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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (14 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Examinó su antebrazo, recorriendo con la mirada la larga incisión, el pálido corte, tan rectilíneo que parecía trazado con regla. Recordó el filo acerado de la daga hundiéndose en la carne con delicadeza. Ningún dolor, solo asombro. La turbadora sonrisa de Arnau contra sus labios. Las piernas de su compañero alrededor de su cuerpo, su mano izquierda acariciándole el vientre. Durante unos segundos, no sintió nada. De pronto, la aparición de una indolente gota de sangre, justo debajo del codo. Luego otra, y otra, de una admirable perfección. Finalmente, la sangre empezó a brotar a lo largo de toda la herida y a deslizarse lentamente hacia la palma extendida de Jeanne. La endrina mirada de Arnau; el brillo salvaje, vital, de sus ojos. Él había lamido su sangre, primero con la ternura de un enamorado, después con una pasión animal. Cuando este alzó la vista, cuando la besó ardientemente, humedeciéndole los labios con su propia sangre, Jeanne supo que no había marcha atrás. Arnau murmuró con voz cavernosa:

—Ahora eres mía, estás dentro de mí, por siempre.

En ese momento, el filo de la daga penetró en el musculoso y lívido brazo de Arnau. Fue su turno: Jeanne bebió la sangre de su amante y, desde entonces, compartía sus tardes y sus noches, sin saber dónde pasaba él sus días. ¿Adónde iba? ¿Cuál era su verdadera identidad? En el fondo, le era indiferente. ¿Un ser extraordinario de otra época, por encima de todas las reglas, de los miedos humanos? Tal vez. Al principio, Jeanne había velado sus agitados sueños, preguntándose por el significado preciso de aquella serpiente grabada en el ónice del anillo que jamás se quitaba, aguardando, esperando que la complicidad de la noche le revelara los secretos de su amante. Un sudor malsano empapaba los cabellos de este, los largos mechones ondulados se pegaban a su frente, a sus mejillas. El dolor, o tal vez el miedo crispaba sus negras cejas, y las lágrimas se precipitaban de sus largas pestañas. Él mascullaba y sacudía la cabeza rechazando algo, Jeanne ignoraba el qué. Esta se fue cansando de aquella vigilia nocturna que no le desvelaba lo más mínimo. Ambos disponían de todo el tiempo del mundo, pues las leyes que regían el universo de los mortales en nada los afectaban. Además, Jeanne había obtenido lo que había exigido a cambio de su cuerpo y su alma: la vida y la paz de Aude.

Jeanne se levantó y se puso una saya de cendal carmesí por encima del camisón. Al entrar en la habitación de su hija fue recibida por la plácida y pausada respiración de la bella durmiente. Jeanne cerró los ojos y se llevó la mano a la boca para ahogar un suspiro de alegría. Le había dado la vida dos veces a su amado ángel, quien reposaba en calma con una sonrisa en los labios. Era lo único que importaba.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

E
l señor de Villanueva había pedido a la abadesa que aceptara sus disculpas. Una apremiante deliberación relativa a la muerte de Blanche de Cerfaux le impediría asistir a los oficios divinos durante todo el día. De hecho, encerrado en los espaciosos aposentos que le había reservado la hospedera, Arnaldo de Villanueva no había cesado de rumiar aquel misterio. Sin embargo, sus reflexiones, sus pensamientos, lo transportaban mucho más allá de la abadía. Llevaba años acechando a Blanche, le había seguido la pista hasta Clairets y no dudó en embarcarse en un largo viaje para encontrársela cara a cara, para ponerla contra las cuerdas. Blanche era una de las piezas del alambicado rompecabezas que había conducido a Arnaldo a todos los rincones del Occidente cristiano. Pero ahora estaba muerta; se había llevado sus secretos a la tumba.

¿Había vuelto a perder el hilo de sus indagaciones, o por el contrario se acercaba finalmente a su objetivo? ¿Estaba su enemigo y el de todos sus hermanos, el implacable, temible y terrorífico Arnau Amalric a su alcance? ¿Habría ordenado este la muerte de Blanche por temor a lo que pudiera revelar? Indudablemente tenía poder para hacerlo.

Desde hacía años erraba de abadía en abadía, encontrándose tan solo en contadas ocasiones con sus hermanos de lucha a fin de transmitirles noticias decepcionantes. El tiempo no corría a su favor. El tiempo llevaba años traicionándolo. La fatiga invadía sus huesos preludiando el fin. La sentía bajo la piel. Cada día lo corroía un poco más. Había enterrado a dos papas y a un número de reyes aún mayor. Era un viejo con setenta y siete años a sus espaldas; un viejo que solo se mantenía en pie gracias a las fuerzas insufladas por sus hermanos, la confianza de estos y el rabioso deseo de derrotar a su enemigo antes de que se propagara por el mundo como la más incurable de las plagas. Y, por supuesto, gracias a algunas de sus pociones secretas, que probablemente le hubieran valido la cárcel de haber salido a la luz.

Tardaron en reaccionar. El principal culpable había sido Clemente V, sus dilaciones, la desmedida prudencia que tan difícil hizo convencerlo de que el mal estaba a las puertas, de que iba conquistando terreno y pronto se abatiría sobre todas las criaturas. Villanueva y sus seis hermanos, todos científicos, reputados alquimistas, fueron recopilando pruebas con paciencia, hurgando en las bibliotecas, recabando testimonios, enviando a los investigadores a los cuatro puntos cardinales del Occidente cristiano. Finalmente, el soberano pontífice no pudo negar la evidencia por más tiempo: el mal, o al menos una de sus variantes más perniciosas, resurgía con fuerza. Se levantaba la veda. Villanueva olfateó la pista del enemigo más perverso al que jamás se hubiera enfrentado. Su rastro lo condujo a innumerables lugares, tantos que había perdido la cuenta. Se había topado con callejones sin salida y vencido a la desilusión, avanzando en sus pesquisas cual laboriosa hormiga. Dios debía infundirle aliento hasta que el monstruo fuera exterminado y sus adeptos ejecutados en la hoguera purificadora.

Blanche de Cerfaux, ¿había sido una de sus víctimas o de alguno de sus esbirros? El colgado en una iglesia, la cruz invertida, la estrella de cinco puntas… Pero ¿por qué en Clairets? A decir verdad, el «arma del crimen», una vulgar plancha de abuela, lo disuadía de prestar fe a dicha hipótesis. Su demoníaco adversario, de una elegancia tenebrosa, jamás hubiera recurrido a un utensilio tan ordinario para deshacerse de un estorbo. Sin duda lo hubiera considerado una falta de grandeza, un fracaso.

Alguien dio unos toquecitos a la puerta de su habitación. Arnaldo se levantó. Marguerite Bonnel, jovial como siempre, se asomó por el resquicio de la puerta y le anunció:

—Un mensajero, mi señor. Agotado, pero con agallas: ¡ha desafiado a la tormenta para llegar hasta vos! ¡Jesús, María y José, mira que aventurarse a salir con este tiempo! A su caballo le llegaba la nieve hasta las cañas
[89]
. ¡El pobre se ha quedado tieso de frío! Lo hago pasar, pero luego vengo a buscarlo para que le den una sopa reconstituyente y un tazón de vino caliente especiado.

Disimulando su sorpresa ante la noticia, el señor de Villanueva le dio las gracias calurosamente, pese a su preocupación.

Un hombre de cincuenta y muchos años, enjuto y de gran estatura, con el rostro demacrado de agotamiento, entró al rato en la estancia del erudito. Arnaldo de Villanueva corrió hacia él para estrecharlo entre sus brazos.

—Frédéric, ¡mi valeroso amigo! Comprendí al instante que se trataba de vos. De uno de vosotros. Tan solo siete conocemos mi paradero, aparte del soberano pontífice…

Villanueva retrocedió y miró fijamente a su viejo compañero.

—Percibo tal gravedad y cansancio en vuestro semblante que temo oír lo que habéis venido a contarme sin vacilar en recorrer una larga ruta y desafiar los elementos. Por favor, tomad asiento. Permitid que os ayude a descalzaros las botas empapadas para que podáis calentaros los pies frente a la chimenea.

Arnaldo de Villanueva se apresuró a añadir un gran puñado de hierbas medicinales en la marmita de agua que bullía sobre el hogar. Luego abrió la lengüeta del conducto de la chimenea para atizar las llamas.

En la habitación contigua, Alexia de Nilanay llevaba leyendo
Cligès
, de Chretien de Troyes
[90]
, desde la mañana. Era la palpitante historia de la llegada a Inglaterra de Alexandre y su hijo Cligès con el objetivo de perfeccionarse en el arte de la caballería. La había cautivado tanto que se olvidó de almorzar. Sintió escalofríos y dudó si levantarse a avivar el lánguido fuego. El hábito de las privaciones y la penuria que le habían inculcado en aquel lugar le habían calado hondo. Su antigua inclinación por el lujo y los dispendios banales parecía haberla abandonado para siempre. Aunque, desde luego, el punzante frío de ese día de intensa nevada hubiera disuadido a cualquier aficionado a la lectura de seguir leyendo. No obstante, aquella aventura la tenía fascinada y quería saber cómo continuaba. Finalmente se decidió. Tiró de la cadena que hacía oscilar la lengüeta del cortatiro de la chimenea a fin de que entrara más aire. Al hacerlo, oyó con nitidez la conversación de la habitación vecina, ocupada por un sabio de gran renombre.

—Arnaldo… No sé si la noticia es buena o nefasta.

El hombre se expresaba con un ligero acento germánico.

Algo avergonzada, Alexia estuvo a punto de cerrar la lengüeta, mas su instinto la impulsó a seguir escuchando. Después de todo, ya no era una sirviente de Dios, nunca lo había sido, por lo que el pecado sería menos grave si era ella quien lo cometía. Además, ese señor de Villanueva suscitaba intriga entre algunas de las religiosas: llegar en pleno mes de febrero so pretexto de estudiar las plantas medicinales olía a burdo engaño. En resumen, si ocultaba un secreto a la abadesa, estaba resuelta a averiguarlo por afecto a su antigua madre. Persuadida por esa aplastante lógica, aplicó el oído.

—Frédéric, nos une un sinfín de experiencias atroces. Pero por encima de todas ellas está la confianza ciega depositada en nuestros hermanos, que nos sirve de apoyo y protección. Hermano mío, hablad; os escucho.

—Vuestras deducciones eran ciertas, la bestia ha remontado hacia el norte. Se esconde en alguna parte de los alrededores. Sin embargo, sabéis tan bien como yo que siempre dispone de varias guaridas.

Tenso como un arco, el señor de Villanueva exigió explicaciones con voz entrecortada. Así que sus deducciones eran ciertas: el que se hacía llamar Arnau Amalric se ocultaba no lejos de Clairets. Su compañero de lucha en aquella guerra encubierta y sin tregua continuó:

—Se ha hallado el cadáver de un joven monje de Dame-Marie llamado Gilbert. Su cuerpo se encontraba tendido, desangrado, sobre un dolmen conocido por el nombre de «Piedra de los Deseos». Una piedra de gran tradición pagana, como bien sabéis. Lo han descubierto unos campesinos que recogían leña caída.

—¿Cómo lo han asesinado? —preguntó el señor de Villanueva en un tono metálico.

—Le han rajado la garganta de oreja a oreja. Un corte limpio, sin vacilación, muy del estilo de Arnau Amalric. Todas las víctimas que le hemos atribuido hasta ahora han perecido degolladas, sin más heridas. Son verdaderas ejecuciones.

Esta información tranquilizó a Arnaldo, ahuyentando sus sospechas: su enemigo y el de sus hermanos no era el asesino de Blanche de Cerfaux. La ira de los golpes asestados al cráneo de la novicia así lo demostraba. Volvió a preguntar:

—¿Se atisba alguna elucidación de lo ocurrido?

—Tras una breve investigación en la abadía de Dame-Marie, supimos al momento, gracias a los testimonios de los religiosos, que el hermano Gilbert había partido al alba en compañía de un antiguo iluminador y copista transferido a la abadía de Jumièges, un tal fray Henri. Según un testigo, el joven monje llevaba al hombro un abultado fardel, con toda probabilidad lleno de víveres, prueba de que se disponían a emprender un largo periplo.

—¿Cuál es la versión del tal hermano Henri?

—Comenzó afirmando no saber nada de esta historia y no dudó en jurar sobre los cuatro evangelios —explicó Frédéric—. Ante la profusión de pruebas que contradecían su versión, acabó confesando. Os ahorro los detalles. Se derrumbó sollozando como un niño, asegurando que lo habían hechizado. A continuación, describió al caballero negro con el que se había citado. Este último debía ofrecerle la vida eterna y devolver a su mano la destreza perdida a cambio del sacrificio del joven. Si damos crédito al hermano Henri, fue el caballero quien degolló al novicio. Sea como fuere, será juzgado y castigado sin piedad. ¡Es él, Arnau! La descripción de su caballero negro se corresponde con la que todos nosotros hemos hecho de ese monstruo demoníaco, de Arnau Amalric.

Al oír estas últimas palabras, el señor de Villanueva se demudó. Su corazón se había embalado de tal forma que sintió un dolor en el torso. Se apretó la mano contra el pecho y un mareo le nubló la vista.

—¡Arnaldo, querido hermano! —exclamó aturdido el supuesto mensajero—. ¡Os lo ruego… reponeos!

El señor de Villanueva lo tranquilizó con un gesto.

—Estoy bien, amigo mío. No sé si ha sido el alivio de ver que por fin nuestro objetivo está cerca o el miedo a un nuevo fracaso. Quizás incluso, he de confesarlo, el miedo a encontrarme frente a frente con ese ser maléfico y poderoso. ¿Y si me flaquean las fuerzas? ¿Y si no logro mi cometido?

—¿Vos? Jamás. ¿Por qué creéis que hemos depositado nuestras esperanzas en vos? Sois el único capaz de resistir a su magia, a sus diabólicos artificios que a tantos han arrastrado a la perdición, a la condenación eterna. Vos seréis inmune a su innoble seducción, estoy convencido.

—¡Que Dios os oiga!

Una suerte de temor supersticioso pudo con Alexia de Nilanay. ¿A qué se referían exactamente los dos hombres? ¿Qué bestia llevaban tiempo queriendo capturar? ¿De qué magia hablaban? ¿De qué condenación? Aquellas palabras tan funestas la angustiaron, a la vez que despertaron su curiosidad. Al otro lado del conducto de la chimenea, la conversación proseguía.

—¿De qué estrato del infierno sale ese ser, Arnaldo?

—Lo ignoro, amigo mío. A pesar de mis esfuerzos, de los continuos esfuerzos de todos nosotros, a pesar de las horripilantes obras que he consultado en la biblioteca secreta de nuestro Santo Padre, no he logrado identificar a ese demonio entre los ochenta y dos censados hasta la época. Nada en los arbitrios y ardides de nuestro enemigo coincide con lo que ya conocemos o hayamos podido aprender de los casos de posesión y las actas de exorcismos.

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