—Joder —murmuró Chapman.
Con las tazas de té en la mano se sentaron junto al escritorio y comenzaron a repasar los documentos y los informes. Stone, acostumbrado a separar el trigo de la paja, miró rápidamente los papeles y las fotografías.
—¿Quieres ver la grabación completa? —preguntó Chapman cuando hubieron terminado.
Stone asintió.
—No sé por qué me enseñaron una versión incompleta en el NIC.
—Ni idea. Es cosa de los tuyos.
—A lo mejor solo tienen esa versión.
A modo de respuesta Chapman se limitó a contemplar la pantalla estoicamente.
Vieron la grabación. Eran imágenes sin sonido. Tras la explosión la pantalla se quedó en negro, pero solo durante unos instantes, como si la detonación hubiera desactivado temporalmente las cámaras de vigilancia. Las imágenes reaparecieron en la pantalla y Stone vio el resto de la grabación. Las llamas y el humo blanco envolvían la estatua de Jackson o lo que quedaba de la misma. La valla y los cañones también habían salido despedidos. Era un milagro que no se hubieran producido víctimas. Por suerte, el parque estaba casi vacío a esa hora y los de vigilancia solían quedarse en el perímetro.
Stone se vio a sí mismo tumbado en el suelo, inconsciente, mientras el agente británico se levantaba lentamente y se alejaba a duras penas.
—El agente parece estar bien … menos por lo del diente.
—Es un tipo duro, aunque dijo que chocar contigo fue como impactar contra una pared de ladrillos.
Stone siguió observando la grabación. El hombre del traje y la mujer ya no estaban allí. Vio a gente corriendo; los bolardos de seguridad se replegaron en la calle y los coches de policía y las camionetas del Servicio Secreto partieron a toda prisa. La Blair House se acordonó de inmediato.
—¿Puedes enseñarme de nuevo los últimos treinta segundos?
Chapman apretó un par de teclas y Stone volvió a ver la explosión. Se reclinó, desconcertado.
—¿Qué pasa? —preguntó Chapman mientras paraba la grabación.
—¿Puedes ralentizarla un poco más?
—Lo intentaré. —Chapman apretó varias teclas—. Me temo que esto es lo que hay.
Vieron de nuevo todo a cámara ultralenta.
Stone siguió al del chándal mientras pasaba junto a un par de agentes uniformados del Servicio Secreto y un perro antes de entrar en el parque.
—Un tanto gordo para llevar zapatillas de deporte —apuntó Chapman—. No tiene pinta de deportista.
—Hay gente que va en chándal pero no es deportista. Tal vez salió a dar un paseo.
—Si tú lo dices …
—La bomba podría haber estado en el iPod.
Chapman asintió.
—Estaba pensando lo mismo. C-4 o Semtex, o algo incluso más potente. Debería haber pruebas entre los escombros.
—Sí y no. Sí, el iPod estará destrozado, pero lo estaría de todas maneras aunque no se hubiera usado en el artefacto explosivo.
—Pero los expertos sabrán determinarlo por las marcas de la explosión —dijo Chapman—, por el ángulo de deformidad, hacia fuera en lugar de hacia dentro, y por otros detalles.
Stone se volvió hacia ella.
—¿Eres experta en explosivos?
—Otro motivo por el que me enviaron. Me pasé tres años persiguiendo a unos irlandeses de cuidado que no creían que el IRA hubiera firmado un tratado de paz. Les gustaba que las cosas saltasen por los aires. Aprendí mucho.
—Estoy seguro. —Stone miró la pantalla de nuevo—. Se arrojó al agujero.
—Y la bomba explotó al cabo de unos segundos. Tal vez fuera un terrorista suicida.
Stone parecía escéptico.
—¿Quién se tira a un agujero para suicidarse y no matar a nadie más?
—¿Cómo ves el panorama entonces?
Stone la miró con interés.
—¿Qué panorama?
—Pues el panorama del millón de agencias, joder. Llevo menos de un día en el caso y ya estoy mareada.
—¿Has oído hablar del Infierno? —Chapman negó con la cabeza. Stone se inclinó hacia delante y dio un golpecito en la pantalla, en la que se veía Lafayette Park—. Eso es el Infierno —dijo—. Pennsylvania Avenue, la calle, pertenece a la policía de Washington D.C. Las aceras que rodean Lafayette Park son cosa del Servicio Secreto y el parque está dentro de la jurisdicción de la Policía del Parque. A los agentes del Servicio Secreto se les enseña que cuando atrapen a un sujeto de interés en la calle o en el parque lo lleven hasta la acera y lo arresten allí para evitar problemas de jurisdicción.
—Entiendo —dijo Chapman lentamente.
—El Infierno —repitió Stone—. Los federales y los polis lo odian, pero saben lo que hay. La explosión es un ejemplo perfecto. La Policía del Parque se hará cargo de la escena, pero el FBI y la ATF, ya que hubo un explosivo, controlarán la investigación. La Seguridad Nacional, el Servicio Secreto, el NIC y la CIA permanecerán a la espera como buitres.
Chapman sorbió el té.
—¿Y ahora qué?
—Iremos al parque, hablaremos con los investigadores y averiguaremos las identidades del tipo del chándal, la mujer y el hombre del traje. —Miró a Chapman—. Por cierto, ¿dónde anda metido tu hombre?
—Le podemos interrogar cuando queramos, pero ya tenemos su versión de los hechos. Vio menos cosas que tú.
—De acuerdo.
Chapman recogió la chaqueta.
—Entonces vamos al parque, ¿no?
—Sí.
—¿Quieres que vayamos en mi coche?
—Será lo mejor, porque yo no tengo.
Annabelle Conroy subió hasta la segunda planta en el ascensor, salió, giró y entró en la sala de Libros Raros, ubicada en el edificio Jefferson de la biblioteca del Congreso. Echó un vistazo a la sala y vio a Caleb Shaw junto a su escritorio, al fondo. Sus miradas se cruzaron y Caleb fue a su encuentro de inmediato.
—Annabelle, ¿qué haces aquí?
—¿Puedes salir un rato? Reuben y Harry Finn están fuera. Queremos hablar contigo.
—¿De qué?
—¿Tú qué crees? De Oliver. Esos tipos se lo llevaron del hospital y no hemos vuelto a saber nada de él.
—Oliver se sabe cuidar solito.
—Tal vez necesite ayuda.
—Vale, espera un momento. —Ya en el ascensor, Caleb dijo—: Hoy ha sido un día apasionante.
—¿Y eso?
—Acabamos de recibir un F. Scott, y no cualquier F. Scott, sino el gran F. Scott.
—¿El gran F. Scott? —preguntó Annabelle.
Caleb la miró horrorizado.
—F. Scott Fitzgerald. Uno de los escritores norteamericanos más importantes de todos los tiempos —barbotó—. Por Dios, Annabelle, ¿dónde has estado metida todos estos años?
—Supongo que bien lejos de las bibliotecas.
—Hemos recibido
El gran Gatsby
, su obra más conocida y uno de sus mayores logros. No se trata de cualquier
El Gran Gatbsy
, de esos ya tenemos varios, sino de una primera edición en estado impecable con la sobrecubierta, que es dificilísima de encontrar. —Annabelle lo miró como si le hablara en chino—. ¿Te suena una portada con un par de ojos femeninos hechizantes? Es una de las portadas más famosas en el mundo de la literatura clásica. La portada se diseñó antes de que Fitzgerald acabara el libro. Le gustó tanto que la incluyó en la trama del libro.
—Qué interesante —dijo Annabelle cortésmente, aunque el tono demostraba escaso interés. En una ocasión pasó casi dos días con Caleb en una furgoneta, durante los cuales este no paró de contar todo tipo de chismes y rumores literarios. Annabelle todavía no se había recuperado de aquel embate.
Se abrieron las puertas del ascensor y se dirigieron hacia la salida.
—Y eso no es lo mejor. Lo mejor es que se nos ha garantizado que es el ejemplar de Zelda.
—¿Quién es Zelda?
—¿Quién es Zelda? —barbotó Caleb de nuevo—. Su mujer, ¿quién si no? Scott y Zelda. Una de las parejas más trágicas de todos los tiempos. Zelda murió en un manicomio y el alcohol acabó con Fitzgerald. Él le dedicó el libro a Zelda. Todo un golpe de efecto para la biblioteca. Es un libro único —añadió—, y nos encantan los libros únicos.
—¿Único de veras?
—Cien por cien único.
—¿Cuánto os ha costado?
Caleb no se esperaba esa pregunta.
—Bueno —repuso—, no solemos facilitar esa información …
—Venga, dime una cantidad aproximada.
—Pues varios cientos de miles de dólares, ahí queda la cosa —dijo no sin cierta pomposidad.
A Annabelle le interesó aquella cifra.
—Mi abuela me regaló su ejemplar de
Cumbres borrascosas
. No sé cuánto valdrá. Está en perfecto estado.
Caleb parecía intrigado.
—¿
Cumbres borrascosas
? Hay pocos ejemplares de la primera edición en estado impecable. ¿Dónde lo compró?
—En una librería hace ocho años. Es de tapa blanda. ¿Eso es malo?
Caleb la miró con frialdad.
—Qué curioso —se limitó a decir.
Ya en el exterior vieron a Reuben y a Harry Finn. Finn era como Stone pero mucho más joven. A no ser que tuviera que darse prisa, casi nunca parecía inmutarse, como si conservara toda la energía para los momentos críticos. Reuben se había quitado la ropa de trabajo del muelle y llevaba vaqueros, sudadera y mocasines. Se sentaron en los escalones que conducían a la biblioteca.
—¿Qué hacemos? —dijo Annabelle.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Reuben.
—Es posible que Oliver esté en apuros —repuso Annabelle.
—Oliver suele estar en apuros —comentó Caleb.
—Los tipos que se lo llevaron del hospital … —comenzó a decir Annabelle.
—Son del NIC —intervino Finn—, los chicos de Riley Weaver. Me lo dijo un colega. Solo lo interrogaron. No creo que Oliver les contara nada.
—Entonces está metido en un buen lío —dijo Annabelle—, y tenemos que ayudarle.
—¿Por qué no esperamos a que nos pida ayuda? —preguntó Caleb.
—¿Por qué? —espetó Annabelle.
—Porque cada vez que le ayudo acabó teniendo problemas aquí —respondió mientras miraba hacia el enorme edificio de la biblioteca—. Estoy en un período de prueba, algo terrible para alguien de mi edad y con mi experiencia.
—Nadie te pide que pongas en peligro el trabajo, Caleb, pero he averiguado algo y quería contároslo.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Reuben.
—Que Oliver se marchaba a alguna parte.
—¿Cómo lo sabes?
—Vi una maleta en la casita y varios libros que parecían estar en ruso.
—Es decir, que entraste en la casa sin permiso —dijo Caleb acaloradamente—. No respetas en absoluto la propiedad ajena, Annabelle Conroy. Es indignante, de veras que lo es. —Annabelle sacó un libro del bolsillo y se lo mostró al bibliotecario—. Sí, está en ruso —dijo mientras leía el título con atención—. Es sobre política rusa, pero de hace varias décadas. ¿Por qué querría llevárselo?
—Si pensaba ir a Rusia tal vez quería mejorar sus conocimientos lingüísticos —sugirió Finn—. Leer ayuda.
—¿Y por qué pensaba ir a Rusia? —preguntó Reuben—. Un momento. ¿Cómo lo conseguiría? No tiene pasaporte ni documentación, por no hablar del dinero.
—Existe una fórmula —comentó Annabelle.
—¿Viajar en representación del Gobierno? —inquirió Finn.
—Exacto.
—¡En representación del Gobierno! —exclamó Caleb—. Ya no trabaja para el Gobierno.
—Tal vez las cosas hayan cambiado —dijo Annabelle—, al fin y al cabo le ofrecieron la Medalla de Honor.
—Me parece increíble que, después de tantos años, Oliver vuelva a trabajar para el Gobierno —reflexionó Reuben.
—Sobre todo teniendo en cuenta todo lo que le hicieron —añadió Finn en voz baja.
—¿Por qué aceptaría? —preguntó Caleb—. Sabemos de sobra que Oliver no confía en el Gobierno.
—Quizá no tuviera elección —dijo Finn.
—Pero tampoco es que esté en la flor de la vida —repuso Annabelle—. Anoche estuvo a punto de morir. Si va a Rusia es probable que no vuelva.
—Es mayor, pero también es más sensato —dijo Reuben—. No me sorprendería lo más mínimo que tenga mecha para rato.
—Casi murió en la cárcel de Divine, Reuben —le recordó Annabelle—, y Milton murió —añadió con una franqueza brutal.
Reuben, que había sido muy amigo de Milton Farb, se miró las manos.
—Tal vez ya no tengamos edad para estas situaciones de mierda.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Finn—. No nos pedirá ayuda, eso ya lo sabemos, sobre todo después de lo que pasó en Divine.
—Exacto, no hará nada que nos ponga en peligro.
—Pues no esperemos a que nos pida ayuda —sugirió Annabelle— y tomemos la iniciativa.
—¿Cómo? —preguntó Reuben—. ¿Espiándole?
—No, pero podríamos formar un frente común y decirle lo que pensamos.
—No sé si sería buena idea —dijo Reuben.
Annabelle se levantó.
—Perfecto. Me parece bien que esperéis a que os notifiquen su muerte, pero yo no pienso hacerlo. —Se dio la vuelta y se alejó.
—¡Annabelle! —gritó Reuben.
Annabelle no se volvió.
—Mira que es terca —terció Caleb—, como la mayoría de las mujeres. Por eso nunca me he casado.
Reuben le fulminó con la mirada.
—Oh, creo que ese no ha sido el único motivo, Caleb.
El tráfico en Washington D.C. era mucho más denso de lo habitual, y todo porque a alguien se le había ocurrido detonar una bomba enfrente de la Casa Blanca. Al menos es lo que algunos viajeros frustrados pensaban. Por todas partes se habían levantado barreras que bloqueaban manzanas y más manzanas que otorgaban a la capital de la nación la apariencia de un amasijo de corrales. Los coches de la policía local y los todoterrenos negros del Servicio Secreto estaban encajados delante y detrás de dichas barreras para disuadir a cualquiera que quisiera acercarse.
Stone y Chapman, a pesar de las credenciales, se vieron obligados a salir del coche y caminar. En cada puesto de control había que realizar llamadas de teléfono mientras escudriñaban los documentos de la agente del MI6 para que sus superiores, cada vez de esferas más altas y ausentes, autorizaran que fuera acercándose poco a poco. Stone comprendía que ninguno de los policías o agentes locales estuviera dispuesto a sufrir una escabechina por haberles dejado pasar por equivocación. Ese era el motivo por el que los supervisores cobraban las nóminas más altas y disponían de despachos un poco más amplios. Se les caería el pelo si alguien de un escalafón superior en la cadena trófica decidía abusar de su autoridad.