—¡Aguantad! —exclamó otro.
La tormenta se cebó en los frailes indefensos, que soportaron las rachas de aire caliente con cierto estoicismo.
—¡Jesús! ¡Oigo música! ¡Oigo música!
Unos gritos destacaron de repente entre los silbidos atronadores de la tempestad.
—¿Quién oye música? —bramó una nueva voz, desde la cabeza del pelotón, con tono autoritario.
—¡Yo! ¡Fray Bartolomé! ¿No la escucha usted, padre?
Fray Esteban de Perea, un monje comisionado pocos meses antes por el arzobispo para tomar las riendas del programa de evangelización de Nuevo México, entornó ligeramente los ojos tratando de distinguir la silueta casi circular de fray Bartolomé. Frunció el ceño como sólo él podía hacerlo —ese mismo gesto, frecuente en él, le había valido el sobrenombre de
Halcón
—, y su mirada penetró aguda en las tinieblas.
—¿De dónde viene? —gruñó el padre Perea.
—¡Del sur! ¡Viene del sur!
Aunque sólo un tímido eco de sus palabras llegó a oídos de Perea, todos los frailes, sin excepción, agudizaron el oído, al tiempo que trataban de mantenerse de pie, resistiendo el envite del temporal.
—¿No la oís? ¡Viene de allí delante! —insistió fray Bartolomé a gritos.
Tras unos segundos de escucha, los misioneros distinguieron una melodía entre los agudos silbidos del viento. De no encontrarse en medio del desierto, a cinco jornadas a pie de Santa Fe, hubieran jurado que se trataba de un coro de iglesia entonando un
Aleluya
.
El espectáculo, sin embargo, duró poco. Antes de que pudieran distinguir una sola frase inteligible en aquel galimatías de viento, arena removida y cánticos, la tormenta cambió bruscamente de rumbo, llevándose con ella todo rastro del coro. Después, un silencio casi mortal invadió de nuevo al grupo.
Fray Bartolomé se encogió de hombros, el
Halcón
pareció ignorar el asunto, y el resto de la comitiva cruzó algunas miradas de incredulidad. ¿Un coro? Decidieron no tentar las burlas del demonio. Avergonzados, como si acabaran de ser testigos de alguna clase de espejismo acústico, se sacudieron los hábitos, cargaron de nuevo sus petates sobre los hombros, y reanudaron la marcha en la misma dirección sin hacer ni un solo comentario.
El grupo quería alcanzar cuanto antes la misión de San Antonio de Padua, uno de los asentamientos franciscanos más antiguos de toda la región, en el que fray Esteban deseaba establecerse durante unos días para comprobar por sí mismo algo que en México le había dejado particularmente perplejo: sólo en ese lugar, en los últimos veinte años, y según datos de fiar manejados por el arzobispo, se habían convertido al cristianismo cerca de ochenta mil indios. Es decir, casi la totalidad de todos los habitantes de una región cuyos horizontes se dice que se pierden en los confines del mundo creado por Dios.
El caso era único en toda América. Ni en México, ni en los reinos del Perú, ni en Brasil se había registrado un éxito de cristianización tan rápido y limpio.
Ninguna razón lo fundamentaba de modo convincente. Más bien todo lo contrario, pues a aquellas cifras de conversos les acompañaba el persistente rumor de que alguna clase de «fuerza sobrenatural» había obligado a los indios a aceptar la fe en Cristo.
A Perea, hombre bien entrenado del Santo Oficio, aquello no le gustaba. Sentía una propensión natural a recelar de todo lo etiquetado con el marchamo de milagroso; sobre todo en unas regiones donde cada día era más difícil discernir entre religión y superchería.
—¡Escuchadme! —gritó el
Halcón
, sin aminorar el paso—. Si mis indicaciones son correctas, debemos estar a punto de llegar a la misión de San Antonio.
Un rumor de júbilo recorrió la formación de frailes.
—A partir de este momento —continuó— quiero que estéis muy atentos a cualquier comentario que escuchéis de los indios. No importa lo extraño que os parezca. Quiero saber por qué se hicieron cristianos, si alguien los obligó o instruyó, y si vieron algo fuera de lo normal que los empujara a convertirse a nuestra fe.
—¿Qué quiere decir «algo fuera de lo normal»?
La pregunta, formulada por fray Tomás de San Diego, un agudo lector de teología de la Universidad de Salamanca, alivió las inquietudes de la mayoría. El
Halcón
no titubeó.
—Hermano Tomé, no sabría explicárselo. En México escuché en el Arzobispado rumores sobre espíritus de las praderas que empujaban a los clanes de las tribus de esta región a pedir el bautismo a los frailes…
—¿Espíritus? ¿Qué clase de espíritus?
—¡Hombre de Dios! —el
Halcón
pareció disgustado por la insistencia del fraile—. Usted debería saber mejor que nadie que las gentes de estas tierras no han recibido educación, y que explican con sus pobres palabras lo que han visto. Otra cosa es que sus calificativos sean los más adecuados y que respondan a la realidad de los hechos.
—Entiendo. ¿Quiere eso decir que los espíritus podrían ser ángeles o algo por el estilo? ¿Buscamos huellas que acrediten un milagro?
El fraile empleó un tono que irritó definitivamente al
Halcón
.
—No puedo decirle más sobre algo que ignoro, hermano —respondió secamente fray Esteban—. Pero sí le ruego, y al resto de los padres también, que sea muy escrupuloso con su misión. Nuestro único objetivo es determinar qué movió a estas gentes a convertirse, y si eso ha sido obra de Dios o del diablo.
Durante las dos horas siguientes, el grupo caminó sin detenerse siquiera a recuperar el aliento. El ritmo que marcaba el
Halcón
no era fácil de seguir, y menos bajo un sol de justicia como aquel. Fray Bartolomé Romero, el obeso franciscano que diera la alarma del
Aleluya
en medio de la tormenta, había olvidado ya el incidente, y concentraba sus fuerzas en no perder el paso. Fray Diego López, un joven lego incorporado a la misión en el último momento, le animaba desde atrás, impidiendo que se derrumbara en cualquier recodo del camino, y le empapaba con agua siempre que le veía desfallecer.
Pese al esfuerzo, el ánimo del grupo era excelente. Los cinco días de caminata no eran nada en comparación con las cincuenta y tres jornadas de navegación entre Sevilla y Ciudad de México, en la Nueva España, o los ocho meses de caravana transcurridos entre su salida de México y su llegada a Santa Fe en abril de aquel mismo año. Su ritmo era ahora fuerte, sí, pero seguro.
Justo cuando el sol alcanzó el lugar más alto del cielo, el
Halcón
se detuvo por primera vez. Puso la mano izquierda a modo de visera, y escrutó el paisaje, cubriendo un arco de sesenta grados.
Su rostro se tornó exultante.
—¿Ocurre algo, padre?
Uno de los frailes se adelantó para informarse de la razón de aquel brusco «descanso» bajo la solana. Fray Esteban le ignoró.
—¿Está buscando algo? —insistió el religioso.
—¿Es que no lo ve? ¡Allí delante está San Antonio!
El largo brazo del padre Perea señaló un lejano requiebro del Río Grande. En el centro de aquella curva, si se forzaba la vista, se distinguía la oscura silueta de algo parecido a un castillo. Dos grandes torres, unidas entre sí por un muro alto y macizo, despuntaban por encima de la llanura ocre y oro, rompiendo tenuemente la línea del horizonte. Al lado de esa estructura, los frailes más agudos pudieron divisar algunas pequeñas construcciones, notablemente más bajas.
—No importa si no la veis —bramó el
Halcón
satisfecho de su agudeza visual—. No tardaremos ni una hora en llegar.
Exactamente a una hora a pie de allí, bajo aquellas lejanas torres, tenía lugar en ese preciso momento una singular escena. Fray Juan de Salas escuchaba atentamente a un indio al que llamaban Pentiwa
[16]
. El chiyáuwipki —que significa «hombre del pueblo del cabello estrecho»— era un personaje venerado en el asentamiento. Con fama de hechicero, desde la llegada de Salas a aquella misión de frontera diecisiete años atrás, había tratado de congraciarse con él, invitándole tácitamente a compartir la influencia sobre sus paisanos. Al cura —decía— le correspondía la sanación de las almas, a él la de los cuerpos. Pentiwa era un chamán, un «hombre medicina».
Fray Juan había decidido recibirle en privado aquel mediodía, en la modesta sacristía de su iglesia. El indio deseaba ponerle al corriente de algo «de extrema gravedad».
—Anoche soñé.
Pentiwa, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, comenzó a hablar modulando lentamente sus palabras, como si evaluara el efecto que éstas podían causar en su interlocutor. Había aprendido la lengua de los castellanos en muy poco tiempo y se expresaba con fluidez.
Su dentadura mellada le hacía sisear como las serpientes, dándole una imagen amenazadora que no se correspondía con la realidad. Fray Juan sabía que era inofensivo.
—¿Y bien?
—Fue la pasada medianoche cuando desperté y recordé lo que oyera de mi abuelo, y éste del suyo, muchos años atrás. Luego comprendí que tenía que contárselo a usted lo antes posible.
El chamán chiyáuwipki gesticulaba ampulosamente, como si tratara de dibujar sus pensamientos en el aire.
—Mis antepasados me hablaron de cómo un buen día, un tiempo antes de la llegada de los españoles, los habitantes de Tenochtitlán recibieron la visita de un hombre muy extraño. Lucía grandes barbas rojas y tenía un rostro alargado y triste. Sus ropas le llegaban hasta los pies, y se presentó a las autoridades y a los sacerdotes como un enviado del «hijo del Sol». Les anunció el final de su imperio, la llegada de otro que vendría de muy lejos y la decadencia de sus dioses sedientos de sangre…
—¿Qué deseas transmitirme, querido Pentiwa? ¿Tu angustia obedece a una vieja leyenda familiar?
La mirada grave del fraile le incitó a dejar de andarse por las ramas.
—Está bien, padre. Iré al grano: mi sueño fue una señal para que recordara lo que aquí mismo se produjo hace unos años, cuando todo mi pueblo abrazó su fe…
—¿De qué me hablas?
—De algo de lo que ningún hombre de mi tribu podrá serle nunca más explícito. Y no lo hará por miedo a las represalias. Pero le doy mi palabra de que aquí fuimos visitados por una «hija del Sol», una hermana del mismo personaje que visitara a Moctezuma antes de su derrota. Era tan hermosa como la luna reflejada sobre aguas tranquilas y supo hacerse entender por todos…
—¿Aquí? ¿En Isleta?
—¿De qué se extraña? Estas tierras siempre fueron de los espíritus de nuestros antepasados; ellos las velaron y protegieron para que un día las heredáramos. Después, aquel orden sagrado se alteró con la llegada de los encomenderos españoles, y perdimos lo único de poseíamos.
—No te entiendo, Pentiwa.
—Es muy sencillo. Mi pueblo siempre ha estado protegido por estos espíritus. Seres azules, como el color del cielo, que velaban por nuestro bienestar y que todavía se dejan ver por las llanuras, o en nuestros sueños, para prevenirnos de acontecimientos futuros.
Fray Juan se mesó las barbas, tratando de ganar tiempo para analizar las palabras del indio.
—Pero eso es cosa de los ángeles, Pentiwa —murmuró al fin—. Ellos, como el que hablara con la Virgen María antes de que concibiera al niño Jesús, se aparecen a los hombres para anunciarles cosas que están por suceder… ¿No sería un ángel de la guarda aquella «hija del Sol» que visteis tú y tu pueblo?
El chamán chiyáuwipki no le quitó la vista de encima.
—Nosotros no entendemos de esas cosas, padre. Baste decir que fue un relámpago azul. Una hermosa mujer que nos advirtió de la llegada de nuevos hombres como usted en esta estación. Hombres con hábitos largos como el visitante de Tenochtitlán y largas barbas como la suya.
—No sé qué decir. Resulta una historia difícil de creer. Quizás si otras personas pudieran avalarla…
—Lo crea o no, es lo que pronto sucederá —le atajó el «hombre medicina»—. Lo malo es que esos hombres que yo espero tratarán de arrancar a nuestro pueblo el secreto de esas visitas. Pero le prevengo de que no lo conseguirán.
—¿Y soñaste todo esto?
—Sí.
—¿Y siempre se cumplen tus sueños?
El indio asintió de nuevo.
—¿Y a qué se debe ese recelo por la llegada de nuevos misioneros? Deberías estar contento de que…
—Nuestra vida ya ha cambiado demasiado desde que llegaron los primeros frailes; no queremos que se siga alterando más. Lo comprende, ¿verdad? Además, hemos visto cómo se castiga a los acusados de ejercer la brujería o de creer en los antiguos dioses: se han quemado máscaras de nuestros kachinas, incluso han torturado a mujeres y ancianos en Santa Fe y en las tierras del sur para que confesasen su pecado de idolatría. Y todo en nombre de la nueva religión. No señor, nosotros callaremos.
Un destello de rabia iluminó los ojos del indio Pentiwa. El fraile titubeó.
—¿Es tu última palabra?
—En cierto modo, sí. Sólo quiero que sepa que cuando lleguen esos hombres nuestro pueblo no contará nada. No quiere exponerse al peligro que se reserva a los que no creen en el Dios blanco.
—… Eso si llegan —apostilló Salas meditabundo.
—Llegarán.
Jamás el cumplimiento de un vaticinio le había parecido al padre Salas tan fulminante como aquel. Y es que, apenas el chiyáuwipki hubo abandonado la sacristía, un grupo de niños entró en tropel. Muy excitados, le rodearon y empezaron a tirar de sus hábitos empujándole hacia afuera.
—Tiene visita. Tiene visita —gritaban los pequeños alborozados.
Fray Juan les acarició la cabeza, mientras intentaba mantener el equilibrio. Muchos de aquellos chiquillos eran alumnos suyos. Les había enseñado a hablar en castellano, y les estaba viendo crecer dentro de los márgenes de la fe.
—¿Una visita? ¿Qué visita? —preguntó.
—Son muchos, y han preguntado por usted —respondió el mayor de ellos.
Antes de poder formular una nueva pregunta, el padre Salas cruzó el umbral de la puerta de la misión, cerrando los ojos ante el fuerte cambio de luz. Tardó unos segundos en adecuarse al brillo del sol de mediodía, y cuando lo hizo y comprobó la identidad de sus visitantes; se quedó petrificado. Frente a la puerta misma de la misión, una comitiva de once frailes de su orden, con los cabellos y las barbas blanqueados por el polvo del desierto, aguardaban de pie.