La corona de hierba (61 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—¡Miradle, el traidor! —aullaba Cepio—. ¡Se dedica a dar la ciudadanía a los sucios itálicos de esta península, a los piojosos pastores samnitas, a los patanes y lerdos picentinos, a los brigantes malolientes de Lucania y Bruttium! ¡Y nuestro Senado idiota es de tal incompetencia que está a punto de consentírselo! ¡Pero yo no lo consentiré!

Druso se volvió hacia sus nueve colegas tribunos de la plebe, que le habían seguido hasta la tribuna de los
rostra
y que miraban con cara de pocos amigos al patricio Cepio, independientemente de lo que opinaran de la propuesta de Druso. Cepio había hecho una llamada a todo el pueblo, cierto, pero antes de que el Senado hubiese dado término a la sesión, y había usurpado el terreno de los tribunos de la plebe del modo más arrogante. Incluso a Minucio se le veía molesto.

—Voy a acabar con esta farsa —dijo Druso, con los labios muy prietos—. ¿Estáis todos conmigo?

—Lo estamos —contestó Saufeio, que era el factótum de Druso.

—¡Esto es una reunión convocada ilegalmente y opongo mi veto a que prosiga! —dijo Druso dando un paso al frente.

—¡Fuera de mi asamblea, traidor! —gritó Cepio.

—¡Marchaos a casa, gente de esta ciudad! —clamó Druso sin hacerle caso—. ¡He interpuesto mi veto a la asamblea porque no es legal! ¡El Senado sigue reunido en sesión oficial!

—¡Traidor! ¡Pueblo de Roma!, ¿vais a cumplir órdenes de un hombre que quiere despojaros de vuestra más valiosa pertenencia? —chilló Cepio.

—¡Detened a este gamberro, colegas tribunos! —gritó Druso sin poder aguantar más y haciendo un gesto a Saufeio.

Nueve hombres rodearon a Cepio y le apresaron, sometiéndole sin dificultad; Filipo, que estaba abajo, de pronto pensó en algo urgente y desapareció.

—¡Ya está bien, Quinto Servilio Cepio! —añadió Druso con una voz estentórea que se hizo oír hasta en el bajo Foro—. ¡Soy un tribuno de la plebe en el desempeño de mis obligaciones! Y presta atención porque es mi único aviso. ¡Cesa y desiste inmediatamente en tu actitud o haré que te arrojen de la roca Tarpeya!

La Asamblea plebeya era el feudo de Druso, y Cepio, al ver cómo le miraba enfurecido, comprendió. Acababa de invocar el antiguo rencor entre patricios y plebeyos, y si Druso ordenaba a los miembros de su colegio que le arrojasen desde la roca Tarpeya, le obedecerían.

—¡Aún no has ganado! —vociferó mientras se zafaba y desaparecía a toda prisa a la zaga de Filipo.

—No sé si Filipo no estará harto de su huésped —comentó Druso a Saufeio al ver la humillante salida de Cepio.

—Yo estoy harto de los dos —dijo Saufeio con un profundo suspiro—. Supongo que te habrás dado cuenta, Marco Livio, que de haber proseguido la sesión el Senado habría avalado tu propuesta.

—Claro que me he dado cuenta. ¿Por qué crees que Filipo organizó de pronto semejante pataleta? ¡Qué mal actor es! —dijo Druso riendo—. ¡Mira que tirar la toga…! ¿Qué no será capaz de hacer?

—¿No estás desilusionado?

—Poco me falta, pero no pienso parar hasta que no pueda más.

El Senado reanudó las deliberaciones en los idus, día de descanso oficial, y por consiguiente un día en que no podía reunirse la Asamblea de la plebe y Cepio no podría abandonar la Cámara.

Sexto César tenía aspecto de agotado y en toda la Cámara resonaban sus sibilancias, pero aguantó hasta el final de las ceremonias iniciales para ponerse en pie y hablar.

—No pienso tolerar ni uno más de estos lamentables altercados —dijo con voz clara y potente—. En cuanto al hecho de que la principal corriente de interrupciones proceda del podio curul, lo considero aún mayor humillación. ¡Lucio Marcio y Quinto Servilio Cepio, conducíos como corresponde a vuestro cargo, al cual, me permito señalaros, no hacéis gran honor, sino al contrario, lo deshonráis! Si vuestro ilegal e irrespetuoso comportamiento continúa, enviaré los
fasces
al templo de Venus Libitina y expondré los hechos a los electores congregados en centurias. Tienes la palabra, Lucio Marcio —añadió con una inclinación de cabeza a Filipo—. ¡Pero no olvides que estoy harto! Igual que el portavoz de la Cámara.

—No te doy las gracias, Sexto Julio, del mismo modo que no se las doy al portavoz de la Cámara ni a los otros miembros disfrazados de patriotas —dijo Filipo con toda desvergüenza—. ¿Cómo puede un hombre llamarse buen patriota y hacer dejación de nuestra ciudadanía? ¡La respuesta es que no puede ser una cosa y la otra! La ciudadanía romana es para los romanos. Y no debe darse a nadie que no tenga derecho a ella por familia, antepasados y decreto legal. Somos hijos de Quirino y los itálicos no. Y eso, primer cónsul, es todo cuanto tengo que decir. No tengo nada más que añadir.

—¡Hay mucho más que decir! —replicó Druso—. Que somos hijos de Quirino, no tiene vuelta de hoja. ¡Pero Quirino no es un dios romano! Es un dios de los sabinos y por eso vive en el Quirinal, el lugar en que otrora se alzaba la ciudad de los sabinos. ¡En resumen, Lucio Marcio, Quirino es un dios
italiano
! Rómulo lo adoptó y Rómulo lo hizo romano. Pero Quirino pertenece igualmente al pueblo de Italia. ¿Cómo vamos a traicionar a Roma haciéndola más grande? Porque eso es lo que haremos al conceder la ciudadanía a toda Italia. Roma será Italia y será poderosa. Italia será Roma y será poderosa. Lo que conservemos como descendientes de Rómulo será nuestro exclusivamente y para siempre. No podrá ser de nadie más. ¿Lo que Rómulo nos dio no es la ciudadanía! Eso se lo hemos dado ya a muchos que no pueden arrogarse la condición de ser hijos de Rómulo, nativos de la ciudad de Roma. Si la romanidad está en juego, por qué Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis se sienta en esta augusta Cámara? ¡El sí que tiene un nombre, Quinto Servilio Cepio, que advierto que no has mencionado cuando tú y Lucio Marcio tratabais de impugnar la romanidad de ciertos miembros de esta Cámara! ¡Cuando Quinto Vario no es realmente romano! ¡Hasta después de cumplir los veinte años no había visto esta Cámara ni había hablado latín en sus sesiones! ¡No obstante, sentado está en el Senado de Roma por la gracia de Quirino, un hombre menos romano de lo que pueda ser por sus ideas, por su lenguaje, por su manera de ver las cosas, menos romano que cualquier itálico! Si hemos de hacer como dicen Quinto Servilio Cepio y Lucio Marcio Filipo, y limitar la ciudadanía romana a los que de entre nosotros pueden alegar familia, antepasados y decreto legal, el primero que debe abandonar esta Cámara yla ciudad de Roma es Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis! ¡El sí es extranjero!

La andanada hizo que Vario se pusiera en pie, pese a que, como
pedarius
, no tenía derecho a la palabra.

Sexto César sacó fuerzas de flaqueza para superar sus dificultades respiratorias y pidió orden con tal voz, que no se produjo ninguna interrupción.

—Marco Emilio, portavoz de esta Cámara, veo que quieres hablar. Tienes la palabra.

Escauro estaba indignado.

—¡No consentiré que esta Cámara degenere poniéndose a la altura de un reñidero de gallos porque la deshonren unos magistrados curules que no tienen categoría ni para limpiar las vomitonas de las calles! ¡Ni voy a hacer ninguna referencia al derecho de nadie a sentarse en esta augusta Cámara! Lo único que quiero decir es que si esta Cámara ha de sobrevivir, ¡y si Roma ha de sobrevivir!, hemos de ser liberales con los itálicos en el asunto de la ciudadanía como lo hemos sido con algunos de los que hoy se sientan entre nosotros.

Filipo había vuelto a levantarse.

—Sexto Julio, cuando diste permiso para hablar al portavoz de la Cámara, no te percataste de que yo quería hablar. Como cónsul tengo derecho a hacerlo primero.

—Pensé que habías terminado, Lucio Marcio. ¿Acaso no has acabado?

—No.

—Pues, por favor, di lo que tengas que decir de una vez. Portavoz de la Cámara, ¿te importa aguardar a que el segundo cónsul diga lo que tenga que decir?

—Naturalmente que no —dijo Escauro afable, sentándose.

—Propongo —dijo Filipo con aplomo— que esta Cámara borre de las tablillas todas las leyes de Marco Livio Druso. No se han aprobado legalmente.

—¡Eso es un disparate! —exclamó Escauro indignado—. ¡Jamás en la historia del Senado ningún tribuno de la plebe ha legislado con mayor escrúpulo por los preceptos que Marco Livio Druso!

—No obstante, sus leyes no son válidas —replicó Filipo, a quien al parecer comenzaba a molestar otra vez la nariz, pues se la palpaba con insistencia—. Los dioses han señalado su desagrado.

—Mis asambleas contaron con la aprobación de los dioses —dijo lacónico Druso.

—Son sacrílegas, como lo demuestran claramente los acontecimientos de Italia en estos diez últimos meses —replicó Filipo—. ¡Yo os digo que toda Italia se ha visto afectada por manifestaciones de la ira divina!

—¿Ah, sí, Lucio Marcio? Italia siempre se ha visto afectada por manifestaciones de la ira divina —dijo Escauro hastiado.

—¡No como este año! —dijo Filipo con un bufido—. Propongo que esta Cámara recomiende a la Asamblea de todo el pueblo anular las leyes de Marco Livio Druso, dado que los dioses han mostrado su desagrado. Y veo, Sexto Julio, que deberemos someterlo a votacion.

Escauro y Mario ponían ceño, conscientes de que algo había oculto, sin acertar a dar con ello. Una cosa era cierta: Filipo tenía las de perder. ¿Por qué, entonces, después de tan poco inspirada intervención, hablaba de votar?

Efectivamente, la Cámara votó y Filipo perdió frente a una amplia mayoría. Circunstancia que le sacó de quicio, haciéndole vociferar y despotricar hasta el escupitajo; el pretor urbano Quinto Pompeyo Rufo, que estaba a su lado en el estrado, se cubrió con gesto teatral la cabeza con su toga para protegerse de la lluvia de saliva. ¡Ingratos codiciosos! ¡Locos de remate! ¡Borregos! ¡Insectos! ¡Asaduras! ¡Menudillos! ¡Gusanos! ¡Pederastas! ¡Violadores infantiles! ¡Carroñas! ¡Pozos de avaricia!, fueron algunos de los improperios que Filipo lanzó contra sus colegas.

Sexto César le dejó que se agotara y luego ordenó al jefe de lictores que golpeara el suelo con el haz de varillas hasta hacer temblar las vigas del techo.

—¡Basta! —gritó—. ¡Siéntate y cálmate, Lucio Marcio, o tendré que expulsarte de la Cámara!

Filipo se sentó, mientras de su nariz brotaba un líquido pajizo.

—¡Sacrilegio! —aulló, dejando volar la palabra en un siniestro eco. Después ya no se movió.

—¿Qué se traerá entre manos? —musitó Escauro a Mario.

—No sé. ¡Ojalá lo adivinara! —gruñó Mario.

—¿Puedo hablar, Sexto Julio? —dijo Craso Orator poniéndose en pie.

—Puedes, Lucio Licinio.

—No voy a tratar de los itálicos ni de nuestra querida ciudadanía romana o de las leyes de Marco Livio —comenzó diciendo en su hermosa y meliflua voz—. No. Voy a hablar del cargo de cónsul, y como preámbulo a mis comentarios haré una observación: jamás en los años que llevo en esta Cámara he visto el cargo de cónsul tan deshonrado, degradado y envilecido como lo ha sido estos últimos días por obra de Lucio Marcio Filipo. ¡A nadie que haya tratado ese cargo, ¡el más importante del país!, del modo que lo ha hecho Lucio Marcio Filipo debe permitírsele seguir ejerciéndolo! No obstante, cuando los electores designan a alguien para un cargo, el elegido no está obligado por ninguna regla salvo su propia inteligencia y buenos modales y los múltiples ejemplos que le suministra el
mos maiorum
.

»Ser cónsul de Roma es verse elevado a un nivel sólo algo por debajo de los dioses y muchísimo más alto que rey alguno. El cargo de cónsul se concede libremente y no descansa sobre amenazas o poder retributorio. Durante un año, el cónsul es lo más excelso que hay. Su
imperium
excede al de cualquier gobernador. ¡El es el comandante en jefe de los ejércitos, el jefe del gobierno, el representante del Tesoro y el símbolo de cualquier significado que haya de atribuirse a la república de Roma! Sea patricio u hombre nuevo, inmensamente rico o relativamente pobre, es «el cónsul». Sólo tiene un igual: el otro cónsul. Sus nombres se inscriben en los
fasti
consulares para que brillen perennemente.

»Yo he sido cónsul. Quizá treinta de los que estáis hoy aquí sentados hayáis sido cónsules, y algunos también censores. Yo les pregunto cómo se sienten en este momento, ¿cómo os sentís en este momento, caballeros consulares, después de escuchar a Lucio Marcio Filipo desde principios de este mes? ¿Os sentís como yo? ¿Sucios? ¿Deshonrados? ¿Humillados? ¿Consideráis de justicia que este afortunado poseedor por tercera vez del cargo quede sin censurar? ¿No lo consideráis? ¡Magnífico! ¡Tampoco lo considero yo, caballeros consulares!

Craso Orator se volvió desde las primeras filas y miró furibundo hacia Filipo en el estrado curul.

—¡Lucio Marcio Filipo, eres el peor cónsul que he visto en mi vida! ¡Si yo estuviera sentado en el lugar de Sexto Julio, no tendría ni un ápice de la paciencia que él ha demostrado! ¿Cómo te atreves a deambular por los vici de nuestra amada urbe precedido de tus doce lictores y a llamarte cónsul? ¡Tú no eres un cónsul! ¡No le llegas a la altura de las botas a un cónsul! Es más, me permitiré emplear la expresión de nuestro portavoz: ¡no
Vale
s ni para limpiar la vomitona de las calles! ¡En vez de ser un modelo de conducta para nuestros jóvenes y esta Cámara, y para los que acuden al Foro, te conduces como el peor demagogo que haya puesto los pies en los
rostra
, como el obstruccionista más deslenguado que azuza detrás de la multitud en el Foro! ¿Cómo osas aprovecharte del cargo para verter improperios contra los miembros de esta Cámara? ¿Cómo te atreves a insinuar que otros han actuado ilegalmente? ¿Ya te he aguantado bastante, Lucio Marcio Filipo! —tronó tajante, señalándole con el dedo—. ¡O te comportas como un cónsul o quédate en casa!

Cuando Craso Orator volvió a sentarse, la Cámara prorrumpió en sonoros aplausos, mientras Filipo permanecía con la vista en el suelo y la cabeza agachada para que no se le viera la cara; Cepio, por el contrario, miraba con ojos de fuego a Craso Orator.

—Gracias, Lucio Licinio —dijo Sexto César con un carraspeo—, por recordarme a mí y a todos los que ostentan el cargo lo que es un cónsul. Presto tanta atención a tus palabras como espero haya hecho Lucio Marcio. Y como parece que ninguno de nosotros puede comportarse con decencia en este ambiente, doy por concluida la sesión. La Cámara volverá a reunirse dentro de una semana. Estamos en plenos
ludi romani
y, en primer lugar, creo que nos incumbe hallar mejor modo de saludar a Remo y a Rómulo que estas sesiones tan ásperas y poco dignas del Senado. Tened buenas vacaciones, padres conscriptos, y disfrutad con los juegos.

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