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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (13 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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La abadesa dio orden inapelable de retirarse a las atemorizadas monjas que aguardaban fuera. Plaisance se limitó a informarlas de que Blanche acababa de reunirse con su Creador y que yacía en paz. Dicha aclaración no satisfizo a ninguna: Thibaude había relatado ya su macabro descubrimiento, adornándolo un poco cada vez que narraba nuevamente el suceso. Según su versión, habiéndola asaltado un sombrío presentimiento, fue corriendo a la iglesia abacial, donde nada más entrar encontró a Blanche colgada boca abajo, con la boca completamente abierta como si ahogara un grito mudo, y con múltiples heridas chorreando sangre. Un tenue ruido, como el del roce de una tela, la puso sobre aviso: el asesino aún se encontraba en el interior. Tranquilizada por la conmiseración que le demostraban sus hermanas, a la vez que algo embriagada por el pánico de estas, Thibaude acabó convenciéndose a sí misma de que había burlado a la muerte, y se alegraba de haber escapado por un pelo.

Hermione de Gonvray reflexionaba en el
herbarium,
sentada ante la mesa donde se hallaban las balanzas. Unos firmes golpes contra la puerta la sacaron de su ensimismamiento. Convencida de que sería la abadesa, abrió sin pensar. Encontró a Mary de Baskerville, iluminada únicamente por el reflejo de un candil que la hacía parecer aún más trasluciente. La nieve se había acumulado sobre los hombros de su pelliza y su cabeza. Sin tan siquiera esperar una invitación, accedió a la sala repleta de armarios con estanterías abarrotadas de frascos, saquitos y botes. Hermione aguardó sin pronunciar palabra, como era su costumbre.

—Os debo una disculpa, hermana —comenzó diciendo su sustituta—. Había infravalorado vuestra inteligencia, un desacierto no muy común en mí.

—¿De verdad? ¡Yo que pensaba que al saberos superior menospreciabais automáticamente al resto del mundo!

Una sonrisa de júbilo estiró los labios blanquecinos de Mary.

—En efecto. Sin embargo, yo también yerro, aunque en raras ocasiones. En vuestro caso, he de decir en mi descargo que me confundió vuestra exagerada insistencia en banalidades relativas a la preparación de pociones, informaciones tan evidentes que deberíais haber obviado. Resumiendo, acabé por creer que erais uno de esos mediocres espíritus afanosos.

—Al contrario que vos, me esfuerzo por explicarme, por hablar con sencillez para hacerme entender. El conocimiento es un bien precioso que debe compartirse.

—Eso sería una total pérdida de tiempo —replicó Mary con indiferencia—. ¡Que los necios se queden donde están y no entorpezcan los esfuerzos de los demás! Volviendo al motivo de mi visita, os ruego aceptéis mis disculpas… hermano.

Hermione sintió que el suelo se derrumbaba bajo sus pies. Se sujetó al borde de la mesa.

—¿Qué…? —farfulló.

—Salta a la vista. Algunos detalles físicos como la estrechez de vuestras caderas, la fuerza de vuestros brazos cuando descendimos el cadáver a la par que el lustro o la prominencia de vuestra nuez, que se os adivina bajo el cuello de la túnica cuando os invade una intensa emoción (y el descubrimiento que acabamos de hacer pondría los pelos de punta a la menos impresionable de entre nosotras). A todo ello hay que añadir otros indicios más inapreciables… sutiles. ¿Por qué nuestra madre parece estar impaciente por que abandonéis Clairets cuando es evidente la ternura que os profesa? Dudo que hayáis cometido falta alguna que la empuje a separarse de vos, máxime habida cuenta de que las apoticarias expertas no crecen en los árboles y por norma se procuran conservar.

—Sois la primera que…

—Os lo acabo de decir: una de las características de la necedad es la falta de lucidez. Las personas solo ven lo que quieren ver. En vez de reunir pruebas y encajar piezas hasta dar con la respuesta correcta, maquillan la realidad, la transforman a su antojo y se forman ideas erróneas que en el fondo les tranquilizan. Vestís una túnica de bernarda en un convento de mujeres, por ende no podíais sino ser una mujer. Como veis, querida, las personas alcanzan la conclusión que más les satisface, sin importarles su exactitud. Sus mentes imperfectas interpretan los indicios de forma que estos acaben dándoles la razón.

—¿Estimáis que no somos criaturas inteligentes?

—Por supuesto que sí… al menos en comparación con las babosas. Con todo, debéis admitir que susodicha inteligencia no está repartida por igual entre nosotros. Lo que es más, la inteligencia nos sirve sobre todo
a posteriori
para legitimar los errores provocados por su carencia. Vamos, querida Hermione, o como quiera que os llaméis: abrid los ojos, sois una persona capaz.

Hermione de Gonvray, habiendo recuperado la suficiente confianza en sí misma, espetó con frialdad:

—No os considero una persona amable.

Una sincera estupefacción se dibujó en el semblante de Mary, que arqueó sus cejas casi blancas.

—¿Acaso lo lamentáis? ¿Y por qué habríais de considerarme amable? No os estoy ofreciendo mi amistad más de lo que deseo la vuestra. ¿Qué haría yo con ella? Al haber descubierto que poseéis una mente digna de llamarse así, he venido a proponeros que unamos nuestros intelectos. Al igual que el señor de Villanueva, sospecho que esta muerte no sea más que la primera.

—Justamente, ¿por qué no
unir
vuestro talento al suyo, y no al mío?

—Arnaldo de Villanueva —murmuró la anglosajona, irónica—, personaje de reconocido prestigio, si bien algo turbio. El desconcertante señor de Villanueva, tan apasionado por las hierbas medicinales de vuestra hermosa región que aún no ha puesto un pie fuera de la abadía desde que llegara. Tal vez está esperando a la primavera, estación más propicia a la recolección, ¿no creéis?

Hermione había pensado lo mismo sobre el galeno, el cual pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, cuando todas las obras de botánica se encontraban en uno de los estantes del
herbarium
.

—¿Qué insinuáis?

—Que me deja atónita el hecho de que hayan utilizado un pretexto tan absurdo para justificar la presencia del célebre sabio en Clairets, por no decir que su comportamiento de hace un rato me ha… sorprendido sobremanera.

Una duda afloró en Hermione, que preguntó:

—¿Estamos seguras de que verdaderamente se trata del señor de Villanueva, y no de un impostor?

—¡Ajá!, ¿veis cuán conveniente es cogitar y contemplar todas las posibilidades, incluso las más inverosímiles? Hay que analizar en primera instancia las más plausibles, y si alguna no pasa la prueba, entonces, y únicamente entonces, es aconsejable admitir que lo inverosímil es cierto. Volviendo a vuestra sospecha, podéis estar tranquila: es él, seguro. Aparte de que traía consigo una misiva papal, visitó mi antiguo monasterio de Castres hace un año. Allí tan solo permaneció unos días, y si bien nos cruzamos en alguna ocasión, no guarda, por gran fortuna, ningún recuerdo de mí. Sin embargo, en aquella época no eran las plantas medicinales lo que le interesaba.

—¿Cuál era entonces el móvil de su visita?

—Una ampliación de la capilla. Confieso haberme preguntado por qué enviar a un médico para tal menester. Un arquitecto hubiera sido, a todas luces, más apropiado.

Hermione advirtió de repente que ambas permanecían en pie desde el inicio de la conversación, por lo que propuso:

—Sentémonos. Prepararé un poco de infusión de malva.

—Maravilloso.

Hermione se agachó para atizar las brasas incandescentes de la chimenea y añadió algo de leña menuda para reavivar el fuego.

—¿Qué opinión os merece la madre Plaisance? —preguntó Mary mientras Hermione se encontraba de espaldas—. No he tenido ocasión de frecuentarla lo bastante para hacerme una idea de ella. Dejemos aparte su corta edad, la cual no me preocupa en absoluto; he conocido a ancianos más estúpidos que algunos niños.

—Innegablemente es una de las mentes más lúcidas que conozco… —comenzó a responder Hermione.

—¿Pero? Porque hay un «pero», ¿cierto?

—La encuentro tan… indemne.

Hermione se sorprendió del desahogo que le procuraba aquella confidencia vertida a una desconocida por la que no sentía aprecio.

—Entiendo.

—¿De veras?

—Desde luego. Indemne de faltas, indemne de cicatrices. Os referís a eso, ¿verdad?

—¿Sois adivina?

—Desde luego que no. Simplemente observadora.

Aún de cuclillas frente al fuego, Hermione volvió la cabeza hacia la otra religiosa, esperando la continuación de su frase.

—De entre las cinco personas reunidas en la iglesia abacial, una sola no alcanzaba a entender lo que acaba de descubrir: Plaisance de Champlois. Solo una no había vivido el tiempo suficiente entre los hombres como para convencerse de que son capaces de todo, especialmente de lo peor. Me han confiado que nuestra madre llegó aún siendo niña a la abadía. No posee verdaderas cicatrices, de las que os laceran el alma y supuran por siempre jamás. Estoy segura de que las conoce, de que conoce su existencia, quiero decir. No obstante, entre conocerlas y sufrirlas…

—¿Y vos? ¿Qué conocéis vos? —soltó Hermione, sucumbiendo a la rabia.

—Mucho más de lo que suponéis —repuso Mary con cordialidad—. Aunque esa es una larga historia y no me place contárosla. Centrémonos, os lo ruego, en nuestro… desagradable descubrimiento —propuso la nueva apoticaria tendiendo el brazo para alcanzar el gubilete de infusión que le ofrecía Hermione—. ¿Habéis logrado sacar algo más en claro?

Hermione de Gonvray tomó asiento a su lado y vaciló antes de admitir:

—A decir verdad, pienso que muchas cosas carecen de sentido…

Con el mentón reposando sobre una de las palmas de la mano, Mary de Baskerville la miraba de hito en hito con sus turbadores ojos azulados.

—Por un lado, la cruz de sangre invertida, la estrella de cinco puntas relacionada con la brujería y el satanismo; pero por el otro, la vulgar plancha.

—Exactamente —asintió la anglosajona—. ¿Qué es lo que quieren hacernos creer? ¿Que se trata de un asesinato demoníaco? Lo cierto es que nada en la forma de la muerte apunta a ningún tipo de sacrificio. Todo lo contrario, denota rabia y odio; en otras palabras, denota los recuerdos, compartidos o no por la víctima. Por eso sospecho que el asesino pretende conducirnos a una pista falsa: la brujería. A menos que sea imbécil. Si no, hubiera escogido una manera más simbólica de dar muerte, no una plancha, desde luego, que huele un poco a improvisación. Por lo demás, esa plancha es todo un enigma. Si es un hombre quien ha izado el cadáver junto con el lustro, es de suponer que está dotado de indudable fuerza. De ser así, ¿por qué no estrangular sin más a su víctima o aplastarle la cabeza violentamente contra la pared o las baldosas del suelo? ¿Por qué no romperle las vértebras en vez de optar por una plancha, que puede resultar desconcertante en manos de un hombre?

Hermione preguntó atónita:

—¿Insinuáis que una mujer sería capaz de…?

—¿Matar? Sin duda alguna. ¿Levantar de ese modo a la víctima? De ninguna manera. Incluso contando con que la ira hubiese multiplicado sus fuerzas.

—Si no es un hombre, ni una mujer, ni un poder de las tinieblas, ¿qué, entonces?

—Recordad el consejo que os he dado: cuando las posibilidades más razonables se agotan, quiere decir que lo inverosímil, lo imposible, es cierto.

Un escalofrío recorrió a Hermione, que murmuró:

—Ellos, o ellas, eran varios.

—Es la misma conclusión a la que he llegado yo.

Hermione agachó la cabeza, pensativa:

—Habéis mencionado antes la perturbadora actitud del señor de Villanueva… ¿No es cuando menos sorprendente que en primer lugar, con gran discreción, examinara el cuello de Blanche cuando, evidentemente, los golpes mortales fueron asestados en la cabeza?

Mary de Baskerville dio una palmada de satisfacción antes de exclamar:

—¡Intuyo que nuestra colaboración será fructuosa! Yo no me había percatado de ese detalle. Por el contrario, su manifiesto deseo por darnos la razón en cada una de las hipótesis que avanzábamos me halagó, aunque también me sorprendió enormemente… al igual que su estupefacción e inercia al descubrir el cuerpo de Blanche… ¡Vamos! Se trata de un reputado médico y dudo que la vista de un cadáver aún le impresione. A no ser que, gracias a las declaraciones de Thibaude, conociera la identidad de la muerta antes de entrar en la iglesia abacial.

—Estudiaba la escena —afirmó Hermione.

—Para decidir qué actitud adoptar —completó Mary—. Parece estar ocultando algo, ¿no creéis? Hay otro dato extraño para los que conozcan bien el juego del tarot. Sin embargo, dados los… misterios que guarda el bueno de Arnaldo, no juzgué oportuno mencionarlo en la iglesia.

—¿Qué dato?

—El pie. Han colgado a Blanche por la pantorrilla derecha. Es un error. El colgado pende del tobillo izquierdo, la pierna derecha se encuentra replegada tras la rodilla izquierda. Otra aproximación que descoloca, habida cuenta del empeño que el asesino ha puesto en… exhibir su crimen, son los brazos de la novicia, que le colgaban por ambos flancos. El colgado, empero, tiene las manos cruzadas a la espalda. Hubiera bastado con atar las manos de Blanche para completar el parecido con la carta.

—¿Cuál es vuestra conclusión? —preguntó Hermione, claramente intrigada.

—Que los conocimientos sobre el tarot del que o la que ha recurrido a ese arcano para transmitirnos algún mensaje no son más que someros —respondió Mary de Baskerville poniéndose en pie—. A la paz de Dios, querida. —Abrió la puerta y comentó con disgusto—: ¡Dios santo! ¡Qué nevada! Cae aún con más fuerza que hace un rato. En cuanto a esta aurora apagada y blanquecina, no augura nada bueno. —Tras pensar unos segundos, añadió con una voz vivaracha que turbó a Hermione, dados los recientes acontecimientos—: Encuentro Clairets bastante más entretenida que mi antigua abadía, si bien voy a echar de menos el radiante sol de Castres. ¡Bueno, no se puede tener todo!

Desapareció envuelta en el nevado amanecer.

Rue Saint-Jacques,
París,
febrero de 1308,
ese mismo día

J
eanne de Signulles lanzó un suspiro mientras estiraba las piernas. Los últimos meses habían pasado volando sin darse cuenta. Tenía la impresión de estar sumergiéndose en una especie de sopor del que rara vez despertaba. ¿Qué más daba? Los recuerdos de su vida anterior se estaban esfumando con una rapidez vertiginosa. A duras penas recordaba los rasgos de su difunto marido. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Había llevado barba? ¿Era risueño? ¿Cómo era el tono de su voz? Inquietante en un principio, aquella semi amnesia la había sosegado paulatinamente. El pasado ya no existía. El pasado eran los alaridos de Aude cuando le sobrevenía una de las dolorosas crisis que arqueaban su consumido cuerpecito. El pasado eran las lágrimas de la pequeña, que laceraban a su madre cual hoja de espada. Gracias a Arnau, su bello y misterioso amante, el pasado había desaparecido, y con él la legión de médicos que desfilaba por los aposentos de su ángel sin osar acercarse apenas a su lecho de sufrimiento, incapaces como eran de dar con el mal que la afligía. Gracias a Arnau habían desaparecido los suspiros de fingido abatimiento cuando se quitaban la máscara de cuero que los protegía del nauseabundo hedor que despedía el martirizado cuerpo y movían la cabeza presagiando el inminente final de la niña. Por todo ello, siempre estaría en deuda con su oscuro amante. En cuanto al resto, acabaría habituándose. Había decidido rebelarse contra lo inevitable y para ello había aceptado lo inaceptable, con conocimiento de causa.

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