En aquel momento la luz se hizo en mi cerebro. Aquello fue como una revelación. Adiviné lo que había pasado en la isla; cuál era la razón de aquella soledad, la causa de la conmoción de que aun conservaba huellas el suelo.
—¡Un temblor de tierra! —exclamé. ¡Sí ! Dos o tres de estas terribles sacudidas han bastado… ¡De esas sacudidas tan frecuentes en esta región, y bajo las cuales el mar penetra por infiltración! ¡Un día el vapor acumulado ha destruido la superficie!
—¿Un temblor de tierra hubiera cambiado hasta este punto la isla Tsalal? —murmuró el capitán Len Guy.
—Sí capitán, —él ha destruido aquella vegetación extraordinaria, aquellos arroyos aguas extrañas, todas las sorprendentes rarezas naturales hundidas ahora en las profundidades de la tierra, y de las que no hallamos huellas. ¡Nada se ve de lo que vio Arthur Pym!
Hunt, que se había aproximado, escuchaba moviendo la cabeza en señal de aprobación.
—¿Acaso —añadí— estas comarcas de la mar austral no son volcánicas? ¿Es que, si la
Halbrane
nos transportase a Tierra Victoria, no encontraríamos el Erebus y el Terror en plena erupción?
—Sin embargo —observó Martín Holt—, de haber habido erupción Se verían las lavas.
—Yo no afirmo que haya habido erupción —añadí al maestro velero—. Lo que digo es que el suelo ha sido conmovido hondamente por un temblor de tierra.
Y, reflexionando en ello, la explicación que yo daba era admisible. Recordé entonces que, según la relación de Arthur Pym, Tsalal pertenecía a un grupo de islas que se extendía hacia el Oeste. Si no había sido destruida, era posible que la población de Tsalal hubiera huido a alguna de las islas vecinas. Convendría, pues, ir a reconocer aquel archipiélago donde los sobrevivientes de la
Jane
habían podido refugiarse después de abandonar a Tsalal, que desde el cataclismo no debía de ofrecer recurso alguno.
Hablé de ello al capitán Len Guy.
—Sí —exclamó, y las lágrimas se agolpaban a sus ojos—. Sí. ¡Es posible!… Y, sin embargo, ¿cómo mi hermano, cómo sus desgraciados compañeros han podido, encontrar medio de huir? ¿No es probable que todos hayan perecido en el terremoto?
Un gesto de Hunt que significaba «¡venid!» nos llevó tras él.
Después de internarse en el valle unos dos tiros de fusil, se detuvo.
¡Qué espectáculo se ofreció ante nuestros ojos!
Allí se amontonaban pedazos de huesos, esternones, tibias, fémures, vértebras, restos de esqueletos sin hilacha de carne, montones de cráneos con algunos cabellos. En fin, amasijo espantoso que blanqueaba aquel sitio.
Ante el formidable osario, espantoso horror se apoderó de nosotros.
¿Era aquello lo que restaba de la población de la isla, evaluada en varios millares de individuos? Pero si habían sucumbido todos en el terremoto, ¿cómo explicar que aquellos restos estuvieran esparcidos por la superficie del suelo y no enterrados en las entrañas del mismo? Además, ¿se podía admitir que los indígenas, hombres, mujeres, niños y viejos, hubiesen sido sorprendidos hasta el punto de no tener tiempo de ganar con sus embarcaciones las otras islas del grupo?
¡Quedamos inmóviles, desesperados, incapaces para pronunciar una palabra!
—¡Mi hermano!… ¡Mi pobre hermano! repetía el capitán Len Guy, que acababa de arrodillarse.
Sin embargo, reflexionando en el caso, había cosas que yo no comprendía. Por ejemplo, ¿cómo concordar la catástrofe con las notas del cuaderno de Patterson? Estas notas declaraban formalmente que, seis meses antes, el segundo de la
Jane
había dejado a sus compañeros en la isla Tsalal. No podían, pues, haber perecido en el temblor de tierra que, dado el estado de los restos, remontaba a varios años, y que debía haberse producido después de la marcha de Arthur Pym y de Dirk Peters, puesto que el libro no hablaba de él.
Realmente, estos hechos eran inconciliables. Si el temblor de tierra era de fecha reciente, no había que atribuir a él la presencia de aquellos esqueletos ya blanqueados por el tiempo, y en todo caso los sobrevivientes de la
Jane
no estaban entre ellos… Pero, entonces, ¿dónde estaban?
Como el valle de Klock–Klock no se prolongaba más allá, hubo necesidad de desandar lo andado a fin de volver a tomar el camino del litoral. Apenas habíamos franqueado media milla a lo largo del talud, cuando Hunt se detuvo de nuevo ante algunos fragmentos de huesos casi reducidos a polvo, y que no parecía pertenecieran a ningún ser humano.
¿Acaso eran restos de alguno de aquellos extraños animales descritos por Arthur Pym, y de los que ni un ejemplar habíamos visto hasta entonces?
Un grito, o más bien una especie de rugido salvaje, se escapó de la boca de Hunt.
En su enorme mano, que extendía hacia nosotros, se veía un collar de metal.
¡Sí! Un collar de cobre, medio comido por el óxido, sobre el cual podían aun leerse algunas letras grabadas.
Estas letras decían:
Tigre. —Arthur Pym.
¡
Tigre
! Era el terranova que había salvado la vida a su amo cuando éste se había ocultado en la cala del
Grampus. Tigre,
que había dado señales de hidrofobia.
Tigre,
que durante la revuelta de la tripulación se había arrojado al cuello del marinero Jones, casi en seguida muerto por Dirk Peters. Así, aquel fiel animal no había perecido en el naufragio del
Grampus.
Había sido recogido a bordo de la
Jane
al mismo tiempo que Arthur Pym y el mestizo. Y, sin embargo, el libro no le mencionaba, y ni aun cuando el encuentro de la goleta se hablaba de él.
Mil ideas diversas se agolpaban en mi cerebro. No sabía cómo conciliar los hechos. Sin embargo, no había duda de que el
Tigre se
hubiera salvado del naufragio como Arthur Pym, ni de que le hubiera seguido hasta la isla Tsalal, ni de que hubiera sobrevivido a la catástrofe de la colina de Klock–Klock, ni, en fin, de que hubiera encontrado la muerte en aquella otra catástrofe que había destruido una parte de la población de Tsalal.
Pero, lo repito, William Guy y sus cinco marineros no podían encontrarse entre aquellos esqueletos, puesto que vivían cuando partió Patterson, hacía siete meses, y la catástrofe databa de algunos años.
Tres horas más tarde, y sin haber hecho ningún otro descubrimiento, estábamos a bordo de la
Halbrane.
El capitán se encerró en su camarote y no salió de él ni a la hora de comer.
Pensando que lo mejor era respetar su dolor, no intenté verle.
Al segundo día, deseoso de volver a la isla y continuar la exploración de un litoral a otro, supliqué al lugarteniente que me hiciera conducir allí. Autorizado por el capitán Len Guy, que se abstuvo de venir con nosotros, Jem West consintió en otorgarme lo que le pedía.
Hunt, el contramaestre, Martín Holt, cuatro marineros y yo, entramos en el bote, sin armas, pues nada había que temer.
Desembarcamos en el mismo sitio que la víspera, y Hunt se dirigió de nuevo hacia la colina de Klock–Klock.
Una vez allí subimos por la estrecha quebrada, por la que Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Alien, separados de William Guy y de sus veintinueve compañeros, se lanzaron al través de la hendedura agujereada en una sustancia jabonosa, especie de esteatita bastante frágil. En aquel sitio no había vestigios de las paredes que habían debido desaparecer en el terremoto, ni de la hendedura cuyo orificio sombreaban entonces algunos avellanos, ni del sombrío corredor que conducía al laberinto en el que Alien murió asfixiado, ni de la terraza desde la que Arthur Pym y el mestizo habían visto el ataque de las canoas indígenas contra la goleta y oído la explosión que causó millares de víctimas.
Nada quedaba de la colina hundida en la catástrofe de la que el capitán de
la Jane,
su segundo, Patterson y cinco de sus hombres habían podido librarse.
Lo mismo pasaba con el laberinto cuyos anillos entrecruzados formaban letras, y estas palabras, que, unidas componían una frase reproducida en el libro de Arthur Pym; frase cuya primera línea significaba: «ser blanco», y «región del Sur», la segunda.
De modo que habían desaparecido la colina, el pueblo de Klock–Klock, y todo lo que daba a la isla Tsalal aspecto sobrenatural. Al presente sin duda el misterio de aquellos inverosímiles descubrimientos a nadie sería nunca revelado.
No nos quedaba más que regresar a bordo de la goleta, volviendo por la parte Este del litoral.
Hunt nos hizo entonces atravesar por la parte donde los cobertizos para la preparación del escombro del mar habían sido levantados, y cuyos restos vimos.
Inútil añadir que el grito
Tékéli–li
no resonó en nuestro oído, aquel grito que lanzaban los insulares y los gigantescos pájaros negros del espacio. Por todas partes silencio, abandono…
Hicimos alto en el sitio donde Arthur Pym y Dirk Peters se habían apoderado de la canoa que les condujo a más altas latitudes, hasta aquel horizonte de vapores sombríos, cuyas desgarraduras dejaban ver la gran figura humana…, el tinte blanco.
Hunt con los brazos cruzados, devoraba con los ojos la infinita extensión del mar.
—¡Y bien, Hunt! —le dije.
—No pareció oírme y no volvió la cabeza.
—¿Qué hacemos aquí? —añadí tocándole en el hombro. El contacto de mi mano le hizo estremecerse y me lanzó una mirada que penetró hasta el fondo de mi corazón.
—Vamos Hunt —exclamó Hurliguerly— ¿Es que vas a echar raíces sobre la roca? ¿No ves que la
Halbrane
nos espera? Andando… ¡Nada hay que hacer aquí!
Me pareció que los temblorosos labios de Hunt repetían «nada» mientras que su actitud protestaba de las palabras del contramaestre.
La canoa nos llevó a bordo.
El capitán Len Guy no había abandonado su camarote.
No habiendo recibido orden de aparejar, Jem West esperaba paseándose por la popa.
Yo fui a sentarme al pie del palo mayor, observando el mar que se extendía ante nosotros.
En este momento, el capitán Len Guy apareció. Su rostro estaba pálido y contrariado.
—Señor Jeorling —me dijo—, tengo la conciencia de haber hecho todo lo que era posible hacer ¿Puedo tener esperanza respecto a mi hermano y a sus compañeros? ¡No! Es preciso partir antes que el invierno…
El capitán se irguió y lanzó una última mirada hacia la isla Tsalal.
—Jem —dijo—. Mañana, al alba, aparejaremos. Una voz ruda pronunció estas palabras:
—¿Y Pym, el pobre Pym?
Reconocí aquella voz. ¡Era la que había oído en mi sueño!
La decisión del capitán Len Guy de abandonar al día siguiente el anclaje de la isla Tsalal y de volver a tomar el camino del Norte, aquella campaña terminada sin resultado, la renuncia a buscar en otra parte de la mar antártica a los náufragos de la goleta inglesa; todo esto se había tumultuosamente presentado a mi espíritu.
¿Cómo? ¡
La Halbrane
iba a abandonar a los seis hombres que, según el cuaderno de Patterson, se encontraban algunos meses antes en aquellos parajes! ¿La tripulación de la mencionada goleta no cumpliría hasta el fin el deber que la humanidad le imponía? ¿No intentaría lo imposible para descubrir el continente o la isla sobre la que los sobrevivientes de la
Jane
habían podido refugiarse al abandonar la isla Tsalal, inhabitable desde el temblor de tierra?
Sin embargo, no estábamos mas que a fines de Diciembre, al siguiente día de Navidad, casi al principio de la buena estación. Dos meses de verano nos permitirían navegar al través de aquella parte de la Antártida. Tendríamos tiempo para volver al círculo polar antes de la terrible estación austral. Y he aquí que la
Halbrane
se preparaba a poner el cabo al Norte.
Sí; tal era el pro de la cuestión. Verdad, tengo que confesarlo, que el contra se apoyaba en argumentos de valor real.
En primer lugar, hasta aquel día la
Halbrane
no había marchado a la ventura. Siguiendo el itinerario indicado por Arthur Pym, dirigíase a un punto claramente determinado: la isla Tsalal. El infortunado Patterson afirmaba que en esta isla, de yacimiento conocido, era donde nuestro capitán debía recoger a William Guy, y a los cinco marineros que habían escapado de la traición de Klock–Klock. Pero no les habíamos encontrado, ni a ningún indígena de aquel pueblo arrasado, no se sabe por que catástrofe, cuya fecha ignoramos. ¿Habían logrado huir antes de dicha catástrofe, que se efectuó después de la partida de Patterson, es decir, desde hacía menos de siete u ocho meses?
En todo caso, la cuestión quedaba reducida a este sencillo dilema: o la tripulación de la
Jane
había sucumbido y la
Halbrane
debía, partir sin dilación, o aquella había sobrevivido y no se debían abandonar las pesquisas.
Y bien: aceptando el segundo término, ¿qué se debía hacer más que escudriñar isla por isla el grupo del Oeste señalado en la relación de Arthur Pym, grupo donde acaso no se habían sentido los efectos del terremoto? Además, en defecto de este grupo, ¿no habían, podido los fugitivos de la isla Tsalal refugiarse en alguna otra parte de la Antártida? ¿No existían numerosos archipiélagos en medio de aquella mar libre que la embarcación de Arthur Pym y del mestizo habían recorrido hasta se ignoraba dónde?
Verdad es que, si su canoa había sido arrastrada más allá del 84°, ¿dónde hubiera podido tocar en tierra, si ninguna había, ni insular ni continental, en aquella inmensidad de agua? Aparte esto, en caso de repetirlo, el final de la relación está lleno de cosas extrañas, inverosímiles, confusas, nacidas de las alucinaciones de un cerebro casi enfermo.
Ahora sí que Dirk Peters nos hubiera sido útil, de tener el capitán Len Guy la suerte de haberle encontrado en su retiro de Illinois y de embarcarle en la
Halbrane.
Volviendo a la cuestión: en caso de que se decidiera continuar la campaña, ¿hacia qué punto de aquellas misteriosas regiones debía dirigirse nuestra goleta? ¿No se vería reducida a ir al azar?
Además, otra dificultad: la tripulación de la
Halbrane,
¿consentiría en correr los azares de una navegación tan llena de lo desconocido, en hundirse más en las regiones del polo, con el temor de chocar contra un infranqueable banco de hielo cuando se tratara de volver a ganar los marca de América o de África?