La espada de San Jorge (11 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Sobre nuestro viaje hasta Jerusalén no diré nada más.

¿Por qué?

Porque una sola palabra basta para contároslo: ¡Filomena!

13

¡Muerte! ¡Oh muerte, eres demasiado malvada y ávida,

demasiado codiciosa y envidiosa! ¡Eres insaciable!

de vuestro hijo.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

San Lázaro de Betania era un monasterio situado en la cima del monte Tabor, no lejos del castillo de la Fève, que pertenecía a los templarios. De hecho, estos se encontraban tan cerca que eran ellos, y no los hospitalarios (de los que, sin embargo, dependía el monasterio), quienes garantizaban su seguridad.

Los rastrillos del castillo de la Fève se izaban un breve instante, y a continuación un grupo de caballeros abandonaban sus muros, seguidos por algunos hombres armados. No eran numerosos, pero bastaban, porque eran fuertes y valerosos.

Por eso, cuando el Dragón Blanco apareció en el horizonte, en dirección a poniente, dos hermanos caballeros se pusieron al frente de una pequeña tropa y galoparon a su encuentro.

—¿Quiénes son? —preguntó Morgennes al ver que se acercaban.

—Servidores de Dios—replicó Gargano.

—¿Es decir?

—¡Templarios!

Morgennes metió la mano bajo su camisa para buscar la cruz.

—Padre, me dijiste que fuera hacia la cruz... Veo venir a dos caballeros con el pecho adornado por una gran cruz roja. ¿Debo ir hacia ellos? ¿Quieres que también yo sea como ellos, un caballero portador de la gran cruz roja? —preguntó.

Evidentemente nadie respondió.

—Mira —prosiguió Morgennes, señalándome a los caballeros—. Creo que mi padre hacía alusión a ellos al decirme que fuera hacia la cruz. Son caballeros de Dios.

—Los caballeros nunca sirven a nadie sino a sí mismos —dije yo.

—No aquí —dijo Gargano—. No siempre. No olvidéis que estamos en Tierra Santa, y que esta es una tierra en estado de excepción.

Los templarios se encontraban ya al alcance de la voz, y uno de ellos gritó:

—¡En nombre de Dios, presentaos!

Thierry de Alsacia salió entonces del carro vestido con sus mejores galas. Su túnica, adornada con piedras preciosas, reflejaba los rayos del sol poniente y brillaba con mil fuegos. El conde levantó una mano enguantada de seda negra y dijo con voz firme:

—¡Amigos! Nobles y buenos caballeros, ¿me habéis olvidado?

—¡Tu nombre! —le espetó el templario que aún no había hablado.

—Thierry de Alsacia, conde de Flandes.

Los templarios bajaron sus lanzas y sus confalones barrieron el suelo.

—¿Podemos saber adónde vais, con este extraño séquito?

—Junto a mi amada... —dijo el conde señalando el monasterio de Betania.

—¡Por la Virgen! —exclamó el más joven de los templarios.

—¡Cierra el pico! —le soltó el otro—. Venid, señor, os escoltaremos hasta las puertas del monasterio, donde os ofrecerán una buena acogida... y os darán una triste noticia.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Thierry de Alsacia, inquieto.

El templario le miró tristemente, sacudió la cabeza y murmuró:

—No me corresponde a mí informaros...

—Sor Sibila ha sido llamada por Dios —nos anunció la madre superiora del convento de Betania.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—La semana pasada, mientras dormía... No sufrió —dijo la religiosa al destrozado conde de Flandes.

Luego la cólera reemplazó al dolor, y Thierry de Alsacia estalló como un huracán.

—¡Dios la ha matado! ¡Prefirió llamarla al Cielo antes que ver cómo la reconquistaba!

No me atreví a decirle que, aunque había escrito algunos poemas, posiblemente no habrían dado ningún resultado. En todo caso, no habían convencido a Filomena de que me amara...

Luego el conde cambió nuevamente de actitud. No había ya en él ni rastro de cólera; solo un gran agotamiento.

—Es culpa mía —dijo—. Nunca debería haberme lanzado a una aventura como esta...

Sus ojos estaban llenos de lágrimas y nuevas arrugas surcaban su frente.

—Perdonadme por haberos arrastrado conmigo, amigos míos —continuó, dirigiéndose a nosotros—. Perdón, perdón. ¡Y tú, Dios, perdóname también! ¡Y tú también, Sibila, a quien prefiero viva y encerrada antes que muerta... e igualmente encerrada!

Hubiera querido convertirse en mujer. «Si pudiera —se decía— transformarme en una de ellas y permanecer, para el resto de mi vida, en este lugar donde resonaron sus pasos... ¡De qué me sirve ser un hombre, si es para estar lejos de mi Sibila!»

Nuestro pequeño grupo se instaló fuera del recinto de Betania, donde los hombres podían entrar pero no alojarse —ni siquiera pasar la noche—. Las monjas nos habían dado pan y un caldero de lentejas guisadas con tocino, que degustamos en silencio. De pronto, el conde apartó a un lado su plato, que no había tocado, y declaró dirigiéndose a Morgennes:

—Si quieres acercarte a estos hombres, a estos templarios, tienes que ser caballero... Y yo tengo el poder de armarte.

Morgennes dejó de comer y miró al conde, que prosiguió, con un brillo especial en los ojos:

—Te convertiré en el mejor dotado de todos los caballeros del reino, si...

¿Qué iba a pedir ahora Thierry de Alsacia, que esa misma mañana no había dudado en increpar a Dios?

—... ¡si me devuelves a mi amada!

Comprendí entonces que el fuego que brillaba en los ojos del conde no se debía ni a la fiebre ni al dolor, sino a la demencia. Este hombre estaba loco de atar.

—¿Queréis que penetremos en el interior del monasterio para robar el cuerpo de Sibila? —inquirió Morgennes.

—¿De qué cuerpo estás hablando? ¡Es solo un montón de huesos y carne que no me importa en absoluto! ¡Yo te hablo de su alma! ¡Devuélvemela, encuentra el modo de entrar en el Paraíso y saca de allí a Sibila!

—Es imposible —dijo Gargano.

—Déjale —le murmuré al oído—. ¿No ves que sufre?

Bebí un trago de vino, me sequé la boca con el dorso de la manga y me acerqué a Thierry de Alsacia.

—Querido conde, os prometo, por mi honor y por mi alma, que si existe un medio de salvar a Sibila, lo encontraré...

Morgennes asintió.

—Gracias —dijo el conde.

—Ahora deberíais ir a acostaros. La noche es buena consejera...

—Tenéis razón.

El conde se retiró con paso titubeante y desapareció en el interior del carro. Después de que las cortinas se hubieran cerrado tras él, Nicéforo se volvió hacia mí.

—La muerte de Sibila era inevitable.

—¿Por qué?

—Porque leí vuestros poemas, y son magníficos. Creo que habría cedido... Ninguna mujer puede resistirse a tanto talento.

—¿Ninguna? ¿Realmente?

No me atrevía a mirar a Filomena, que comía frente a mí, al otro lado del fuego. Pero Nicéforo parecía seguro de sí mismo, y asintió con la cabeza.

—Conozco a una que no ha cedido —dije.

—¿Puedo haceros una pregunta? —prosiguió Nicéforo.

—Desde luego.

—¿Por qué habéis dejado de hacer juegos malabares desde que estáis con nosotros?

—Porque únicamente los hacía con los huevos de Cocotte...

—Y desde entonces no ha vuelto a poner —añadió Morgennes.

—¿Y a qué creéis que se debe?

Tosí dos o tres veces, acaricié a mi gallina rojiza con mano distraída, y respondí:

—Creo que está afligida...

—¿Afligida? ¿Una gallina?

—Cocotte es Cocotte. Tal vez tenga plumas como todas las gallinas; y es cierto que cacarea, picotea, come grano y pan duro, piedrecitas y gusanos; pero para mí es Cocotte, y no hay ninguna como ella...

—Os entiendo muy bien —dijo Gargano.

—Si es tan valiosa para vos y puesto que sois tan buen malabarista, ¿qué ocurrió en Arras? —preguntó Nicéforo.

No respondí inmediatamente, fascinado por el baile de las llamas, tan pronto rojas como azules, que ascendían de nuestro fuego.

Morgennes ya me había hecho antes esta pregunta, pero yo no le había respondido... Sin embargo, yo había visto algo. Pero prefería no hablar de ello.

—En todo caso —intervino Gargano—, no fue a causa de Cocotte.

—¿Cómo lo sabéis? —pregunté.

—Me lo ha dicho.

—¿Podéis hablar con los animales? —intervino Morgennes. —Sí.

—¿Y de qué habéis hablado? —inquirió.

—Pues de esto y de lo otro. De banalidades principalmente. Pero también, desde luego, de lo que ocurrió en Arras, cuando dejasteis caer el huevo...

—¿Y qué os dijo?

—Que estabais muy enfermo. En parte es por eso por lo que ya no quiere poner. Para preservaros.

—¿Y qué más dijo?

—También dijo que ella no tiene nada que ver con todo ello. Que sus huevos siempre han sido unos buenos huevos, con su clara y su yema... Está preocupada.

Sonreí distraídamente. Cocotte estaba durmiendo sobre un suave nido de paja en el interior de la caravana. Cuánto camino recorrido desde Saint-Pierre de Beauvais y Arras... Me parecía que nuestra expedición tocaba a su fin, y mi intuición me decía que no volveríamos a Constantinopla. Al menos no enseguida... No antes de que Morgennes hubiera tenido tiempo de dirigirse a Jerusalén y de arreglar allí sus cuentas con Dios.

14

Mañana os haré coronar. Mañana seréis armado caballero.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

—¿Jerusalén? ¡Y por qué no Damasco o El Cairo! Esto nos obligará a desviarnos —dijo Nicéforo a Morgennes. —Tengo que ir —replicó Morgennes. —Es por la cruz, ¿verdad?

—¡Sí!

—Muy bien. Iremos a Jerusalén. Pero si allí no hay nada que te retenga, Chrétien y tú volveréis conmigo a Constantinopla, para actuar ante el emperador.

—¡Prometido!

En realidad Morgennes no tenía ni idea de qué debería hacer una vez estuviera al pie de la Vera Cruz. Como religioso, su deber era servirla. Pero ¿y como Morgennes?

Gargano reunió a sus bueyes y los dirigió hacia el sur, en dirección a la ciudad tres veces santa. Al verlo, recordé la leyenda de san Jorge, según la cual se habían necesitado ocho bueyes para llevar hasta Lydda el gran dragón al que había dado muerte. Y nuestro tiro contaba con ocho bueyes. ¿Era una casualidad? ¿Y era también una casualidad que Nicéforo hubiera insistido tanto en que escribiera un cuento acerca del combate de san Jorge y hubiera pedido a Morgennes que lo interpretara? Filomena se había pasado días enteros trabajando en una gigantesca marioneta que representaba un dragón.

Todo giraba en torno a ese monstruo. E incluso en torno a Morgennes, sobre quien planeaba la sombra de los matadores de dragones desde que había cogido un espetón sin quemarse, como san Marcelo, el draconocte.

No, tantas coincidencias no podían ser fruto del azar. Seguramente Nicéforo tenía algún proyecto secreto en la cabeza. ¿Por qué tenía tanta prisa en volver a Constantinopla? ¿Y Gargano? ¿De dónde provenía su poder? ¿Quién era en realidad? Aunque, si efectivamente hablaba con los animales, comprendía mejor por qué se servía tan poco de las riendas y por qué no dudaba, por la noche, en dejar que los animales durmieran sueltos, fuera de cualquier cercado.

Lo que más me desconcertaba era que tenía el presentimiento de que, de todos estos personajes, Morgennes no era el más misterioso. Nosotros no formábamos parte de una compañía de teatro, sino de una especie de bestiario en el que nosotros éramos los protagonistas.

Las altas murallas de Jerusalén sostenían un cielo desgarrado por las cruces, tan numerosas que desde lejos parecía que era un cementerio. Sonaban campanas llamando a la oración.

—Tengo la impresión —dijo Gargano— de que hay algún problema.

—Es extraño. Estamos atravesando campos y no veo a nadie. ¿Dónde está la gente? Es verdad que estamos en invierno, pero no lo entiendo. ¿Qué hacen los campesinos? ¿Están todos en sus casas, calentándose junto al hogar? —añadió Nicéforo.

Todo parecía estar de duelo. Incluso el viento había dejado de soplar, y los pájaros permanecían posados sobre unos surcos poco profundos, desamparados; paseaban a su alrededor unas miradas en las que podía leerse: «¡Hambre! ¡Frío! ¡Miedo! ¡Frío!».

—Aquí huele a muerto —constató Thierry de Alsacia.

—Pero ¿quién debe de haber muerto? Porque se diría que toda Jerusalén llora —dijo Morgennes.

—Su padre —dijo Nicéforo—. Es decir, su rey.

—¡Balduino! —exclamó Thierry—. ¿De modo que también tú has muerto?

Balduino, tal como se refería a él Thierry de Alsacia, había sido coronado rey de Jerusalén después de la muerte de su padre, el ambicioso Fulco V el Joven. Desde el momento en el que había ocupado el trono, el nuevo rey había continuado con el proyecto de su predecesor: la conquista de Egipto. Y como su padre antes que él, Balduino III había fracasado. Había muerto a los treinta y dos años, sin descendencia, tal vez envenenado por uno de sus médicos. Por eso entraba dentro de la lógica que Amaury, su hermano pequeño, conde de Jaffa y de Ascalón, hubiera sido designado para sucederle —y para dar continuidad a las locas ambiciones de su padre.

Su coronación debía tener lugar ocho días después del entierro de su hermano, es decir, el 18 de febrero de 1162. Jerusalén no estaba de duelo. Coronaba a su rey.

Amaury había querido dar a la ceremonia el aspecto de un entierro. ¿Por qué? Porque no se encontraba de humor para alegrías, y porque las circunstancias en las que había sido reconocido por sus pares no habían estado exentas de vejaciones hacia su persona.

Así, los poderosos del reino solo habían aceptado ser sus vasallos a condición de que renunciara a su mujer, Inés de Courtenay: «Señor —le habían dicho—, sabemos que debéis ser rey; no obstante, no aceptaremos de ningún modo que llevéis la corona mientras no os hayáis separado de esta mujer que tenéis. Porque ella no es como debe ser una reina, particularmente la reina de tan excelsa ciudad».

¿Por qué esa demanda? Las razones de esta enemistad permanecían oscuras. El pretexto que alegaban (el de la consanguinidad: los abuelos de Inés y de Amaury eran primos hermanos) no era convincente. En efecto, en este país, la falta de sangre franca obligaba a la mayoría de los nobles a casarse entre ellos. En realidad, lo que más había pesado en la balanza era el comportamiento frívolo y las costumbres ligeras de Inés de Courtenay. A ella y solo a ella apuntaban los nobles, no al rey ni a su descendencia. Pues si bien exigían que Inés no se acercara al trono, aceptaban, en cambio, que su hijo, el joven Balduino IV (que entonces tenía un año), pudiera acceder a él un día.

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