La Corte de Carlos IV (5 page)

Read La Corte de Carlos IV Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: La Corte de Carlos IV
4.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No echaré en saco roto la advertencia —repuse— pues todos sabemos a qué debe su encumbramiento el hombre más poderoso que hay hoy en España después del Rey.

—¡Calumnias! —exclamó irritado el sacerdote—. Mi paisano, amigo y mecenas, el señor Príncipe de la Paz, debe su elevación a su gran mérito, y a su sabiduría y tacto político, y no a supuestas habilidades en la guitarra y las castañuelas, como dice el estólido vulgo.

—Sea lo que quiera —añadí yo—, lo cierto es que ese hombre, de humildísimo guardia ha subido a cuanto hay que subir. Bien claro está.

—Pues no dudes que tú harás otro tanto —dijo con ironía doña Juana—. De hombres se hacen los obispos, como dijo el otro.

—Verdad es —repuse siguiendo la broma— y juro que he de hacer a D. Celestino arzobispo de Toledo.

—Alto allá —dijo el clérigo seriamente—. No aceptaré yo un cargo para el que me reconozco sin méritos. Bastante tendré yo con una capellanía de Reyes Nuevos o el arcedianato de Talavera.

Así siguió entre veras y burlas la conversación, hasta que saliendo de la salita doña Juana y el buen presbítero, nos dejaron solos a Inés y a mí.

—Cómo se ríen de mis proyectos, niñita mía —le dije—. Pero tú comprenderás que un muchacho como yo no debe contentarse con servir a cómicos por toda su vida. A ver: de todo lo que yo puedo ser, Dios mediante, ¿qué te gustaría más? Escoge: ¿te gustaría que fuese capitán general, príncipe coronado, con vasallos y ejército, señor de muchas tierras, primer ministro que quite y ponga los empleados a su antojo, obispo?… No, obispo no, porque entonces no podría casarme contigo, para hacerte llevar en carroza de doce caballos…

Inés se puso e reír, como quien oye un cuento de esos cuyo chiste consiste en la magnitud de lo absurdo.

—Ríete de mí, pero contesta: ¿qué quieres más?

—Lo que quiero —dijo con dulce voz y suspendiendo la costura—, es verte general, primer ministro, gran duque, emperador o arzobispo; pero de tal modo que cuando te acuestes por la noche en tu colchoncito de plumas puedas decir: hoy no he hecho mal a nadie ni nadie ha muerto por mi causa.

—Pero reinita —dije yo interesándome más cada vez en aquel coloquio— si llego a ser eso que tú dices, (pues bien podría suceder) ¿qué importa que mueran por mí o por el bien del Estado tres o cuatro prójimos que nada significan en el mundo?

—Bueno —repuso ella—, pero que los maten otros. Si tú llegas a ser eso que has dicho, y para mantenerte en un puesto que no mereces, necesitas sacrificar a muchos desgraciados, buen provecho te haga.

—¡Qué escrupulosa eres, Inesilla! —dije—. Si te hiciera caso, mi vida se encerraría entre cuatro paredes. ¿Qué es eso de sacrificar desgraciados? Yo voy a mi negocio, y los demás… como yo no he de matar a nadie. Y sobre todo, si hago daño a alguno serán tantos los que reciban beneficios de mi mano, que todo quedará compensado y mi conciencia en santa paz. Veo que tú no te entusiasmas como yo, ni piensas lo que yo pienso. ¿Quieres que te sea franco? Pues oye. A mí se me ha metido en la cabeza que cuando tenga más años, he de ocupar una posición… qué sé yo… me mareo pensando en esto. No te puedo decir ni cómo he de llegar a ella, ni quién me dará la mano para subir de un salto tantos escalones; pero ello es que yo cavilo en esto, y me figuro que ya me estoy viendo elevado a la más alta dignidad por una dama poderosa que me haga su secretario, o por un joven que me crea listo para ayudarle en sus asuntos…; no te enfades, chiquilla, que cuando tales cosas se ocurren y uno tiene la cabeza llena a todas horas de los mismos pensamientos, al fin tiene que salir cierto, como éste es día.

Inés no se enfadaba, sino que reía. Después marcando con su aguja el compás gramatical de su discurso me dijo:

—Pues mira: si tú hubieras nacido en cuna de príncipes, no te digo que no. Pero has de saber que si tú, que eres un pobrecillo hijo de pescadores y no tienes más ciencia que leer mal y escribir peor, llegas a ser hombre ilustre y poderoso, no porque saques talento y sabiduría, sino porque a una señora caprichosa o a un vejete rico se le ocurra protegerte, como a otros muchos de quienes cuentan maravillas; has de saber, digo, que tan fácilmente como subas volverás a caer, y hasta los sapos se reirán de ti.

—Eso será lo que Dios quiera —respondí—. Caeremos o no: pues aunque ignorantes, no nos faltará nuestra gramática parda.

—¡Qué necio eres! Mira a mí me han dicho… no, nadie me lo ha dicho: pero lo sé… que en el mundo al fin y al cabo, pasa siempre lo que debe pasar.

—Reinita —dije—, en eso te equivocas, porque nosotros deberíamos ser ricos, y no lo somos.

—Todos creerán lo mismo, hijito, y es preciso que alguno esté equivocado. Pues bien: todas las cosas del mundo concluyen siempre como deben concluir. No sé si me explico.

—Sí te entiendo.

—A mí me han dicho… no, no me lo han dicho: lo sé desde hace mil años… yo sé queen el mundo todo lo que pasa es según la ley… porque, chiquillo, las cosas no pasan porque a ellas les da la gana, sino porque así está dispuesto. Las aves vuelan y los gusanos se arrastran, y las piedras se están quietas, y el sol alumbra, y las flores huelen, y los ríos corren hacia abajo y el humo hacia arriba, porque así es su regla… ¿me entiendes?

—Lo que es eso todos lo sabemos —respondí menospreciando la ciencia de Inesilla.

—Bien, muchacho —continuó la profesora: ¿crees tú que una tortuga puede volar, aunque esté meneando toda la vida sus torpes patas?

—No, seguramente.

—Pues tú pensando en ser hombre ilustre y poderoso, sin ser noble, ni rico, ni sabio, eres como una tortuga que se empeñara en subir volando al pico más alto de Guadarrama.

—Pero, reina y emperatriz —dije yo—, si no pienso subir solo, sino que pienso encontrar, como otros que yo me sé, una personita que me suba en un periquete. Hazme el favor de decirme cuál era la sabiduría y riqueza
del otro
, cuando le hicieron duque y generalísimo.

—Pero, señor duquillo —contestó ella jovialmente—, si esa personita le sube a Vd. será como si un águila o buitre cogiera por su concha a la tortuga para llevársela por los aires. Sí, te levantará: pero cuando estés arriba, el pájaro que no va a estarse toda la vida con tanto peso en las patas, te dirá: «Ahora, niño mío, mantente solo». Tú moverás las patucas, pero como no tienes alas, pataplús, caerás en el suelo haciéndote mil pedazos.

—¡Qué tonta eres! —dije con petulancia—. Eso pasa en las cosas que se ven y se tocan; pero, chica, lo que se piensa y lo que se siente es otro mundo aparte. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—Estás lucido, sí —repuso Inés—. Todo debe ser así mismamente. Cuando tú quieres a una persona o cuando la aborreces, no es porque se te antoje. ¡Ay!, chico: el corazón tiene también… pues… su ley, y todo lo que pensamos con nuestra cabecita, va según lo que debe ser y está mandado.

—¿Pero di, chiquilla, de dónde sabes tú todo eso? —le pregunté.

—¿Pero esto es saber? —respondió con naturalidad—. Pues esto lo sabes tú y todos. De veras te digo que se me ocurrió cuando estabas hablando, y que jamás había pensado en tales cosas.

—¡Picarona! Cuando menos, tienes escondido un rimero de libros, con los cuales te vas a hacer doctora por Salamanca.

—No, hijito; no he leído más libros, fuera de los de devoción, que
D. Quijote de la Mancha
. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor: sólo que aquél tenía alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas.

Inesilla no dijo más. Yo callé también, porque a pesar de mi petulancia, no pude menos de comprender
[9]
, que las palabras de mi amiga encerraban profundo sentido. ¡Y la que así hablaba era una modistilla!
Ridete cives
.

—Lo que yo sé —dije al fin, sintiendo en mí un vivo arrebato de afecto— es que te quiero, que te amo, que te adoro, que me subyugas y dominas como a un papanatas, que eres una divinidad, y que juro no hacer cosa alguna sin consultarte. Adiós, reinita: mañana te diré lo que se me ocurra esta noche. Quién sabe, quién sabe, si llegaremos a ser… ¿Por qué no? Es preciso estar dispuesto, porque la escalera de los honores es penosa, y si uno se rompe la crisma, como dices…

—Siempre quedará la del cielo —me dijo inclinando otra vez la cabeza sobre la costura.

—Tienes cosas que me hacen estremecer. Adiós, Inesilla, luz y pensamiento mío.

Dicho esto, me despedí de ella y salí. Al abandonar la casa la sentí cantar, y su armoniosa voz se mezclaba en extraña disonancia con los ecos de la flauta que tañía en lo interior de la morada el buen D. Celestino. Siempre que salía de allí, mi espíritu experimentaba un reposo, una estabilidad, no sé cómo expresarlo, una frescura, que luego destruía el trato con personas de diversa condición. De esto hablaré en seguida; mas ante todo me cumple manifestar que Inesilla tenía razón al burlarse de mis locos proyectos. Es el caso que como a todas horas oía hablar de personajes nulos, a quienes el cortesano elevó a honrosas alturas sin mérito alguno, se me antojó que la Providencia me reservaba, como en compensación de mi orfandad y pobreza, una de aquellas repentinas y escandalosas mudanzas que por entonces ocurrían en nuestra España; y de tal modo se encajó en mi cerebro semejante idea, que llegó a ser artículo de fe. Me hallaba por más señas en la edad en que somos tontos. No todos poseen el don de saber las cosas
desde hace mil años
, como Inesilla.

Ahora verán Vds. la serie de circunstancias que llevaron mi necia credulidad al último extremo. Para esto tengo que dar a conocer a otras personas, a quienes espero recibirá el lector con gusto. Hablemos, pues, de teatros.

- IV -

El del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de ópera, dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la de Prado eran las dos damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde tenía el pedestal de su inmensa gloria y no se tomó el trabajo de instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los papeles de primera dama, desempeñando aquélla el de Clitemnestra, en el
Orestes
, el de Estrella en
Sancho Ortiz de las Roelas
y otros. La segunda se distinguía en el de doña Blanca, de
García del Castañar
, y en el de Edelmira (Desdémona), del
Otello
.

La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su tiempo por la
Malibrán
.

Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid; rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado con los hombres que hacían reír o llorar a la corte entera.

Y no piensen ustedes que sólo alternaba con los cómicos; gente que entonces no era considerada como la nata de la sociedad; también me veía frecuentemente en medio de personajes muy ilustres, de los que menudeaban en los vestuarios; no faltando en tales sitios alguna dama tan hermosa como linajuda de las que no desdeñaban de ensuciar su guardapiés con el polvo de los escenarios.

Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien, no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas mujeres emplearé nombres convencionales.

Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara un hermoso tapizen que estaban representadas dos lindas pastoras. Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron: «Estas son las dos hijas de Artemidoro: Lesbia y Amaranta». He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector. Haz cuenta que siempre que diga
Lesbia
, quiero significar a la duquesa de X, y cuando ponga
Amaranta
, a la condesa de X. Con este sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos diosas de mi tiempo.

Other books

The Best of Robert Bloch by Robert Bloch
Do You Believe in Santa? by Sierra Donovan
The Finer Points of Sausage Dogs by Alexander McCall Smith
Immortal Mine by Cindy C Bennett
Lion's Share by Rochelle Rattner
Judgment II: Mercy by Denise Hall
Bobby Gold Stories by Anthony Bourdain