La dalia negra (10 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Durante esas horas, apenas si pronunciamos una palabra. Lee se agarraba al volante con los nudillos blancos, y conducía lo más despacio que podía junto a las aceras. La única vez que su expresión cambió fue cuando nos acercamos para echar un vistazo a unos chicos que estaban jugando. Entonces, sus ojos se nublaron y sus manos temblaron, yo pensé que o se echaba a llorar o estallaba.

Pero lo único que hizo fue mirarles durante unos segundos, y el simple acto de volver a meternos en el tráfico pareció calmarle. Era como si supiera con exactitud hasta dónde podía perder el control como hombre antes de volver al estricto deber policial.

Poco después de las tres, nos dirigimos hacia el sur por Van Ness, un trayecto que nos llevaría a la escuela elemental de la Avenida Van Ness. Nos encontrábamos a una manzana de distancia, junto al Palacio Polar, cuando un De Soto verde, BV 1432, se cruzó con nosotros y entró en el estacionamiento que había delante del local.

—Le tenemos —dije—. El Palacio Polar.

Lee hizo un giro en U con el coche y lo detuvo, justo delante del estacionamiento, atravesado en la calle. Maynard estaba cerrando la portezuela del De Soto, mientras miraba hacia un grupo de niños que iban camino de la entrada con sus patines colgados de los hombros.

—Vamos —dije.

—Cógelo tú —me pidió Lee—. Yo podría perder la calma. Asegúrate de que los chicos están lejos, y si intenta hacer cualquier tontería, mátalo.

Actuar solo yendo de paisano iba en contra de todas las reglas.

—Estás loco. Esto es un...

Lee me dio un empujón para que saliera del coche.

—¡Ve a por él, maldita sea! ¡Esto es la Criminal, no una jodida aula! ¡Ve a cogerle!

Esquivé el tráfico a través de la Van Ness hacia el estacionamiento sin perder de vista a Maynard, que entraba en el Palacio Polar mezclado con un gentío de niños. Corrí hacia la puerta principal y la abrí; al hacerlo, me decía a mí mismo que debía obrar despacio y con calma.

El aire frío me aturdió: la dura luz que reflejaba la pista de hielo me hizo daño en los ojos. Me los protegí con la mano y miré a mi alrededor: vi fiordos de
papier-mâché
y un puesto de bocadillos y refrescos en forma de iglú. Había unos cuantos chicos que hacían piruetas sobre el hielo y un grupo de ellos ante un gigantesco oso polar disecado que se sostenía sobre sus patas traseras junto a una salida lateral. No se veía ni un solo adulto en todo el lugar. Entonces, tuve la idea: comprobar en los servicios de caballeros.

Un cartel me indicó que me dirigiera al sótano. Me encontraba a mitad de la escalera cuando Maynard empezó a subir por ellas, con un pequeño conejo de peluche en la mano. El olor pestilente de la habitación 803 volvió a mí; cuando estaba a punto de pasar junto a mí dije:

—Agente de policía; queda arrestado. —Y saqué mi 38.

El violador alzó las manos de pronto y, el conejo salió por los aires. Lo empujé contra la pared, lo cacheé con rapidez y le esposé las manos a la espalda. Mientras le obligaba a subir a empujones la escalera, la sangre me retumbaba en la cabeza; de repente, sentí que algo me golpeaba las piernas.

—¡Deja en paz a mi papá! ¡Deja en paz a mi papá!

Mi atacante era un niño pequeño con pantalones cortos y una chaqueta de marinero. Me hizo falta medio segundo tan sólo para identificarle como el hijo del violador: se parecía mucho. El niño se cogió a mi cinturón y siguió chillando.

—Deja en paz a mi papá.

El padre empezó a gritar que le diese tiempo para despedirse del crío y encontrar alguien que lo cuidara. Le obligué a subir la escalera y a cruzar todo el Palacio Polar, con mi pistola apoyada en su cabeza; con la otra mano le empujaba para que anduviese hacia delante al tiempo que el niño, detrás de mí, aullaba y me daba puñetazos con todas sus fuerzas. Se había formado una pequeña multitud.

—¡Agente de policía! —grité, hasta conseguir que me abrieran un pasillo para que pudiera llegar a la salida

Un viejo carcamal se encargó de abrirme la puerta.

—¡Eh! ¿No es usted Bucky Bleichert? —farfulló.

—Encárguese del chico y busque a una matrona que lo cuide —logré jadear.

El pequeño tornado me fue arrancado de la espalda. Vi el Ford de Lee en el aparcamiento, empujé a Maynard durante todo el camino hasta él y, de un último empujón, lo metí en el asiento trasero.

Lee dio un bocinazo y arrancó a toda velocidad. El violador murmuraba algo de Jesús y otras palabras que no se entendían. Yo no cesaba de preguntarme por qué el bocinazo no había podido apagar los chillidos del niño, que pedía la vuelta de su papá.

Dejamos a Maynard en las celdas del Palacio de Justicia y Lee telefoneó a Fritz Vogel, que estaba en la central, para comunicarle que el violador estaba detenido y listo para ser interrogado sobre los robos de Bunker Hill. Después, tuvimos que volver al ayuntamiento, hacer una llamada para notificarles el arresto de Maynard a los de Highland Park y otra llamada al Departamento Juvenil de Hollywood con el único fin de calmar mi conciencia sobre el crío. La matrona con la que hablé me dijo que Billy Maynard se encontraba allí, en espera de su madre, la ex mujer de Coleman Maynard, una tipa que se dedicaba a trabajar en los coches y había sido acusada seis veces de prostitución. El niño continuaba con sus gritos de que fuese su papá, así que colgué el auricular con el deseo de no haber llamado.

A esto siguieron tres hotas de redactar los informes por escrito. Hice a mano el del agente que había practicado el arresto y Lee lo pasó a máquina, sin mencionar en absoluto nuestra entrada ilegal en el apartamento de Coleman Maynard. Ellis Loew rondaba por el cubículo mientras trabajábamos, y murmuraba: «Una pesca soberbia», y, «Usaré lo del chico en el tribunal y no habrá problemas».

Terminamos nuestro papeleo a las siete. Lee hizo una mueca en el aire, como si escribiera en una pizarra imaginaria y dijo:

—Otro tanto para Laurie Blanchard —dijo, ¿Tienes hambre, compañero?

Me puse en pie y me desperecé. De pronto, pensé que eso de la comida me parecía una gran idea. Entonces vi a Fritz Vogel y Bill Koenig que se acercaban al cubículo.

—Pórtate bien —me susurró Lee—. Están en buenas relaciones con Loew.

Vistos de cerca, los dos parecían viejos jugadores de la línea media del Los Ángeles Rams que hubieran abandonado su cuidado personal. Vogel era alto y gordo, con una pálida cabezota que brotaba directamente del cuello de su camisa y los ojos azules más claros que yo había visto jamás; Koenig, sencillamente inmenso, le sacaba casi cinco centímetros a mi metro noventa, con un corpachón de jugador de rugby en las primeras fases del ablandamiento.

Tenía la nariz grande y achatada, las orejas como abanicos, el mentón torcido y unos dientes pequeños y repletos de melladuras. Parecía estúpido. Vogel, por el contrario, astuto; y ambos daban la sensación de ser unos malos bichos.

Koenig soltó una risita.

—Ha confesado. Tanto las gorrinadas con los críos como los robos en las casas. Fritzie dice que todos vamos a conseguir menciones honoríficas. —Alargó la mano hacia mí—. Hiciste un buen combate, rubito.

Yo estreché su enorme puño, y observé que había manchas de sangre fresca en la manga derecha de su camisa.

—Gracias, sargento —dije.

Entonces, alargué mi mano hacia Fritz Vogel. Él la aceptó durante una fracción de segundo, clavó en mí sus ojos, de una furiosa frialdad, y luego la dejó caer como si se tratara de una boñiga caliente.

Lee me dio una palmada en la espalda.

—Los ases de Bucky. Sesos y cojones. ¿Has hablado con Ellis de la confesión?

—Es Ellis sólo para los tenientes y los de más arriba —advirtió Vogel.

Lee se rió.

—Soy un tipo privilegiado. Además, tú le llamas chaval y pequeño judío a sus espaldas, así que, ¿te importa algo?

Vogel se ruborizó; Koenig miró a su alrededor con la boca abierta. Cuando se volvió, vi manchas de sangre en la pechera de su camisa.

—Vamos, Billy —dijo Vogel.

Koenig le siguió, obediente, de regreso a la sala común.

—Hermosa pareja, ¿eh?

Lee se encogió de hombros.

—Unos mierdas. Si no fueran policías, estarían encerrados en Atascadero. Haz lo que te digo y no obres como yo, socio. A mí me tienen miedo, y tú no eres más que un recién llegado aquí.

Me devané los sesos en busca de una réplica cortante que fuera adecuada. Entonces, Harry Sears, que parecía el doble de soñoliento y desaliñado que por la mañana, asomó su cabeza por la puerta.

—Lee, he oído algo que deberías saber.

Pronunció las palabras sin el menor rastro de tartamudeo; pude oler licor en su aliento.

—Dispara —dijo Lee.

—Estaba en la sección de libertades condicionales —dijo Sears—, y el supervisor me contó que Bobby de Witt acaba de obtener un número clase «A». Andará dando vueltas por Los Ángeles en libertad condicional a mediados de enero. Pensé que te interesaría saberlo, nada más.

Sears hizo una seña dirigida a mí con la cabeza y se marchó. Yo miré a Lee, que estaba moviendo la cara igual que había hecho en la habitación 803 del Versalles.

—Socio... —dije.

Lee logró sonreír.

—Vamos a buscar algo de comida que meternos entre pecho y espalda. Kay iba a hacer estofado y me dijo que debía llevarte a casa.

Me había imaginado cosas pensando en cómo era la mujer, y el decorado me dejó asombrado: una casa de contornos aerodinámicos y color beige, a medio kilómetro al norte de Sunset Strip.

—No menciones a De Witt —me dijo Lee al cruzar el umbral de la entrada—; Kay se preocuparía.

Asentí y entré en una sala que parecía sacada de un plató de cine.

Las paredes aparecían cubiertas con paneles de caoba pulida, los muebles eran de estilo danés moderno, y había madera dorada y reluciente en media docena de tonalidades distintas por todas partes. De las paredes colgaban litografías con una representación de los más avanzados artistas del siglo XX, y alfombras con dibujos modernistas, rascacielos suspendidos entre la niebla o grandes árboles perdidos en un bosque o las torres de alguna factoría expresionista alemana. Junto a la sala había una zona para comer, y en la mesa flores frescas y fuentes tapadas de las que brotaba el aroma de algo muy bueno.

—No está mal logrado con la paga de un poli —dije—. ¿Algunos sobornos, socio?

Lee se rió.

—Beneficios del combate. Eh, cariño, ¿dónde andas?

Kay Lake salió de la cocina. Llevaba un vestido floreado que hacía juego con los tulipanes de encima de la mesa. Me alargó la mano.

—Hola, Dwight.

Me sentí igual que un chico pobre metido de repente en un baile de alumnos pudientes.

—Hola, Kay.

Dejó caer mi mano con un leve apretón, terminando así lo que había sido el apretón de manos más largo de la historia.

—Tú y Leland compañeros... Te dan ganas de creer en los cuentos de hadas, ¿verdad?

Miré a mi alrededor buscando a Lee y vi que había desaparecido.

—No. Soy de los realistas.

—A mí me ocurre lo contrario.

—Ya lo he observado.

—Ha habido suficiente realidad en mi vida como para que me dure siempre.

—Lo sé.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El
Express Herald
de Los Ángeles.

Kay se rió.

—Entonces, has leído mis recortes de prensa. ¿Alguna conclusión al respecto?

—Sí. Los cuentos de hadas no funcionan.

Kay me guiñó el ojo como Lee; tuve la sensación de que ella era quien le había enseñado a hacerlo.

—Por eso tienes que convertirlos en realidad. ¡Leland! ¡Hora de cenar!

Lee reapareció y nos sentamos a comer, Kay descorchó una botella de champaña y llenó nuestras copas.

—Por los cuentos de hadas —dijo cuando hubo terminado de hacerlo.

Bebimos, Kay volvió a llenar las copas.

—Por la Proposición B.

La segunda dosis de burbujas me hizo cosquillas en la nariz y me obligó a reír.

—Por el segundo combate entre Bleichert y Blanchard en Polo Grounds, algo más grande todavía que el de Louis y Schmeling —propuse.

—Por la segunda victoria de Blanchard —dijo Lee.

—Por que no gane nadie y que no haya sangre —agregó Kay.

Bebimos, terminamos la botella y Kay trajo otra de la cocina. Hizo saltar el corcho, dándole a Lee con él en el pecho. Cuando tuvimos llenas las copas, sentí la fuerza de la bebida por primera vez.

—Por nosotros —farfullé.

Lee y Kay me miraron como si estuvieran moviéndose a cámara lenta y me di cuenta de que las manos que no estaban ocupadas con las copas reposaban sobre la mesa, separadas entre sí solo por unos pocos centímetros. Kay observó que yo me daba cuenta de ello y me guiñó el ojo.

—Así es como aprendí a hacerlo —dijo Lee.

Nuestras manos se movieron hasta unirse.

—Por nosotros —dijimos al unísono los tres.

Contrincantes; después, compañeros; más tarde, amigos. Y con la amistad llegó Kay, jamás se interpuso entre nosotros, pero siempre llenó nuestras vidas fuera del trabajo con su gracia y su estilo.

Ese otoño del 46 fuimos a todas partes juntos. Si estábamos en el cine, Kay ocupaba el asiento del medio y se agarraba a las manos de los dos en las escenas de miedo; cuando pasábamos las veladas de los viernes oyendo a las orquestas en el Malibú Rendezvous, alternaba los bailes con nosotros dos y siempre lanzaba una moneda al aire para ver quién conseguiría bailar el último lento. Lee nunca manifestó ni una pizca de celos y el atractivo inicial de Kate sobre mí se fue volviendo más calmado y profundo, como una iridiscencia en el aire. Y en él estaba cada vez que nuestros hombros se rozaban, cada vez que una canción de la radio, un anuncio gracioso o una palabra de Lee nos afectaba del mismo modo y nuestros ojos se encontraban al instante. Cuanto más callado y tranquilo era, más sabía yo que podía tener a Kay... y más la deseaba. Pero dejaba que las cosas siguieran su curso, no porque eso fuera a destruir mi compañerismo con Lee, sino porque hubiera trastornado lo perfecto de nuestra relación a tres bandas.

Después del trabajo, Lee y yo íbamos a su casa y encontrábamos a Kay ocupada en leer, en subrayar pasajes en los libros con un lápiz de color amarillo. Hacía la cena para los tres. Algunas veces, Lee se iba a correr por Mulholland en su motocicleta. Entonces, ella y yo hablábamos.

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