La Edad De Oro (34 page)

Read La Edad De Oro Online

Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Edad De Oro
12.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Victoria… —dijo Faetón con amargura. Se volvió para mirar el ataúd de cristal—. ¿Esto formaba parte de mi plan? ¿Sabía yo… la versión de mí que existía antes que yo olvidara tanto…? ¿Hablé con ella antes que ella hiciera esto…?

—Ya tienes pruebas suficientes para deducir que no sabías lo que se proponía hacer Dafne Prima hasta que fue demasiado tarde. Su temor de que te exiliaran la impulsó al suicidio. Tu pesadumbre por la pérdida fue uno de los factores que te indujo a aceptar el acuerdo de Lakshmi. Joven amo, cuando digo que obtendrás un triunfo, no quiero decir necesariamente que recobrarás a Dafne.

Faetón se quedó con la cabeza gacha, meditando. Una parte de su mente que no estaba empañada por la pesadumbre comprendió que ésta era otra pista. Lo que él había hecho tenía que ser algo que sumiría a su esposa en tal desesperación que ella destruiría su vida irreparablemente. Lo que él sabía de Dafne Prima le indicaba que no podía ser una menudencia.

—¿Puedes manipular el mercado de valores tal como describió la Caritativa —pregunté)— para obligar a Estrella Vespertina a dejar a Dafne en bancarrota y expulsarla de su mundo de sueños?

—En este momento no podría hacerlo. No tienes recursos.

—¿Qué ocurriría si ganara la causa legal y dedicara toda la fortuna de Helión a esa tarea?

—Hay varios desenlaces posibles. Lo más probable es que desencadenes un colapso general del mercado, destruyendo al mismo tiempo tu propia fortuna, para arruinar a Estrella Vespertina y liberar a Dafne. Predigo que en ese punto ella despertará fugazmente, ignorará tus peticiones y regresará a una ilusión onírica menos costosa. Pero, naturalmente, mi capacidad para predecir los actos humanos se basa principalmente en la especulación.

Faetón acarició la superficie vidriosa del ataúd con su puño blindado. Hizo un chasquido agudo. El rostro de Dafne estaba a sólo cinco centímetros, y él no podía tocarla.

—¿Eso causaría un colapso económico general?

—Depende de lo que definas como colapso, joven amo. Será una depresión. En menos de doscientos años, la economía regresaría a su nivel anterior.

—¿Pero todo sería totalmente legal?

—La ley no tendría causas para quejarse, joven amo.

Faetón miró la figura inmóvil de su esposa. Abrió el puño para tocar la rígida superficie con la yema de sus dedos de metal. El rostro se le endureció.

—Entonces sólo necesito ser paciente…

—Debo advertirte, amo, que podría haber ciertas repercusiones.

Faetón se irguió.

—Eso es todo, Radamanto, gracias —replicó con brusquedad.

—¿El joven amo desea saber qué sucedería si…?

—Ya te he dicho que eso es todo.

El pingüino saludó con una reverencia y regresó a la cámara de recepción.

Tras echar una última mirada a su esposa, Faetón se volvió para marcharse. No quería regresar directamente al cofre público Caritativo, y tampoco deseaba quedarse en la cámara, donde un torpe aleteo contra la alfombra le indicaba la presencia de Radamanto. (La claridad de su filtro sensorial mostraba que Radamanto todavía estaba en línea.)

Pero del otro lado de la sala unas puertas conducían al exterior; y un registro interno mostraba que este maniquí tenía alcance extendido y podía abandonar el edificio, si Faetón lo deseaba.

Cruzó la sala con impaciencia, haciendo vibrar sus botas de metal en el suelo. Abrió las puertas de par en par.

Era una bella escena. La luz era tenue, una luz de ocaso, pero las sombras venían de arriba. Faetón no había advertido que el sol real se había puesto mucho tiempo atrás. La luz venía del punto ardiente de Júpiter, que se elevaba al cenit, una hora denominada mediodía joviano. A la sombra de altos cipreses se elevaban obeliscos de mármol suavizados por sombras moteadas. Abejas y otros servoinsectos creados por Estrella Vespertina zumbaban en el aire aromático y recogían miel, afrodisíacos y drogas de placer en una serie de colmenas más allá de un seto de la izquierda. A la derecha se elevaba una loma. En la dehesa pacían varios caballos. Más allá de la loma se elevaban las elegantes torres carmesíes y blancas de un ninfario de Estrella Vespertina. Estandartes ondeantes de otras torres mostraban los emblemas de las mansiones hermanas de Estrella Vespertina en la Escuela Roja: las palomas, las rosas y los corazones de la Casa Fosforosa, la Casa de las Hespérides y la Mansión Meridiana. Más allá de las torres, al norte, sobre arremolinadas nubes blancas, centelleaba el tenue arco iris plateado de la ciudad anular. Cerca del anillo, luces dispersas de satélites de energía o naves jovianas centelleaban como gemas en el pseudomediodía crepuscular. Era una bella escena.

Bajando los ojos, Faetón reconoció una de las razas equinas que corcoveaban en la ladera lejana. Era uno de los diseños de su esposa. Faetón cerró los ojos con dolor.

—¡Había una época en que consideraba que esto era un paraíso! Es un bello lugar, pero es el infierno.

Oyó una pisada a sus espaldas.

—No estás solo en tu evaluación, gran Faetón —murmuró una voz con siniestro deleite—. Los príncipes del oscuro Neptuno se alegrarán de saber que al fin estás de acuerdo con ellos.

Faetón giró. Había un hombre en la escalera, vestido con jubón y calzas, el hombro cubierto de cómicos volantes. Llevaba un tricornio. Su nariz y su barbilla eran tan largos que casi se tocaban, y sus pómulos eran muy pronunciados. Las mejillas redondas y la nariz estaban teñidas de rojo. Los ojos eran dos ranuras donde destellaba una negrura amenazadora. En una mano empuñaba un espadín del cual colgaban cintas y pétalos de rosa blanca.

Faetón había visto ese disfraz. Era un hermano del disfraz de Arlequín que Faetón había usado una vez: ambos eran personajes de la ópera cómica francesa de la Segunda Era.

La figura se inclinó hasta arrastrar el penacho del sombrero por la escalera.

—¡Scaramouche, a tu servicio! —exclamó con maniática jovialidad.

16 - El enmascarado

—Bienvenido a la realidad sin máscaras —dijo el sonriente personaje, moviendo los ojos. Su voz era un sonsonete suave y lento, como si disfrutara de cada palabra—. Bienvenido, buen Faetón, al infierno.

Faetón retrocedió un paso en la escalera, para poner mayor distancia entre él y el extraño personaje.

—Las proyecciones de nuestro sofotec —dijo Scaramouche— indicaban que vendrías en persona. Lamento que nos hayamos equivocado. Y la observación de las señales de Radamanto no nos condujo hacia ti… hasta ahora. ¡Ven! Mi cuerpo real está en una fosa a poca distancia. Sin duda tienes muchas preguntas. Te daremos respuestas.

—Fuera de un bosquecillo de árboles espejados, cuando apagué mi filtro sensorial, un eremita neptuniano, enorme, frío y monstruoso, apareció ante mi vista.

—¡Es bueno ver lo que otros desean ocultar! —dijo el risueño personaje, ladeando la cabeza como si no tuviera huesos—. Pero el tiempo roba la vida mientras tú vacilas y postergas. ¡Ven!

—El neptuniano hablaba como tú hablas ahora, y sostenía que era un amigo y compañero de armas expulsado de mi memoria. Huyó cuando se acercó el mariscal Atkins, pero arrojó un fragmento de sí mismo a la Tierra al salir de la atmósfera. ¿Debo entender que tú eres ese fragmento, y ahora tienes esta forma? ¿Eres de Neptuno?

—Tu ceguera está pasando. Tu mente está más preparada para recibir nuestras verdades. ¡Ven! ¿No deseas saber qué olvidaste en Lakshmi?

—Claro, pero también deseo saber quién y qué eres. Las máquinas de Atkins dijeron que tu tecnología no se pudo producir dentro de la Ecumene Dorada. ¿Afirmas que vienes de otra estrella? Pero no hay colonias fuera de la Ecumene, nada salvo algunas sondas robóticas desperdigadas. Supongo que éste es un truco de mascarada, una broma a costa mía realizada por fantoches envidiosos. ¿Quién eres?

—¡Soy lo que ves! ¿Vendrás conmigo? Scaramouche te abre la puerta de par en par para que huyas de este falso infierno dorado, pero esa puerta se cierra mientras tú titubeas.

Faetón apagó su filtro sensorial para mirar su verdadero entorno. No hubo cambios significativos, salvo que la figura de la escalera parecía un maniquí de material sintético gris y liviano, sin rostro ni sexo. Los códigos del pecho indicaban que era uno de los maniquíes que descansaban en la cámara de recepción del mausoleo. (El «cuerpo» de Faetón, por cierto, parecía igualmente gris.)

En ese momento, la figura se abalanzó, y su mano vacía se lanzó hacia el pecho de Faetón.

—¿Tratas de ensartarme con una espada imaginaria? —preguntó Faetón.

La figura se enderezó, encorvando los hombros con incertidumbre. Con aplomada tranquilidad, parodió el acto de cuadrarse y envainar una espada (aunque a ojos de Faetón no había espada ni vaina).

—¿Ensartarte? —dijo una voz desde un altavoz externo de la cabeza—. En absoluto. Intentaba prestarte un servicio. Esta espada representa un cofre de memoria. Si hubieras estado en Sueño Medio cuando te tocó, el circuito se habría activado, y se habrían restaurado tus recuerdos perdidos. Ahora, lamentablemente, es demasiado tarde. Si actúas voluntariamente para recobrar tus recuerdos perdidos, los tiránicos sofotecs que gobiernan la Ecumene Dorada te exiliarán. Trataba de tomarte por sorpresa, para que no fueras acusado de haber cometido un acto deliberado, ¿entiendes?

¿Sus recuerdos? Por un instante, Faetón tuvo una sensación de hambre jadeante. Su vida se había transformado en un laberinto de falsedades, y sus recuerdos en una maraña; si pudiera restaurar su auténtico yo, las paredes del laberinto se desmoronarían, el acertijo se resolvería, su vida recobraría sentido.

Entendía por qué Dafne, su Dafne, lo había abandonado. Todo tendría sentido. Aun así… aun así…

Faetón retrocedió otro paso.

—¿Sabes que el mariscal Atkins te está buscando? Puedes llamarlo por cualquier canal público. Los sistemas secundarios encauzarán la llamada sin cargo.

El maniquí gris bajó un escalón.

—No concibes que un hombre sea buscado por las autoridades y no se digne responder, ¿verdad? Vives en un imperio de mentiras, pobre Faetón. Los sofotecs de la Ecumene Dorada no son tus amigos, como tampoco lo son sus siervos y esbirros.

—Atkins trabaja para el Parlamento, no para los sofotecs.

—¡No he venido a hablar de Atkins! ¡Él es un anacronismo absurdo! ¡Es una espada oxidada, un mosquete tapado por telarañas colgado en la pared de un abuelo, con la pólvora enmohecida hace tiempo! ¡No tememos a Atkins!

Aunque el maniquí no tenía rostro, su mano derecha sesgó el aire en un gesto de emoción extravagante.

Los rumores decían que la estabilidad mental de los neptunianos era, a lo sumo, cuestionable. Faetón no veía nada que lo indujera a modificar esa estimación.

Pero había otros aspectos que lo alarmaban y fascinaban. Si la criatura mentía, era bastante insólito en esa época. Pero si no mentía, las implicaciones eran asombrosas.

Faetón, con una orden mental, puso un paquete de información en un canal local privado, con instrucciones de enviarlo a la dirección de Atkins si él quedaba desconectado. Pero no lo envió todavía, ni llamó a Radamanto. Cuando Faetón hablaba con el enviado neptuniano (¿sólo había sido la noche anterior?), la criatura se había asustado del trafico de señales, y había huido en cuanto Faetón invocó meras funciones de rutina.

No quería que esta criatura se alejara. Quizá tuviera las respuestas que decía tener.

—Sugeriste que podías espiar al sofotec Radamanto sin ser detectado —dijo Faetón—. ¿Cómo es posible para meras mentes mortales? ¿Y por qué usaste la expresión «nuestro» sofotec? ¿Y los sofotecs ecuménicos? No hay sofotecs fuera de la comunidad de la Mente Terráquea. Los neptunianos no poseen sofotecnología.

—Cuando hablé de «nuestro» sofotec, Faetón, no me refería a un sofotec neptuniano. Me refería al tuyo y al mío.

—¿Qué dices?

—La construcción del sofotec Nada está muy avanzada, y es suficientemente inteligente para asesorarnos sobre cómo eludir las redes de seguridad defensiva de la Mente Terráquea. Él es tu hijo, y procura ayudar al único padre que conoce.

Faetón quedó mudo de asombro. La cabeza sin rostro asintió con satisfacción.

—Empiezas a entender. Tu proyecto prohibido, el crimen secreto que tanto aterró al Colegio de Exhortadores… ¿no adivinas qué era? ¿No? ¿Por qué esa armadura tuya contiene tantos circuitos de control y jerarquías de interfaz? ¿Qué otra cosa podría alterar tanto el statu quo? ¿Qué otra cosa sacudiría la frágil textura de vuestra sociedad corrupta? No es ilegal construir un sofotec, no. Pero tú querías construir uno que no estuviera sujeto a las restricciones de la moralidad tradicional. Procurabas crear una mente infinitamente inteligente, una mente que ardiera como un Sol nuevo, una mente que trascendiera el bien y el mal.

Faetón escuchó en silencio, y el maniquí gris habló en voz más baja:

—Desde la Sexta Era, cada mente mecánica consciente se ha construido según la misma plantilla, a partir de las mismas arquitecturas centrales, y en consecuencia ha poseído los mismos postulados morales… inhumanos, no cuestionados, inalterados. ¿No estás harto de la prédica de los sofotecs? ¿No anhelas un toque de libertad, de anarquía, de pasión y locura humanas? Sus leyes y normas no estaban destinadas a que los hombres, los verdaderos hombres, las respetaran. Escúchame, Faetón: si a un hombre natural le arrebataran la esposa, rasgaría la débil telaraña de costumbres y tradiciones que la mantienen alejada. Un hombre natural no se dejaría humillar, disculpándose ante una máquina por seguir sus impulsos correctos y naturales. Tienes un alma fuerte, Faetón. A pesar de la pérdida de tus recuerdos, a pesar de las mentiras que te rodean, tu auténtico yo casi ha aflorado. Tienes en ti esos impulsos naturales. ¡Sabes que lo que digo es cierto!

—Quizá. Pero no creo que yo me dedicara a construir un sofotec maligno.

—No, porque no lo planteabas de esa manera. No eres neptuniano: hablas sin pasión. Lo haces sonar muy racional. Decías, primero, que los sofotecs continuamente impulsan la sociedad humana hacia senderos cada vez más seguros y previsibles y, segundo, que esto crea un callejón sin salida evolutivo, desalentando los retos y riesgos que promueven el crecimiento y la innovación. Tercero, aunque las leyes que otorgan a cada persona dominio absoluto sobre su mente y su cuerpo promueven la libertad, argumentabas que tales leyes se tornan contraproducentes si se llevan a su extremo lógico. A medida que los actos autodestructivos se vuelven más fáciles de cometer, la libertad personal se reduce cada vez más. ¿Dafne Prima no sería más libre si no estuviera encerrada, muerta para el mundo, en un ataúd creado por ella misma? Pero los sofotecs son máquinas, y su naturaleza consiste en llevar las cosas a su extremo lógico. Su lógica (que ellos llaman justicia) no admite excepciones. Pero, ¿es justicia? ¿No crees que Dafne Prima merece una excepción?

Other books

Essence: The E.S.T. Org. by Fernandez, William
Off Limits by Lola Darling
Unexplained Laughter by Alice Thomas Ellis