La Estrella de los Elfos (26 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: La Estrella de los Elfos
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Colocó las manos sobre la piedra de gobierno, pero no pronunció las palabras que daban vida a las runas. En su mente saltó la duda.

¿Y si su Señor se equivocaba?.

Haplo asió la piedra con fuerza y los agudos bordes de las runas se clavaron en la carne blanda y desprotegida de sus palmas. El dolor fue un adecuado castigo por haber dudado de su Señor, por dudar de aquel que los había salvado del Laberinto infernal, de aquel que los conduciría a la conquista de los mundos.

Su Señor, con sus conocimientos de astronomía, había dicho que no habría estrellas. Volaría hacia aquella luz para investigarla. Tendría fe. Su Señor no le había fallado nunca.

Pero siguió sin pronunciar las palabras mágicas.

¿Y si volaba hacia la luz y su Señor se equivocaba respecto a aquel mundo? ¿Y si resultaba ser similar al antiguo, un planeta orbitando un sol en un espacio frío, negro y vacío? Si era así, podía terminar volando en la nada, surcando la nada hasta que la muerte lo alcanzara. Por lo menos, ahora había avistado lo que esperaba y creía que eran unas nubes. Y donde había nubes, podía haber tierra.

«Mi Señor es mi dueño», se dijo el patryn. «Lo obedeceré incondicionalmente en todo. El es sabio, inteligente y omnisciente. Lo obedeceré. Lo...»

Haplo alzó las manos de la piedra de gobierno. Dando media vuelta con gesto malhumorado, se acercó a uno de los tragaluces y observó el exterior.

—Ahí está, muchacho —murmuró.

El perro, al percibir el tono de preocupación en la voz de su amo, lanzó un gañido de simpatía y barrió el suelo con el rabo para indicar que estaba a su disposición si lo necesitaba.

—¡Tierra! —Continuó Haplo—. ¡Por fin! ¡Lo hemos conseguido!.

Ya no quedaba ninguna duda. Las nubes se habían abierto y, bajo ellas, pudo ver una masa verde oscura. Al acercarse más, advirtió que en ella se distinguían varias tonalidades, zonas que iban desde un glauco grisáceo hasta un verdeazul intenso y un verde esmeralda moteado de amarillo.

—¿Cómo voy a volverme atrás, ahora?.

Una parte de su mente le dijo que hacerlo sería ilógico. Aterrizaría allí, establecería contacto con los habitantes como se le había ordenado y luego, al marcharse, podría poner rumbo a la luz resplandeciente para investigarla.

Sí, era un plan coherente y Haplo se sintió aliviado. El patryn no era dado a perder el tiempo en recriminaciones o análisis profundos sobre sus propios actos y se concentró con calma en la tarea de preparar la nave para el aterrizaje. Al percibir la creciente excitación de su amo, el perro se puso a retozar en torno a él, mordisqueándolo y dando saltos.

Sin embargo, bajo la excitación y el júbilo y la sensación de victoria fluía una corriente oculta mucho más sombría. Aquellos últimos instantes habían traído una revelación terrible y Haplo se sentía sucio, indigno. Se había atrevido a pensar que su amo y señor podía equivocarse.

La nave siguió acercándose a la masa de verdor y, por primera vez, Haplo se dio cuenta de la velocidad a la que había viajado. La tierra parecía venírsele encima y se vio obligado a recanalizar la magia de las runas de las alas en una maniobra que redujo la velocidad e hizo más lento el descenso. Empezó a distinguir árboles y grandes extensiones verdes, desiertas, que parecían adecuadas para un aterrizaje. Mientras sobrevolaba un mar, divisó a lo lejos otras extensiones de agua, lagos y ríos, apenas visibles debido a la espesa pantalla de vegetación que las rodeaba. Pero no encontró ningún rastro de civilización.

Continuó volando sobre las copas de los árboles y no vio ciudades, ni castillos, ni murallas. Por fin, cansado de contemplar el interminable océano de verdor bajo la quilla, Haplo se dejó caer en el suelo frente a uno de los amplios miradores del puente. El perro se había dormido. No se veían navíos en los mares ni barcas en los lagos. No había caminos que cruzaran las planicies abiertas, ni puentes que salvaran los ríos.

Según los registros dejados por los sartán en el Nexo, aquel mundo debía de estar habitado por elfos, humanos y enanos, y tal vez incluso por los propios sartán. Pero, si era así, ¿dónde estaban? Sin duda, ya debería de haber visto algún rastro de su presencia. O tal vez no...

Por primera vez, Haplo empezó a hacerse una idea de la inmensidad de aquel mundo. Aunque estuviera poblado por decenas de millones de habitantes, podía pasarse toda la vida buscándolos sin encontrarlos jamás. Bajo el tupido dosel de árboles podían ocultarse ciudades enteras, invisibles al ojo que las buscara desde arriba. No habría modo de descubrirlas, de detectar su existencia, si no era aterrizando e intentando penetrar en aquella densa masa de vegetación.

—¡Eso es imposible! —murmuró para sí.

El perro despertó y acarició la mano de su amo con su frío hocico. Haplo frotó la suave pelambre y estrujó sin darse cuenta sus oídos sedosos. El animal, con un suspiro, se relajó y cerró los ojos.

—¡Haría falta todo un ejército para batir esta tierra! Y quizá ni siquiera así encontraría nada. Tal vez no deberíamos molestarnos... ¿Eh? ¿Qué...? ¡Alto! ¡Un momento!.

El patryn se puso en pie de un salto, alarmando al perro, que se puso a ladrar. Con las manos en la piedra de gobierno, Haplo hizo virar la nave suavemente mientras observaba con atención una pequeña mancha de verde grisáceo más clara que el resto.

—¡Sí! ¡Ahí! —exclamó excitado, señalando el lugar por la ventana como si estuviera presentando su descubrimiento ante cientos de testigos, en lugar de hacerlo ante un simple can blanquinegro.

Contra el fondo verde, eran claramente visibles unos pequeños destellos de luz, de diferentes colores, seguidos de unas nubéculas negras. Haplo las había visto por el rabillo del ojo y había dado la vuelta para cerciorarse. Tras una breve pausa, los destellos reaparecieron. Podía ser un fenómeno natural, se dijo, y se obligó a tranquilizarse, consternado ante la falta de dominio de sí mismo.

No importaba. Aterrizaría y comprobaría qué era. Al menos, así saldría de aquella maldita nave y respiraría aire fresco.

Haplo descendió en círculos, guiado por los estallidos luminosos. Cuando estuvo por debajo de las copas más altas, contempló una vista que le habría hecho dar gracias a su dios por lo milagrosa que era, si hubiera creído en algún dios al que dar gracias.

Junto a la zona despejada se alzaba una especie de estructura, construida evidentemente por unas manos inteligentes. Los destellos procedían de aquel lugar, precisamente. Y ahora podía distinguir gente, pequeñas siluetas como insectos en la planicie verde grisácea. Las chispas luminosas empezaron a hacerse más frecuentes, como si fueran presa de la excitación. Daba la impresión de que las luces se elevaban de entre el grupo congregado allá abajo.

El patryn se dispuso a entrar en contacto con los habitantes de aquel nuevo mundo. Ya tenía preparada una historia, parecida a la que le había contado a Limbeck, el enano, en Ariano.

Procedía de otra parte de Pryan, y su pueblo (según se fueran presentando las circunstancias) hacía exactamente lo que ellos: combatir para liberarse de sus opresores. Una vez ganada la batalla en su tierra de procedencia, Haplo había acudido allí para ayudar a otros a conseguir la libertad.

Naturalmente, cabía la posibilidad de que aquellas gentes —elfos, humanos y enanos— vivieran en paz y tranquilidad entre ellas, que no tuvieran opresores, que la vida se desarrollara plácidamente bajo el gobierno de los sartán y que no necesitaran liberarse de nadie. Haplo meditó sobre aquella posibilidad y no tardó en rechazarla con una sonrisa. Los mundos cambiaban, pero un hecho permanecía constante. Sencillamente, no entraba en la naturaleza de los mensch
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vivir en armonía con los demás mensch.

El patryn distinguía ya con claridad a la gente que había sobre el suelo y advirtió que desde abajo también lo habían visto. Algunos salían apresuradamente del edificio, mirando hacia el cielo. Otros corrían por una ladera hacia el lugar donde brillaban los destellos. Empezó a distinguir lo que parecía una gran ciudad oculta bajo las amplias ramas de un árbol. Por un resquicio de la espesura selvática, vio un lago rodeado de edificios enormes con huertos cultivados y vastas extensiones de suave césped.

La distancia se redujo aún más y Haplo observó que los presentes contemplaban su dragón alado, cuyo cuerpo y cuya cabeza estaban tan bien pintados que, desde allá abajo, debía de parecer de carne y hueso. Notó que muchos testigos evitaban aventurarse en la zona despejada, donde era ya evidente que Haplo se disponía a posarse. La gente se refugiaba al abrigo de los árboles, curiosa pero demasiado precavida como para acercarse más. En realidad, al patryn le sorprendió que toda aquella gente no huyera presa del pánico ante su aparición. Más aún; varios de los presentes, dos de ellos en particular, se quedaron justo debajo de la nave, con la cabeza vuelta hacia arriba y una mano alzada para protegerse los ojos del resplandor del sol.

Haplo advirtió que uno de los dos, una figura envuelta en unas ropas anchas de tonos morados, señalaba una zona llana y despejada gesticulando con los brazos en alto. Si no hubiera sido demasiado increíble para plantearse siquiera tal posibilidad, el patryn habría dicho que estaban esperando su aparición.

—Llevo demasiado tiempo aquí arriba —le comentó al perro. Con las patas firmemente plantadas en la cubierta del puente, el animal miraba por uno de los grandes ventanales de la nave, ladrando frenéticamente a la gente congregada bajo el casco.

El patryn no disponía de tiempo para seguir contemplando la escena. Con las manos en la piedra de gobierno, conjuró las runas para aminorar la marcha del
Ala de Dragón,
dejar la nave suspendida en el aire y posarla en el suelo sana y salva. Por el rabillo del ojo, vio que la figura de la indumentaria morada se ponía a dar saltos, agitando en el aire un gorro viejo y desgarbado.

La nave tocó el suelo y, para sorpresa y alarma de Haplo, continuó bajando. ¡Se estaba hundiendo! Haplo advirtió entonces que no estaba en tierra firme, sino posado en un lecho de musgo que cedía bajo el peso de la nave voladora. Ya se disponía a activar la magia para detener el descenso de la embarcación cuando ésta quedó asentada por fin, meciéndose casi como una cuna y enterrada en el musgo como un perro en una manta gruesa.

Por fin, después de una travesía que le había parecido durar siglos, Haplo había llegado a su destino.

Se asomó a las ventanas, pero estaban enterradas bajo el espeso musgo y no se veía por ellas otra cosa que una masa de hojas verde grisácea contra el cristal. Tendría que salir por la cubierta superior.

Desde arriba le llegaron unas débiles voces, pero Haplo consideró que la nave habría sembrado tal temor reverencial entre los nativos que éstos no se atreverían a acercarse. Si lo hacían, se llevarían una conmoción. Textualmente. El patryn había levantado un escudo mágico en torno al casco y quien lo tocara creería, por una fracción de segundo, que le había caído un rayo encima.

Una vez llegado a su destino, Haplo volvió a ser él mismo. Su cerebro volvió a pensar, a guiar sus actos, a dirigirlo. Se vistió de modo que todo su cuerpo, tatuado de signos mágicos, quedara a salvo de miradas. Para ello, se enfundó unas botas de cuero, suaves y flexibles, ajustadas sobre unos pantalones también de cuero, una camisa de manga larga, cerrada de cuello y de puños y, encima, un chaleco de piel. Por último, se ató un pañuelo al cuello, introduciendo las puntas bajo la camisa.

Los tatuajes no se extendían por la cabeza ni por el rostro, pues su magia podría perturbar los procesos mentales. Surgiendo de un punto del pecho por encima del corazón, las runas ocupaban todo el resto de su cuerpo, recorriendo el tronco hasta los riñones, los muslos, las pantorrillas y el empeine del pie, pero no la planta. Círculos y espirales y complejos dibujos en rojo y azul rodeaban su cuello, se extendían por sus hombros, bajaban por los brazos y cubrían tanto la palma como el revés de sus manos, pero no los dedos. Así, las únicas zonas de su epidermis libres de tatuajes mágicos eran el cráneo, para que su cerebro pudiera guiar la magia, los ojos, oídos y boca, para poder percibir el mundo exterior, y los dedos de las manos y las plantas de los pies, para conservar el tacto.

La última precaución de Haplo, una vez que la nave hubo aterrizado y él ya no necesitó más las runas para pilotarla, fue envolverse las manos con unos fuertes vendajes. Se ajustó la venda en torno a la muñeca y cubrió toda la palma, pasando la tela entre los dedos y dejando éstos al descubierto.

Una enfermedad de la piel, había explicado Haplo a los mensch en Ariano. No era dolorosa, pero las pústulas enrojecidas y llenas de pus que provocaba la dolencia resultaban repulsivas a la vista. En Ariano, después de escuchar sus explicaciones, todo el mundo se había cuidado de evitar sus manos vendadas.

Bueno, casi todo el mundo.

Un hombre había adivinado que mentía; un hombre, después de someterlo a un hechizo, había mirado bajo las vendas y había visto la verdad. Pero aquel hombre era un sartán, Alfred, y ya sospechaba por adelantado lo que iba a descubrir. Haplo había advertido que Alfred prestaba una atención fuera de lo normal a sus manos, pero no había hecho caso..., lo cual había resultado un error casi fatal para sus planes. Esta vez, el patryn sabía qué debía vigilar; esta vez, estaba preparado.

Conjuró una imagen de sí mismo y la inspeccionó detenidamente, dando una vuelta completa en torno a aquel Haplo simulado. Por fin, se dio por satisfecho. No se veía ni rastro de runas. Disolvió la imagen. Colocó en su sitio los vendajes de las manos, subió a la cubierta superior, abrió la escotilla y salió, deslumbrado, bajo el brillante sol.

El murmullo de voces se apagó ante su aparición. Haplo se incorporó en la cubierta y miró a su alrededor, deteniéndose un instante para aspirar profundamente aquel aire fresco, aunque terriblemente húmedo. Debajo de él vio unas cabezas levantadas, unas bocas abiertas, unos ojos asombrados.

Eran elfos, con una excepción. La figura de amplios ropajes de color morado era un humano, un viejo de largo cabello canoso y luenga barba blanca. Al contrario que los demás, el anciano no lo contemplaba con asombro y temor. Radiante, se volvía a un lado y a otro mientras se alisaba la barba.

—¡Os lo dije! —lo oyó exclamar—. ¿No os lo dije? ¡Supongo que me creeréis ahora!.

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