender. Las letras G... A... T... O... dejaron de ser sonidos a recitar uno por uno y se transformaron ante sus ojos en un pequeño animal peludo.

Entusiasmado, transfigurado de excitación, se arrancó del cuello la cinta de cuero con el medallón y se lanzó hacia la puerta.

—¡Ya lo tengo! ¡Seguidme!.

Los demás apenas se atrevieron a alentar una esperanza, pero se volvieron y corrieron tras él.

Saltando todo lo que pudo, casi incapaz de alcanzar la parte más baja del gran círculo libre de runas en el centro del hexágono, Drugar apoyó el medallón contra la superficie de la puerta.

Su sencillo signo mágico, la runa tosca y elemental que habían colgado en torno al cuello del niño enano como amuleto para protegerlo del mal, entró en contacto con la parte superior de las runas talladas sobre la parte inferior de la puerta. El medallón era pequeño, apenas mayor que la mano de Drugar, y el signo mágico grabado en él era aún más pequeño.

El dragón atacó por fin. Con un rugido, se lanzó sobre sus víctimas.

El signo mágico bajo la mano del enano empezó a despedir un resplandor azul entre sus dedos rechonchos. La luz se intensificó, deslumbrante. La runa creció de tamaño, adquirió las proporciones del enano, luego la envergadura del humano y, por fin, la altura de los elfos.

El fuego del signo mágico se extendió por la puerta y, allí donde la luz de la runa tocaba otra runa, esta última estallaba en llamas. Y las llamas se expandieron y toda la puerta se encendió con aquel fuego mágico. Drugar emitió un poderoso grito y se lanzó corriendo contra ella, con los brazos por delante.

Las puertas de la ciudadela se estremecieron y se abrieron.

CAPÍTULO 40

EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN

—¡Creí que no darían nunca con ello! —afirmó el dragón, exasperado—. Me tomé mi tiempo para subir ahí arriba y aún me hicieron esperar y esperar. No se puede abusar de los gruñidos y babeos, ¿sabes?, o pierdes efectividad.

—¡Siempre protestando! ¿No sabes hacer otra cosa? —Replicó Zifnab—. No me has dicho nada de mi actuación. «¡Huid! ¡Escapad, estúpidos!» Creo que el papel me ha salido bordado.

—Gandalf lo hacía mejor.

—¡Gandalf! —exclamó Zifnab, enojadísimo—. ¿Qué significa eso de que «Gandalf lo hacía mejor» ?.

—Él daba a la frase más profundidad, más carga emotiva.

—¡Pues claro que le daba carga emotiva! ¡Él tenía un balrog colgado de su ropa interior! ¡Así, también yo emocionaría!.

—¡Un balrog! —El dragón agitó su enorme cola—. ¡Y supongo que yo no soy nada! ¡Soy hígado picado!.

—¡Lagarto picado, diría yo!.

—¿Qué refunfuñas, hechicero? —inquirió el dragón con una mirada colérica—. Recuerda que tú sólo eres mi acompañante. Podrías ser reemplazado...

—¡No! Estaba pensando en comida. ¡Pollo frito! —Se apresuró a decir Zifnab—. ¡Nunca encuentras un restaurante de comida rápida cuando lo necesitas! Por cierto, ¿qué ha sido del resto?.

—¿El resto de qué? ¿De pollos? ¿De restaurantes?—¡De humanos y de elfos, tonto!.

—No es culpa mía. Deberías ser más preciso con tus palabras. —El dragón se puso a inspeccionar con todo detenimiento su cuerpo rutilante—. He perseguido a la feliz comitiva hasta la ciudadela, donde sus compañeros los han recibido con los brazos abiertos. Abrirse paso por esta jungla no ha sido tarea fácil, te lo aseguro. Fíjate, me he roto una escama.

—Nadie dijo que fuera a ser fácil —dijo Zifnab con un suspiro.

—En eso tienes razón —asintió el dragón. Sus ojos de feroz mirada se alzaron en dirección a la ciudadela que refulgía en el horizonte—. Para ellos tampoco lo será.

—¿Crees que hay alguna posibilidad? —El anciano hechicero se movió, inquieto.

—Tiene que haberla —respondió el dragón.

EPÍLOGO

Mi Señor...

Mi nave vuela actualmente sobre... debajo... a través de... (no sé muy bien cómo describirlo) el mundo de Pryan. El viaje de regreso a los cuatro soles es largo y tedioso y he decidido ocupar el tiempo en registrar por escrito mis pensamientos e impresiones sobre las presuntas estrellas mientras los recuerdos aún están frescos en mi mente.

Gracias a los datos que entresaqué de mi inspección del Salón de los Sartán, he podido reconstruir la historia de Pryan. Ignoro qué se proponían los sartán cuando crearon este mundo (incluso me pregunto si realmente se proponían algo). A mi modo de ver, es evidente que llegaron a este mundo esperando hallar algo distinto a lo que encontraron. Entonces, hicieron cuanto pudieron para compensar la situación y construyeron espléndidas ciudades en las que se encerraron junto con los mensch, aislándose del resto del mundo y engañándose a sí mismos respecto a la verdadera naturaleza de Pryan.

Durante un tiempo todo fue muy bien, aparentemente. Supongo que los mensch —aturdidos por el golpe de la desintegración de su mundo y el traslado a este otro— no tenían energías ni ganas para causar problemas. Sin embargo, este estado de calma pasó rápidamente. Llegaron nuevas generaciones de mensch que no sabían nada de los terribles padecimientos de sus antepasados. Las ciudadelas, por grandes que fueran, terminaron inevitablemente por resultar demasiado pequeñas para contener su codicia y su ambición, y las diferentes razas empezaron a disputar y enfrentarse unas con otras.

A lo largo de este período de disturbios, los sartán sólo se interesaban por sus prodigiosos proyectos y hacían cuanto podían por ignorar a los mensch. Movido por una profunda curiosidad acerca de estos proyectos, viajé al corazón de la torre de cristal desde la que irradiaba la luz de la «estrella» y allí descubrí una enorme máquina cuyo diseño guardaba cierta semejanza con la Tumpa-chumpa que encontré en el mundo de Ariano. En la ciudadela, la máquina era mucho menor y su cometido, por lo que he visto, es muy diferente.

Para describirlo, voy a exponer primero una teoría. Después de visitar dos de los mundos construidos por los sartán, he descubierto que ambos son imperfectos. También he averiguado que los sartán trataron, al parecer, de corregir y compensar tales imperfecciones. Los continentes flotantes de Ariano necesitan agua. El mundo de Piedra de Jena (el próximo que me propongo visitar) precisa luz. Los sartán pensaron emplear la energía obtenida de Pryan, que la tiene en abundancia.

Los cuatro soles de Pryan están envueltos por una esfera de piedra que encierra por completo su energía. Esta es irradiada constantemente desde los soles hasta el mundo que los rodea. La vegetación absorbe esta energía y la transmite hacia abajo hasta el lecho de roca que sustenta las plantas. He calculado que el calor acumulado en ese nivel inferior debe de ser increíble.

Los sartán construyeron las ciudadelas para absorber el calor. Excavaron profundos pozos en la roca a través de la vegetación. Estos conductos sirven de pozo de ventilación por el que asciende el calor de la roca, expulsándolo de nuevo hacia la atmósfera. La energía se recoge en un lugar conocido como el santuario, ubicado en el centro del complejo. Una máquina, accionada por esta energía, transmite la misma a la torre central, que a su vez la emite hacia el cielo en forma de luz. Los sartán no se encargaban personalmente de la tarea, sino que crearon mediante su magia una raza de poderosos gigantes destinada a trabajar en la ciudadela. Los llamaron titanes y los dotaron de una tosca magia que los ayudara en sus labores más penosas.

Reconozco que no tengo pruebas, pero sostengo la teoría, mi Señor, de que las demás «estrellas» visibles en Pryan son otras tantas máquinas captadoras de energía y difusoras de luz como la que inspeccioné. Según queda claramente explicado en los escritos que dejaron en la ciudadela, los sartán se proponían utilizar esas máquinas para transmitir el acopio de energía y de luz a los otros tres mundos. He leído las descripciones precisas de cómo pensaban conseguir tal hazaña, pero debo confesarte, mi Amo, que no he sacado mucho en claro al respecto. Traigo conmigo los planos y pronto te los entregaré para que puedas estudiarlos a tu conveniencia.

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