La corona de hierba (59 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Servilia-Lilla acababa de cumplir doce años y maduraba a ojos vistas. Más
boni
ta que Servilia, aunque no tan atractiva, denotaba claramente con su rostro moreno y picaresco la clase de persona que era. El tercer miembro de los niños mayores, muy alineado con ellos en contra de los pequeños, era el hijo adoptivo de Druso, Marco Livio Druso Nerón Claudiano, de nueve años, guapo al estilo de los Claudios, de tez morena y porte serio, no era un chico inteligente, aunque sí agradable y dócil.

Luego estaba Catón, a quien Druso no podía considerar hijo de Cepio por mucho que Livia Drusa se lo hubiese asegurado; era como Catón Saloniano, con la misma contextura flaca y musculosa, indicio de que iba a ser alto, la misma forma de la cabeza y las orejas, el largo cuello, los miembros largos y el cabello rojo. Aunque sus ojos eran de color marrón claro, no eran los ojos de Cepio, pues los tenía muy separados, abiertos y hundidos. De los seis niños, el pequeño Cepio era el preferido de Druso; tenía un aire de fortaleza y una inclinación a la responsabilidad que le complacían. Tenía casi seis años y conversaba con su tío como un hombrecito; tenía la voz profunda y una mirada siempre seria y reflexiva, y sonreía poco, con excepción de cuando su hermanito Catón hacía algo que le divertía o le emocionaba. Su afecto por el pequeño era tan fuerte que parecía paternalismo, y no consentía separarse de él.

Porcia, llamada
Porcella
, estaba a punto de cumplir cuatro años; era una niña sencilla que comenzaba a llenarse de pecas, unas pecas marrones grandotas que la hacían objeto de burla por parte de los niños mayores, que la detestaban y siempre estaban agobiándola con pellizcos, patadas, mordiscos, arañazos y bofetadas. Era el auténtico prototipo de la nariz aguileña catoniana, pero tenía unos preciosos ojos gris oscuro y era buena por naturaleza.

El pequeño Catón tenía casi tres años y era un auténtico monstruo de aspecto y naturaleza. La nariz le crecía más de prisa que el resto del cuerpo, aquilina, terminada en una protuberancia romana más que el gancho semita, y desentonaba con el resto del rostro, que era de gran hermosura, con una boca deliciosa, ojos grises, grandes y luminosos, pómulos salientes y barbilla bien formada. Aunque sus anchos hombros eran indicio de que adquiriría un buen cuerpo, estaba lastimosamente delgado porque comía muy poco. Era por naturaleza un desagradable entrometido, el prototipo de la mentalidad que más detestaba Druso; una respuesta lúcida y lógica a una de sus más descaradas preguntas sólo servía para motivar más preguntas, signo de que el pequeño o era muy lerdo o demasiado terco para entender otro punto de vista. Su característica más simpática —¡y falta le hacía!— era su profunda devoción por el pequeño Cepio de quien no se apartaba noche y dia, a tal extremo que cuando se ponía insoportable bastaba con la amenaza de separarle de su hermano para que inmediatamente cediera.

Silo había hecho su última visita a Druso poco después del segundo cumpleaños del pequeño Catón. Ahora Druso era tribuno de la plebe y a Silo no le parecía prudente mostrar ante los romanos que su amistad seguía siendo muy estrecha. A Silo, que también tenía hijos, le gustaba ver a los niños cuando iba a casa de Druso, y se había interesado por la pequeña delatora, halagándola, aunque no acababa de hacer caso omiso del desprecio que ella le mostraba por ser itálico. Los cuatro niños de edades intermedias le gustaban y jugaba con ellos, pero detestaba al pequeño Catón, aunque dificilmente podía dar una razón a Druso de su repulsa por un ser de dos años.

—Ante él me siento como un animal estúpido —dijo Silo a Druso—. Mis sentidos y mi instinto me dicen que es un enemigo.

Era la espartana resistencia del niño lo que más le impresionaba, aunque fuese un admirable rasgo de carácter. Cuando veía a aquel pequeñajo sin derramar una sola lágrima y con la cabeza muy alta después de hacerse alguna herida, Silo se encolerizaba y se ponía de mal humor. ¿Por qué?, se preguntaba, sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria. Quizá fuese porque el pequeño Catón no ocultaba su desprecio por los itálicos. La maligna influencia de Servilia. Pero cuando ella le daba el mismo trato, el pequeño llegaba a desairarla. Nadie sería capaz de humillar a aquel pequeño, concluyó Silo.

Un día, sacado de quicio por las preguntas tan crueles e impertinentes con que el pequeño acosaba a Druso —aparte de su desconsideración por la paciencia y amabilidad del tío—, Silo cogió al niño y lo asomó por una ventana sobre un jardín lleno de agudas rocas.

—¡Si no eres bueno, pequeño Catón, te tiro! —le dijo.

El pequeño permaneció en el aire callado y desafiante sin inmutarse y sin que los zarandeos y amenazas de soltarle o de otra clase lograsen arrancarle una palabra de sometimiento. Al final, Silo, vencido, le dejó en el suelo y movió la cabeza mirando a Druso.

—Menos mal que sólo es un niño —dijo—, porque si fuese un hombre, Italia nunca convencería a los romanos.

En otra ocasión Silo preguntó al pequeño a quién quería.

—A mi hermano.

—¿Y después?

—A mi hermano.

—Pero ¿a quién más después de tu hermano?

—A mi hermano.

—¿Es que no quiere a nadie más? —inquirió Silo volviéndose hacia Druso—. ¿A ti o a su aya?

—Por lo visto, Quinto Popedio, no quiere más que a su hermano —contestó Druso encogiéndose de hombros.

La reacción de Silo frente al pequeño Catón era la de cualquier otra persona, porque el pequeño no se hacía querer.

Los niños se habían polarizado desde siempre en dos grupos, y como los mayores se aliaban contra el retoño de Catón Saloniano, en el cuarto de juegos siempre se oían gritos y chillidos de pelea. Se habría podido pensar, con toda lógica, que los Servilios Livianos se impondrían en todos los aspectos a los Catones, mucho más pequeños, pero desde el momento en que el pequeño Catón cumplió dos años y pudo incorporar su minúsculo cuerpo a la pugna, los que comenzaron a imponerse fueron los Catones. Nadie podía con el pequeño Catón que era irreductible. Puede que las cosas las comprendiera con dificultad, pero era el prototipo del eterno adversario, infatigable, terco, murmurador, vocinglero, despiadado y monstruoso.

—Madre —dijo Druso, resumiendo aquel pandemónium infantil—, nos hemos juntado con lo peorcito de Roma.

Había otros, aparte de Druso y los dirigentes itálicos, que trabajaban aquel verano. Cepio no había dejado de presionar a los caballeros, y con Vario había logrado aglutinar una resistencia de la asamblea contra Druso; mientras que Filipo, que por sus gustos siempre andaba falto de dinero, se dejó sobornar por un grupo de caballeros y senadores cuyos
latifundia
representaban la mayor parte de su fortuna.

Naturalmente nadie se imaginaba lo que preparaba, pero la Cámara sabía que Druso había presentado la solicitud para hablar durante la reunión de las calendas de septiembre, y estaba en ascuas. Muchos senadores, arrastrados a principio de año por la oratoria de Druso, esperaban que en esta ocasión no estuviera tan brillante, y el movimiento inicial de apoyo había desaparecido; por eso los reunidos en la Curia Hostilia el primer día de septiembre se encontraban dispuestos a hacer oídos sordos a la elocuencia de Druso.

Sexto Julio César tenía la presidencia, ya que al ser septiembre uno de los meses en que le correspondían los
fasces
, los ritos preliminares se observaban escrupulosamente. La Cámara aguardó sentada e inquieta mientras se
consulta
ban los presagios, se efectuaban las plegarias y se limpiaba la suciedad del sacrificio. Cuando por fin se inició la sesión, todo lo que precedía al discurso del tribuno de la plebe se despachó en un santiamén.

Había llegado el momento. Druso se levantó del banco tribunicio, debajo del estrado en que estaban sentados los cónsules, los pretores y los ediles curules, y se dirigió a su puesto habitual junto a las puertas de bronce, que, como en anteriores ocasiones, había ordenado cerrar.

—Venerables padres de la patria, miembros del Senado de Roma —comenzó diciendo con voz pausada—, hace varios meses hablé en esta Cámara de un gran mal que existía entre nosotros… el mal del
ager publicus
. Hoy quiero hablar de otro mal mucho peor que el
ager publicus
. Un mal que si no lo erradicamos acabará con nosotros y será el fin de Roma. Me refiero, naturalmente, a las gentes con las que convivimos en la península. Me refiero a las gentes que llamamos itálicos.

Un murmullo recorrió las filas de ambos lados de la Cámara, más parecido a un viento entre los árboles que a voces humanas, o como el zumbido de un enjambre lejano. Druso lo oyó, advirtió su significado, pero continuó impasible.

—A esos miles y miles de personas los tratamos como ciudadanos de tercera clase. ¡Tal como digo! Los ciudadanos de primera clase son romanos, la segunda clase la constituyen los que tienen derechos latinos y la tercera clase de ciudadano es el itálico. Aquel al que no se considera con ningún derecho a participar en nuestras asambleas romanas. Aquel a quien se grava con impuestos, se le flagela, se le multa, se le extorsiona, se le saquea, se le explota. Aquel cuyos hijos no están a seguro de nosotros, cuyas mujeres no están a seguro de nosotros, cuyas propiedades no están a seguro de nosotros. Aquel a quien recurrimos para luchar en nuestras guerras y financiar las tropas que nos entrega, aunque se le obligue a consentir que seamos nosotros quienes tengamos el mando. Aquel que, si hubiésemos cumplido nuestras promesas, no habría tenido que soportar las colonias romanas y latinas en medio de sus tierras, pues prometimos plena autonomía a los pueblos itálicos a cambio de tropas e impuestos, pero al que burlamos sembrando sus fronteras de colonias, apropiándonos de lo mejor de su mundo y negándole la entrada en el nuestro.

Los murmullos crecían, aunque sin ahogar las palabras de Druso, pero se veía venir la tormenta. Druso se notaba la boca seca y tuvo que hacer una pausa para humedecerse los labios y tragar saliva del modo más natural posible. No debía dar muestras de nerviosismo.

—En Roma no tenemos rey —prosiguió—. Sin embargo, en Italia, hasta el último de nosotros actúa como un rey. Porque nos gusta esa sensación, nos complace ver a nuestros inferiores arrastrándose ante nuestras regias narices. ¡Nos gusta jugar a ser reyes! Si los pueblos de Italia fuesen realmente inferiores, habría excusa para ello. Pero lo cierto es que los itálicos no son inferiores por naturaleza. Son sangre de nuestra sangre. Si no lo fuesen, ¿cómo podría nadie de esta Cámara difamar a otro miembro de ella por tener «sangre itálica»? Yo he oído llamar itálico al gran y glorioso Mario. ¡Al vencedor de los germanos! He oído llamar ínsubro al noble Lucio Calpurnio Pisón, cuyo padre murió valientemente en Burdigala. ¡He oído censurar a Marco Antonio Orator porque tomó por segunda esposa a la hija de un itálico, pese a que derrotó a los piratas y fue censor!

—¡Sí, fue censor —terció Filipo—, y mientras fue censor permitió que miles y miles de itálicos se inscribiesen como ciudadanos romanos!

—¿Insinúas, Lucio Marcio, que yo estaba en connivencia? —inquirió Antonio Orator con voz amenazadora.

—¡Indudablemente, Marco Antonio!

—¡Filipo, sal de la grada, y repítelo! —exclamó Antonio Orator, poniéndose en pie como una torre.

—¡Orden! ¡Marco Livio tiene la palabra! —vociferó Sexto César, comenzando a notársele la respiración sibilante—. ¡Lucio Marcio y Marco Antonio, estáis faltando al orden! ¡Sentaos y guardad silencio!

—Repito —continuó Druso—. Los itálicos son sangre de nuestra sangre. Han sido parte nada desdeñable de nuestros triunfos, en Italia y en el extranjero. No son malos soldados. No son malos agricultores. No son malos comerciantes. Tienen riquezas. Tienen una nobleza tan antigua como la nuestra, dirigentes tan cultivados como los nuestros, mujeres tan cultas y refinadas como las nuestras. Viven en el mismo tipo de casas que nosotros. Comen los mismos alimentos que nosotros. Tienen tantos entendidos en vinos como nosotros. Se parecen a nosotros.

—¡Tonterías! —gritó Catulo César con desprecio, señalando a Cneo Pompeyo Estrabón de Picenum—. ¡Ahí tenéis! ¡Chato y con el pelo color de arena! ¡Los romanos tienen pelo rojo, amarillo o blanco, pero no color arena! ¡Es galo, no romano! Y, si por mí fuera, él y todas las setas no romanas que crecen en la oscuridad de nuestra querida Curia Hostilia serían arrojadas a la calle! ¡Cayo Mario, Lucio Calpurnio Pisón, Quinto Vario, Marco Antonio por rebajarse con esa boda, todos los Pompeyos que llegaron de Picenum con el pelo de la dehesa, todos los Didios de Campania, los Pedios de Campania, los Saufeios, Labienos y Apuleyos… afuera con ellos!

La Cámara era un clamor. Nombrándolos o insinuándolo, Catulo César había insultado a casi un tercio de los senadores, pero sus afirmaciones las compartían totalmente los otros dos tercios, aunque sólo fuese porque les había recordado su superioridad. Sólo Cepio no acababa de sonreír tan a sus anchas como se proponía, pues Catulo César había mencionado a Quinto Vario.

—¡Me oiréis! —tronó Druso—. ¡Aunque tengamos que estar aquí hasta el anochecer, me oiréis!

—¡No, yo no! —gritó Filipo.

—¡Ni yo! —chilló Cepio.

—¡Marco Livio tiene la palabra! ¡Se expulsará a los que no le dejen hablar! —bramó Sexto César—. ¡Funcionario, sal y trae mis lictores!

El funcionario jefe se apresuró a ir a por los doce lictores de Sexto César, que hicieron acto de presencia con sus blancas togas y los
fasces
sobre el hombro.

—Situaos detrás del estrado curul —dijo Sexto César con voz fuerte—. Tenemos una sesión tumultuosa y puede que os pida que expulséis a algunos. Continúa —dijo a Druso, con una inclinación de cabeza.

—¡Tengo intención de presentar un decreto ante el
concilium plebis
para conceder la ciudadanía romana a todas las gentes desde el Arnus al Rhegium, desde el Rubico a Vereium, desde el mar Toscano al Adriático! —dijo Druso a voces para hacerse oír—. ¡Ya es hora de que erradiquemos ese terrible mal por el que en Italia se considera a un hombre superior a otro y de que los romanos seamos una clase exclusiva! ¡Padres conscriptos, Roma es Italia e Italia es Roma! ¡Admitamos sin más demora ese hecho y demos la misma consideración igualitaria a todos los que viven en Italia!

Aquello era un pandemónium. Algunos no cesaban de gritar: «¡No, no, no!», pateando; se oían rugidos de indignación, abucheos y silbidos, en torno a Druso llovían sillas y desde todas las gradas de ambos lados se esgrimían puños contra él.

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